Economia
Reforma administrativa
La equitativa distribución de
dichas cargas entre las abadías de la Orden, así como la recaudación
eficiente de contribuciones, exigían un planeamiento cuidadoso y una
administración burocrática competente. Durante todo el siglo XIII se habían
solicitado contribuciones voluntarias para los gastos del Capítulo General
y, en la práctica, se esperaba que cada casa diera una cantidad fija,
ajustada a las posibilidades de la comunidad, que debía ser recaudada por el
abad de la abadía fundadora. En 1329, los padres inmediatos debían hacer un
inventario de los bienes de cada casa a su cuidado y, sobre esta base, el
tesorero de Cister redactó al año siguiente una lista permanente de cuotas
fijas para cada casa de la Orden.
Después del nombre de cada abadía
había cuatro cifras: la primera era «moderada» la siguiente llamada
«mediocre» era algo superior, la tercera o «doble» era el doble de la
primera; la última, «excesiva», era el doble de la segunda. El Capítulo
General debía decidir cual de las cuatro sumas sería recaudada en el año
fiscal siguiente. El total esperado de las contribuciones moderadas ascendía
a 9.000 livres tournois;
de las mediocres 12.000 libras, de las dobles 18.000
libras, y de las excesivas 24.000 libras. También se esperaban contar con
donaciones voluntarias de los conventos de monjas, aunque después de 1338
todas estas contribuciones fueron condonadas. La mayoría de las abadías
pagaban sus tasas al Capítulo General, otras preferían abonarlas a
recaudadores viajeros, que depositaban el fruto de sus esfuerzos en oficinas
centrales ubicadas en París, Aviñón y Metz.
La recaudación de contribuciones
fuera de Francia planteaba serios problemas, en parte debido a los peligros
constantes y la devastación causada por la Guerra de los Cien Años, en parte
porque los abades extranjeros sospechaban que, en la práctica, sus
contribuciones podían desaparecer en las arcas sin fondo de la corte papal
de Aviñón, o en las del Rey de Francia. Sólo cerca de la mitad del total de
casas cistercienses
abonaban sus contribuciones con regularidad; en 1342, por ejemplo, estaba
asentado que trescientos cincuenta y seis de los setecientos monasterios
habían cumplido sus obligaciones. De hecho, únicamente en el año fiscal de
1345-1346, la recaudación cubrió la cifra requerida por Cister, y en todas
las ocasiones el balance debía equilibrarse con préstamos. Era muy natural,
que las abadías inglesas no pudieran mandar dinero a la casa madre de la
Orden, en pleno territorio enemigo, pero también tenía que descontarse las
de Escocia e Irlanda, mientras que los pagos de las abadías escandinavas
eran totalmente impredecibles. Referente a Inglaterra, el Estatuto de
Carlisle de 1307 prohibía
terminantemente el pago de cualquier contribución en
beneficio de superiores o casas-madres
extranjeras, y esta ley
fue rígidamente observada.
La otra
causa de los déficits
crónicos fue el rápido
aumento de los gastos.
Los costos para celebrar
los Capítulos
Generales durante todo
el siglo XIV
oscilaban en unas 1.000 livres
tournois en cada
ocasión. Las exigencias fiscales del
Papado de Aviñón aumentaban
constantemente, y los
grandes embarques de
vino, Ródano abajo,
representaban sólo una
fracción de lo
que se esperaba
que Cister aportara. Los regalos y
las pensiones regulares a
los cardenales, derechos legales
y sobornos manifiestos
para obtener
favores drenaban
constantemente los
recursos cistercienses. La
pensión anual abonada al
cardenal cisterciense Gillermo Curti,
el «protector» de
la Orden, significaba por
sí sola 3.000 libras.
La construcción y
el mantenimiento del Colegio de
san Bernardo
en París también exigía ingentes
sumas.
Después de
1347, la contabilidad de
Cister se hizo
desordenada y, de esta fecha en adelante, sólo
pudo ser recaudada
una fracción
de los impuestos fijados.
El Gran
Cisma de Occidente
(1378-1414) produjo un
colapso total del
elaborado sistema de contribuciones
y, en
1390, las deudas de
Cister ascendían a 25.000
florines florentinos. La
bancarrota financiera de
la casa-madre
prosiguió sin solución durante
todo el siglo XV.
En 1476,
adeudaba todavía 25.448
florines de oro,
en una época
en que
el sistema comendatario
ya había reducido a
muchas comunidades de
Francia e
Italia a
la mayor penuria. El ambicioso
abad Juan de Cirey
(1476-1501) tuvo la
equivocada impresión de
que todavía era
posible revertir el proceso y
reconquistar las abadías
que habían caído
en manos de comendatarios, por
medio de bulas
papales. La delegación que
con tal propósito
envió a Roma
en 1479
gastó 6.500 ducados de oro a
cambio de garantías sin
valor que no se materializaron jamás. La
confirmación de los
privilegios cistercienses
en 1489
costó a
la Orden otros 6.000 ducados,
sin obtener nada a
cambio.
Los
contemporáneos atribuían con frecuencia la angustia
económica de la Orden a
la dirección manirrota y
a la inepta
administración de sus
bienes. En el Concilio de Viena
(1311-1312) la jerarquía
francesa exigió vivamente
la reforma de
las órdenes monásticas,
la abolición de su exención y la vuelta a su prosperidad bajo supervisión
episcopal. El papa Juan XXII (1316-1334)
reiteró los mismos cargos de mala administración, no
pudiendo creer que una Orden tan grande como la
cisterciense fuera incapaz de cumplir sus
obligaciones financieras. En ambas ocasiones, un erudito
cisterciense, ampliamente
respetado, Jacques de
Thérines, abad de Chilis
defendió el principio de exención y atribuyó la pobreza de la Orden a las
exorbitantes extorsiones, crueles devastaciones, producidas por las guerras
y a los usureros sin escrúpulos.
Tal fue el trasfondo de la
constitución apostólica Fulgens sicut stella,
promulgada en 1335
por el papa cisterciense
Benedicto XII, que apuntaba a una reorganización básica
de la administración fiscal de la Orden. De acuerdo con ella, cada abad
debía jurar no enajenar la propiedad del monasterio sin consultar
debidamente a sus monjes, y con el permiso formal del Capítulo General. Las
transacciones que involucraran granjas enteras, aldeas, o grandes porciones
de propiedades monásticas necesitaban autorización de la Santa Sede. Las
entradas en efectivo de cada abadía debían ser guardadas en una caja fuerte
con cuatro llaves diferentes distribuidas entre el abad, el prior, el
tesorero y un señor de la comunidad, de tal modo que la caja sólo pudiera
abrirse en presencia de los cuatro. Los contratos para arrendar tierras del
monasterio debían estipular cinco años como máximo, y aun así necesitaban la
aprobación del Capítulo General o la Santa Sede, según el tamaño de la
propiedad en cuestión. La facultad de los abades para obtener dinero
prestado se limitaba a 100 libras; sumas mayores requerían el consentimiento
formal de la comunidad. Ningún acto legal realizado únicamente por el abad
tenía validez sin el sello del convento. Se debía tomar un juramento de
cumplir sus tareas fielmente a todos los administradores de bienes
monásticos, en especial al cillerero y al tesorero. El tesorero debía tener
un ayudante y los dos oficiales estaban obligados a presentar al abad un
detalle completo del estado financiero de la abadía cuatro veces al año. El
abad, a su vez, debía preparar el informe financiero anual para presentarlo
a la inspección de los señores
de la comunidad.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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