Economia
Donaciones y fundaciones
Las nuevas fundaciones iban
invariablemente precedidas de una invitación y de la promesa de tierra
suficiente en una ubicación adecuada de la nobleza, obispos y, a veces,
miembros de las casas reales.
En la mayoría de los casos, puede
determinarse la extensión exacta de la donación original. Sin embargo, como
el grupo fundador estaba constituido normalmente por doce monjes y un número
un poco mayor de hermanos conversos, la donación debía haber sido modesta.
El mantenimiento de una propiedad extensa no hubiera tenido sentido, si no
se contaba con mano de obra suficiente.
Gracias a la moderna investigación
sobre las primeras fundaciones en Inglaterra, este
país nos da los ejemplos más concretos. De este modo, Garendon, en el
Leicestershire, una de las primeras fundaciones
(1133), recibió unas 310 hectáreas, que era con toda probabilidad el máximo
que los monjes podían cultivar. Pero Swineshead, en
el Lincolnshire, comenzó su existencia, en 1135,
con sólo unas 110 hectáreas, mientras Thame en
Oxfordshire experimentó grandes dificultades,
porque, en 1140, los fundadores tuvieron que contentarse con 70 hectáreas.
La mala calidad de la tierra fue
otra causa de grandes penurias. Los terrenos donados a la abadía de Sawley
(Yorkshire) por Guillermo
de Percy en 1147 eran tan pobres, que los monjes se encontraron «reducidos a
extrema indigencia por la insana temperatura del aire, que no permitía que
los cultivos llegaran a sazón». Ya estaban decididos a abandonar la
fundación, cuando la Condesa de Warwick,
hija del donante, acudió en su ayuda dándoles tierras
mejores. En forma similar, los monjes de Fountains,
que habían fundado un establecimiento en
Haverholme (Lincolnshire),
en 1137, no pudieron sobrevivir en el sitio original, y
se vieron obligados a
transladarse a Louth Park,
donado por el compasivo obispo Alejandro de
Lincoln.
En muchos casos, debido a una gran
variedad de motivos, la baja calidad de la tierra donada originariamente
hizo fracasar los denodados esfuerzos de los hermanos. Solamente en
Inglaterra, por lo menos veintinueve establecimientos, la tercera parte del
total de fundaciones, se vieron obligados a mudarse del emplazamiento
original en busca de condiciones más favorables. Algunas abadías, como
Aberconway, en Gales, fueron reimplantadas dos veces antes de encontrar un
medio ambiente satisfactorio. De acuerdo con todas las indicaciones, la
proporción de abadías que se transladaron de un «desierto» aborrecible a un
lugar más acogedor fue casi la misma en Alemania, Francia y España. La
reimplantación de monasterios respondía, por lo demás, a otras causas que no
eran económicas; falta de agua, vecinos molestos, presión política, o
peligro crónico de guerra; pero tales consideraciones fueron válidas sólo
para una minoría de casas.
Las circunstancias que rodeaban el
otorgamiento de los predios originales de las abadías son con frecuencia
oscuros. Por eso, la narración de un caso excepcionalmente bien documentado,
el de Meaux, puede servir como ejemplo ilustrativo.
Hacia fines de la década de 1140,
la construcción del claustro de Vaudey era dirigido por
Adam, monje de
Fountains que ya había
demostrado su capacidad en Kirkstead y Woburn. Mientras trabajaba en Vaudey,
este monje de aguda inteligencia se granjeó la confianza del tacaño noble de
York, Guillermo «le Gros»,
conde de Aumale. Adam
se dio cuenta pronto de que la conciencia del conde
estaba muy turbada, porque en su juventud había hecho un voto de realizar
una peregrinación a Jerusalén, «pero ya no era capaz de cumplirlo, debido a
sus años y corpulencia». El monje sacó el mejor partido de la situación,
asegurándole que, si hacía una donación generosa para la fundación de una
nueva abadía, él, Adam,
obtendría la dispensa papal de su voto. El conde aceptó. Mientras tanto
Adam, gracias a los
buenos servicios de san Bernardo, obtenía la dispensa del papa Eugenio
III. El conde, muy
aliviado, en un extraño arranque de generosidad, autorizó a
Adam para que eligiera el lugar
más conveniente para la nueva abadía.
Adam eligió
el lugar llamado Melsa (Meaux), en Holderness, cerca de
Beverly, en el
Yorkshire. Según las palabras
del cronista de la futura abadía, era «un lugar sombreado por bosquecillos y
huertas, bien irrigado y rodeado de pequeños lagos, de tierra
fértil, rica en todo tipo de
frutos». En el lugar donde ahora se yergue la iglesia
abacial había una pequeña colina
que llevaba el nombre de la Santísima Virgen. El ya mencionado
Adam subió a la colina,
introdujo en el suelo con fuerza el palo que sostenía en la mano y dijo:
«sea este lugar llamado la corte del Rey Eterno, un viñedo celestial, puerta
de vida; aquí deberá establecerse el rebaño de los adoradores de Cristo».
Tan pronto como el Conde tuvo
conocimiento de la elección del monje quedó profundamente turbado, pues
había adquirido ese lote de unas 160 hectáreas apenas unos días antes,
ofreciendo el doble de territorio a su dueño anterior; deseaba convertirlo
en un coto de caza, y ya habían comenzado las obras para tal fin. Arguyó al
monje, y le pidió que eligiera un lugar parecido en cualquier otro lado,
pero Adam no cedió ni un
ápice, y por último, consciente del pacto anterior, el conde transigió.
La historia nos demuestra que la
piedad del donante, aun cuando era genuina, no estaba siempre acompañada de
generosidad, y sólo por excepción se otorgaba tierra realmente de valor. Por
otro lado, los monjes preferían establecerse en una parcela de buena
calidad, que luchar a brazo partido para repoblar bosques y pantanos.
Como los
cistercienses estaban determinados a quedar
al margen de los
compromisos feudales o solariegos, la inmensa mayoría de donaciones eran
otorgadas como donaciones libres, no gravadas por impuestos u obligaciones
monetarias o militares. Sin embargo, es igualmente
obvio, que, a despecho de tales resoluciones, muchos donantes esperaban
compensaciones de uno u otro tipo, que iban más lejos de la acostumbrada
petición de oraciones.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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