Economia
Donaciones compensadas
El entierro
en la iglesia abacial y
las misas de aniversario eran, con frecuencia, cosas inherentes a las
donaciones; pero también había obligaciones de otra naturaleza, igualmente
comunes, que no son mencionadas en los documentos de fundación. No era una
excepción ceder tierras gravadas con obligaciones militares, ni cada
incidente puede deberse a descuido. Una encuesta llevada a cabo en
Inglaterra en 1166, demostró que un cierto número de abadías
cistercienses pagaban un
impuesto a cambio de las exenciones al servicio militar. Por lo tanto, es
muy posible que el donante, a la vez que era
encomiable por su generosidad, transfería
a los monjes
una ingrata obligación.
Existieron
casos de cesión de
tierras para
la fundación de una
abadía, sin contar
con ninguna indicación sobre si
la hacienda tenía sus
títulos en regla. Para
evitar tales complicaciones, los monjes
insistían en que la
cédula fuera atestiguada
y firmada por un cierto
número de personas,
incluyendo algunos familiares
del cedente.
Aun así no
siempre se
pudieron evitar
litigios sobre
la validez de
las donaciones. Por
ejemplo, en 1147,
el fundador de Bildlesden,
Arnoldo de
Bosco, mayordomo del conde de
Leicester, otorgó
conscientemente a los monjes tierra
sobre la cual
no tenía
título legal, para salvarse
de los
inconvenientes de un litigio.
Finalmente, los
cistercienses tuvieron
que satisfacer económicamente al
rival que reclamaba,
y adquirir una cédula de
confirmación por diez
marcos.
En todos
los casos,
el aumento de
la reputación del benefactor y
su esperanza por
el apoyo moral de
la Orden, popular e
influyente, eran una
compensación sutil,
pero muy real. Estas
consideraciones constituían por
sí mismas grandes
incentivos en un tiempo
de anarquía feudal,
cuando muchos poderosos
nobles trataban de
eximirse de
la autoridad real, a
la vez que
mantenían relaciones amistosas
con la Iglesia.
Tales condiciones
imperaron en Inglaterra entre
la muerte de Enrique 1
(1135) y la ascensión al
poder de Enrique II (1154), durante el
débil y muy
discutido reinado de Esteban.
El poder de la monarquía
francesa apenas se
extendía más allá
de los límites
de la
Ille-de-France, y se redujo aún
más con el casamiento
de Leonor de Aquitania con
Enrique II (1152), futuro
rey de Inglaterra,
quien se
convirtió de este modo
en soberano de
la mitad de
Francia. A Enrique V de
Alemania (1125)
sucedieron el débil
Lotario y Conrado III; durante
dichos reinados
la mayor parte
del país se
vio sumergida en una guerra
civil entre las familias rivales
por el
poder, los Güelfos y
los Hohenstaufen y sus
partidarios, terminando,
al menos por
un tiempo, con la elección de
Federico Barbarroja
en 1152.
Debemos señalar en
este punto
que había
existido dentro del imperio
una antigua tradición
apoyando el derecho del fundador
al «patronato» sobre una iglesia o abadía
(Eigenkirche o Eigenkloster), lo que aseguraba
al donante una influencia sobre muchos aspectos
de la institución en cuestión. Aunque los
cistercienses alemanes reclamaron
desde el comienzo su exención de dicha obligación de aceptar
un «patrono» (Vogtzwang), los fundadores
trataron en muchos casos de extender su autoridad sobre las abadías,
especialmente en materia judicial. Por consiguiente, la fundación de casas
podía también aumentar en Alemania el poder del noble
patrón, sin contar con su reputación moral. La declaración de Federico
Barbarroja, poco después de su ascensión al trono, proclamándose «patrón» de
todas las abadías cistercienses dentro de su
Imperio, indicaba a las claras que era muy consciente
de las implicaciones políticas de tal «patronato» e intentaba privar de
tales poderes a sus potenciales oponentes, reclamándolos para sí mismo.
Es muy notable que el crecimiento
más rápido de la Orden en Francia, Inglaterra y Alemania coincidiera con
desórdenes feudales, mientras la talla de san Bernardo descollaba en toda
Europa como fuente indiscutida de autoridad. Apadrinar abadías
cistercienses llegó a ser
símbolo de «status», un símbolo de riqueza y poder independiente, dispuestos
a desafiar la autoridad real. El hecho de que un retorno casi simultáneo a
monarquías fuertes en Inglaterra y Alemania terminara con la era de
precipitada expansión cisterciense
en esas comarcas, es otra indicación de la íntima
correlación entre las condiciones políticas y el apoyo a la Orden. La muy
citada resolución del Capítulo General cisterciense
de 1152 de no proseguir con nuevas fundaciones,
podría haber sido, entre otras consideraciones, la voz de la prudencia,
tratando de calmar la envidia de los gobernantes y liberar a la Orden de
compromisos políticos. Por supuesto, el esfuerzo sólo alcanzó un éxito
parcial. Enrique II se irritó sobremanera por el apoyo
cisterciense a Tomás Becket, y
Barbarroja estaba resentido contra los cistercienses
por su rechazo a los
antipapas y su inquebrantable fidelidad a
Alejandro III. En los
países bajo amenaza de crueles represalias, los
cistercienses sufrieron fuertes presiones para
que acataran la autoridad real.
De esta forma, concluyó en Europa
occidental el auge de las fundaciones cistercienses
apadrinadas por poderosas familias nobles, que,
cediendo tierras de reducido valor agrícola, cosechaban el prestigio de ser
generosos bienhechores de los Monjes Blancos, entonces en la cima de su
popularidad.
Hacia mediados del siglo XII, la
mayoría de las abadías ya establecidas continuaban aumentando el número de
sus miembros y, por consiguiente, tenían necesidad de un aflujo proporcional
económico. El número de donaciones siguió siendo realmente notable durante
el primer tercio del siglo XIII, pero cambió notablemente la naturaleza de
los regalos. La mayoría de los donantes ya no era gente de grandes recursos,
y su generosidad quedaba limitada por sus medios modestos. Frases en cédulas
de data más reciente referida a «dádivas libres» son un simple camuflage de
compensaciones substanciales, pero los monjes no podían permitirse el lujo
de hacer ascos y las necesidades económicas los obligaban a aceptar tierras
o cualquier otra fuente de ingresos, si el ofrecimiento parecía ser
ventajoso por el momento. Los cartularios monásticos están llenos de ese
tipo de donaciones, pero aquí serán suficientes unos pocos ejemplos.
La abadía danesa de Esrom había
construido la mayor parte de su planta antes de concluir el siglo XII. Una
expansión posterior era difícil, porque los
alrededores estaban muy poblados, y las vocaciones de conversos habían
disminuido. Éste es un ejemplo típico de la forma como las abadías
cistercienses afrontaban circunstancias
similares. Fue solucionado por medio de un complicado
arreglo llevado a cabo entre Esrom y uno de los vecinos de
la misma, un tal Niels Grevesun. Éste necesitaba dinero para unirse a las
cruzadas, algún tiempo después de 1211.
En lugar de pedirlo prestado, transfirió a los monjes algunas parcelas de su
propiedad por veinte marcos de oro. El caballero sólo
tomó consigo nueve marcos, usando el resto para dejar provisiones a su
esposa y para obras de caridad. Sin embargo, la transacción no era una
venta, porque estaba estipulado que los monjes únicamente disfrutarían del
usufructo durante la ausencia del noble, quien, a su vuelta, podría rescatar
su propiedad, devolviendo el dinero. Los monjes tendrían derecho a la plena
propiedad legal de la tierra, solamente en el caso de que muriera en el
extranjero. El caballero jamás volvió, por lo cual el rey Valdemar III
confirmó a los monjes en la pacífica posesión de
la tierra en disputa. Pero esto no descorazonó a los herederos de Grevesun,
y motivó un largo pleito, que duró por lo menos hasta
1249, en que terminó dando la razón a las reclamaciones de Esrom. A mediados
del siglo XIII, la tierra se hizo cada vez más escasa en Dinamarca, razón
por la cual incidentes similares parecen indicar que lo que los padres
otorgaban a los monjes, los hijos con frecuencia trataban de recuperarlo
para sí. Debe haber habido algo de verdad en la frase de una cédula
promulgada a favor de Esrom por el duque Abel de Jutlandia en 1249, hablando
«de los hombres malvados que estaban al acecho, atacando y dañando a los
monjes inocentes».
La casa inglesa de Vaudey
experimentó graves dificultades económicas desde el comienzo, y se salvó
gracias a una serie de pequeñas donaciones, como la de Gaufredo de
Brachecourt, un caballero al servicio del conde de
Lincoln. En recompensa por el donativo, los
monjes debían suministrarle a él, a su esposa y dos servidores, víveres y
ropa de por vida: el caballero y su esposa recibirían el alimento de los
monjes, mientras los dos servidores compartirían la mesa de los criados de
la abadía.
En 1169, un tal
Raimundo de
Lisle estaba listo para partir
en una peregrinación a ultramar, y antes de su salida, donó a los monjes de
la abadía francesa de Gimont (Gers)
cierta extensión de tierra pobre e inculta, junto con
una iglesia y todas sus rentas. Pero, de acuerdo con
la misma cédula, el Abad Bernardo pagó a Raimundo
200 solidi
en compensación por su «regalo», 160
solidi por los gastos de
viaje, y una mula valorada en 80 solidi.
Alrededor del año 1200, la abadía
de Margam, en Gales, recibió la propiedad de un tal Gaufredo Sturmi, con lo
cual los monjes saldaron sus deudas, hicieron regalos a cada uno de sus
hijos, y prometieron aceptarlo en la enfermería cuando estuviera viejo e
imposibilitado.
Meaux, bajo su segundo abad,
Felipe (1169-1182), llegó a un acuerdo con Guillermo
Fossad, cuyo padre ya había sido benefactor de
los monjes, por el cual, a cambio de una donación de cuatro carrucates y
medio de tierra (casi 250 hectáreas), la abadía se hacía cargo de la deuda
que éste tenía con un prestamista judío, Aaron
de Lincoln, y que ascendía a 1260 marcos. Tanto la
donación como la deuda eran considerables, y la transacción tuvo serias
consecuencias, pero tales experiencias no escarmentaron a los
monjes y la crónica de Meaux relata un cierto número de
hechos semejantes a todo lo largo del siglo XIII.
La casa catalana de Poblet siguió
la política de aceptar en gran escala tierra hipotecada. Por este medio, un
deudor podía escapar del juicio y era recibido con
frecuencia dentro de la abadía como donado,
esto es, alguien protegido y cuidado por los monjes. En
un cierto número de casos, los novicios entraban en Poblet legando sus
propiedades hipotecadas a la abadía y, después de esta transacción, el
prestamista prácticamente no recibía nada, porque un
privilegio real protegía a los monjes contra tales reclamaciones.
La poco neta delimitación entre
donaciones y admisión como monje de coro o hermano lego fue muy evidente en
el suroeste de Francia. El cartulario de la ya mencionada Gimont abunda en
arreglos, mediante los cuales se garantizaba o prometía la admisión de un
campesino libre, donante de una parcela reducida de tierra, cuando éste
quisiera unirse a los monjes. La abadía vecina de Berdoues desarrolló una
política similar. En 1161, un tal Vital donó una parcela de su propiedad a
los monjes, al mismo tiempo que su hijo, Pedro
Arnaldo fue rápidamente admitido como novicio.
La hermana de Vital, Marta,, donó también a los monjes la parte que le
correspondía en los bienes, estipulando que su hijo debía ser admitido como
hermano lego.
Hacia el mismo tiempo, una persona llamada Guichard
Morel donó todo lo que tenía a la comunidad al
entrar en el noviciado de La Ferté. Pero la tierra fue inmediatamente
transferida a uno de sus parientes más cercanos, a cambio de una renta anual
de 20 sueldos.
Los beneficios sociales de tales
arreglos se detallarán en un capítulo futuro, pero es dudoso que una
admisión de tipo contractual sirviera al interés auténtico
de una comunidad religiosa de alto nivel espiritual. Es muy
posible que el del siglo XIII estuviera agravado
por la presencia de demasiados individuos sin auténtica vocación monástica.
De la misma forma, la gran cantidad de documentos similares nos
autoriza a suponer que las abadías cistercienses
de ciertas regiones fueron fundadas demasiado cerca de
aldeas de labriegos libres. Por lo tanto la expansión territorial de esas
abadías no era posible, sino mediante la absorción de una cierta cantidad de
pequeñas parcelas obtenidas por negociaciones amistosas con los «donantes»:
la abadía recibía la tierra, pero asumía la obligación de velar por el
donante y su familia, ya sea admitiéndolos en la comunidad monástica, o
dándoles una renta vitalicia.
El pago de pensiones vitalicias a
un cierto número de humildes donantes, tales como viudas, beguinas, clérigos
ancianos o personas viejas y enfermas llegó a constituir una gravosa carga
para la comunidad de Villers. No hay ninguna duda de que, durante todo el
siglo XIII, la abadía trabajó casi como lo haría en la actualidad una
compañía de seguros. Hacia 1272, el número de personas que recibían
pensiones de la misma como compensación a donaciones previas se elevaba a
doscientas noventa y siete, mientras que el valor total de lo que se pagaba
anualmente alcanzaba a mil cuatrocientos cuatro toneles de granos. Por la
misma época, la abadía suiza de Hauterive, mucho más pequeña, pagaba
anualidades a veinte benefactores y estaba obligada a rezar cincuenta misas
solemnes de aniversario por donantes fallecidos.
Un proceso gradual, pero que ya
estaba bien desarrollado en la segunda mitad del siglo XII, condujo al
cambio de naturaleza de las donaciones. Comenzaron como regalos
completamente libres de carga y evolucionaron hacia donaciones con mayor o
menor garantía de compensación. Las estadísticas de algunas abadías inglesas
indican que, entre 1150 y 1200, casi la mitad de todas las donaciones
involucraban compensaciones monetarias, que, al acumularse en grandes sumas,
llegaron a constituir un pasivo peligroso. En vísperas de la Disolución,
Kirkstall debía cincuenta y una anualidades, unas cincuenta y ocho libras,
que significaban un sexto de los ingresos totales de los monjes. Hacia el
mismo tiempo, Whitby
pagaba cuarenta y siete rentas vitalicias, totalizando ciento una libras,
cerca de la cuarta parte de las rentas. Meaux estaba obligada a gastar
cifras similares, un total de veinticinco libras en favor de veintiuna
personas que recibían pensiones periódicas. Mientras que, entre 1164 y 1201,
sólo tuvieron lugar en Claraval trece compras o
adquisiciones,
compensadas entre 1202 y 1241, el
cartulario de la abadía
registraba doscientas dieciséis transacciones de esta
índole.
La compra
lisa y llana de terreno
era bastante rara en el siglo
XII, pero su proporción aumentó
a medida que disminuían
las donaciones. Hauterive
registró cincuenta adquisiciones
de este tipo durante el siglo
XIII.
La justificación
más común
era la unificación
de propiedades
dispersas, que podrían lograrse
también con el simple cambio de
tierras, entre
la abadía y sus
vecinos. Sin embargo,
las escrituras
tienden a
disfrazar el acto de
la compra, porque una
«donación» fingida era
mucho más
ventajosa para ambas partes:
el subterfugio de
un «regalo»
protegía a
los monjes contra
el cargo de
codicia, y
transformaba al vendedor
en benefactor.
La rápida
acumulación de
misas de
fundación, lo mismo que
muchos entierros en las iglesias
abaciales se explican en gran
parte por las donaciones hechas
en el lecho de muerte,
aunque esas prácticas habían sido mal vistas por
los fundadores de Cister.
La recepción puramente
formal de un moribundo
dentro de la comunidad
monástica era una forma de soslayar la
desaprobación. Así, en 1170, Pedro de
Polastron, mortalmente enfermo, donó
una porción considerable
de su
finca a los monjes de
Gimont, a cambio del
privilegio de morir como
cisterciense. En el mismo
cartulario se registran
disposiciones similares, antes y
después de
esa fecha. Una
donación realizada por
el moribundo Raymundo-Arnaldo de
l’Olmede en 1196
fue una doble
trasgresión a
las reglas ya que se
le dio el hábito y se
lo sepultó como cisterciense,
por haber donado «todos
los derechos que
tenía sobre
la iglesia de San Justino».
En muchos
casos de fundaciones
posteriores, el desarrollo
particular de las posesiones
abaciales depende más de
las condiciones y circunstancias
locales que de
los primitivos
«principios» y directivas
del Capítulo General. El
Rey Juan fundó Beaulieu, cerca
de Southampton, en el estuario del pequeño río
Beaulieu, entre 1203 y 1205.
La tierra que
rodeaba la abadía era pobre e
insuficiente. Por lo
tanto, los monjes se
vieron obligados a
desarrollarse por todos
los medios y
en todas
direcciones. La expansión resultaba
especialmente difícil por el
hecho de que la
costa del
Canal de la Mancha estaba
densamente poblada y saturada de instituciones eclesiásticas, que no
recibieron precisamente a los intrusos cistercienses
con los brazos abiertos. Además de varias
iglesias, un cierto número de diezmos, rentas, derechos de molienda y de
agua, privilegios de pesca y salinas, Beaulieu adquirió la mayor parte de su
tierra cultivable a través de una serie de compras. Parte de la misma era
trabajada por hermanos conversos, otra arrendada a laicos. Entre 1205 y
1250, el Cartulario de la abadía atestigua treinta y ocho casos de compra de
tierra y alguna propiedad urbana, alcanzando un valor total que excedía las
setecientas treinta y cuatro libras. Con toda probabilidad, éste fue el
método principal por el cual Beaulieu pudo poseer, hacia fines del siglo
XIII, seis granjas, sin contar el «gran solar» de la misma abadía. Las
mejores granjas (Soberton, Ellingham) estaban a una distancia considerable;
Faringlon distaba unas sesenta millas. Mientras tanto, seguía la
construcción de la iglesia abacial.
En 1243, de acuerdo con las estimaciones del rey
Enrique III, la suma requerida para su terminación ascendía a 4000 marcos.
¿Cómo podían los monjes hacer frente a tales cargas financieras, y todavía
prosperar? ¿Con la ayuda de donaciones piadosas, que quedaron sin registrar?
¿Por medio de préstamos? El Cartulario no es explícito sobre el tema. Las
vocaciones fueron en realidad numerosas; entre 1239 y 1247, Beaulieu fundó
tres abadías filiales (Netley, Hailes y Newenham).
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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