Los Cistercienses

Principios y realidad

La primera generación cisterciense expresó sus puntos de vista sobre este particular en los «Instituta», que aparecen como Capítulo XVI del Exordium Parvum, parafraseando el párrafo veintitrés de los primeros Capitula que datan de 1119: «Y puesto que ni en la Regla ni en la vida de san Benito hallaban que el santo Legislador hubiese poseído iglesias o altares, oblaciones o sepulturas, o diezmos de otros, hornos o molinos, granjas o esclavos, por eso renunciaron a todas aquellas cosas».

La Carta de Caridad consideraba a cada abadía como una unidad económica independiente, con suficiente capacidad para sostener a sus miembros sin echar mano de las fuentes de ingresos prohibidas, anteriormente enumeradas. Sólo en caso de necesidad, las demás abadías de la Orden deberían acudir en auxilio de la necesitada. El mismo documento subraya enfáticamente la necesidad de una manera de vivir uniforme en todas las casas, principio que sirvió como base firme para la actividad legislativa del Capítulo General a todo lo largo del siglo XII. Las instrucciones más o menos detalladas promulgadas por el Capítulo referidas al mantenimiento y administración de la propiedad, aparecían como medio para lograr un ideal ya probado y hallado factible en Cister, y las otras primeras fundaciones.

Mientras el Capítulo General estaba dedicado por completo a mantener niveles uniformes de vida y disciplina, los abades tenían que hacer frente individualmente a los problemas prácticos de la vida diaria y encontrar soluciones apropiadas para un momento, una situación y un lugar específico. De este modo, cada abad tenía que afrontar una doble responsabilidad: fidelidad a ciertos principios y reglamentos, y provisión adecuada para sus monjes, dentro del marco de una orden en rápida expansión.

Sería una aproximación anacrónica a los conceptos legales del siglo XII suponer que, en casos de conflicto entre la ley y las exigencias locales, triunfara siempre la primera, porque la Edad Media fue una época, en que la autonomía local y las costumbres establecidas de antiguo pesaban más que la autoridad de un legislador remoto. Tales conflictos se hicieron cada vez más frecuentes, porque el medio económico y social que rodeó a las primeras fundaciones borgoñonas estaba sujeto a cambios, y ostentaba caracteres propios que lo diferenciaban totalmente de otras zonas geográficas. Cuando, por último, ni la tierra disponible, ni el número de hermanos conversos fueron suficientes para asegurar la supervivencia de un gran número de abadías, el propio Capítulo General tuvo que someterse a compromisos que, a largo plazo, condujeron al abandono de dichos principios.

Por consiguiente, cualquier intento de expresar la economía cisterciense sobre la única base de los «principios» y de los correspondientes estatutos del Capítulo General debe ser considerado como irreal e inadecuado. Unos pocos ejemplos apropiados pueden ilustrar la afortunada materialización de las primeras ordenanzas cistercienses sobre economía, pero las excepciones son tan numerosas, que las generalizaciones hechas bajo la presunción de que las normas habían sido generalmente observadas, son por completo injustificadas.

Los monasterios, o aun grupos y congregaciones de monasterios que se unieron a la Orden después de varios años o décadas de existencia independiente, constituyen las excepciones más llamativas a la primitiva legislación; el caso más notable lo constituye la Congregación de Savigny. La fácil admisión de tales casas sin obligarlas a despojarse de las fuentes de recursos «ilegales», debe ser una prueba bien clara del curioso hecho de que, aun el Capítulo General, el principal guardián de la uniformidad, estaba dispuesto a modificar las reglas, aunque tuviera conciencia de los efectos que tal lenidad pudiera tener en otras casas.

 

Bibliografía

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L.J. Lekai, Los Cistercienses Ideales y realidad, Abadia de Poblet Tarragona , 1987.

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