Historia institucional cisterciense
Reformas monásticas del siglo XI
El año mil puede ser considerado con
toda justicia como un punto clave para la historia de la Europa cristiana,
por razones de mayor importancia que el simple hecho de poner fin a diez
centurias.
El llamado Renacimiento Carolingio
había fracasado como primer intento para establecer la paz, la prosperidad y
el orden sobre las Runas del Imperio Romano. El orgulloso imperio de
Carlomagno se derrumbó a causa de la enemistad entre sus nietos, y las
llamas vacilantes de la piedad y la erudición monásticas fueron extinguidas
por una nueva oleada de invasiones bárbaras. Los vikingos atacaron por el
norte, los sarracenos por el sur, los húngaros por el este, y al final del
siglo IX el problema ya no era la preservación de la civilización cristiana,
sino la supervivencia del mismo cristianismo.
Nuevamente los bárbaros cabalgaban o
navegaban a voluntad a través del continente: Roma y París llegaron a ser
tan inseguras como Burdeos, Marsella o Nápoles. Ruinas humeantes de otrora
importantes abadías, marcaban pequeños puntos sobre la campiña devastada,
mientras que el papado se hundía basta llegar al nivel de una institución
degradada, de significación estrictamente local.
Sin embargo, bacía la mitad del siglo X
comenzaron a multiplicarse los signos de esperanza. Cedió la furia de las
invasiones bárbaras cuando los vikingos y los húngaros se afincaron en sus
tierras recién conquistadas, abrazaron el cristianismo y se convirtieron en
elementos constructivos con un lento proceso de recuperación. El sajón Oton
I impuso cierto orden en las tierras de los germanos, renovó el Imperio y
rescató al papado de las garras de poderosas familias romanas, perpetuamente
enemistadas entre sí, mientras que la expansión rápida de Cluny restauraba
en Europa occidental la confianza y el respeto por el monacato.
Hacia el final de la centuria se había
logrado un cierto grado, elemental, de orden y seguridad frente a la
invasión. Este logro, por modesto que parezca, sirvió de base para la
espectacular explosión de energía creadora que dio origen a la nueva
civilización del alto Medioevo. En el siglo XI, las instituciones del
feudalismo alcanzaron su pleno desarrollo. La misma era fue testigo de la
aparición de ciudades medievales y de una reactivación notable del comercio
y la industria. Las nuevas escuelas catedralicias y municipales eclipsaron a
los primitivos centros monásticos de enseñanza y prepararon el camino para
las universidades. Los laicos aprovecharon ventajosamente las nuevas
oportunidades, y burócratas prepararos oficialmente comenzaron a reemplazar
a obispos y abades en las posiciones administrativas del gobierno. Los
artistas, estudiosos y poetas ya no fueron en adelante humildes admiradores
e imitadores de la antigüedad clásica.
La arquitectura románica exhibía una
asombrosa originalidad en los detalles de ingeniería y decoración. San
Anselmo, Arzobispo de Canterbury, puede ser considerado con justicia el
padre de la Escolástica, y su contemporáneo, el Duque Guillermo IX de
Aquitania, un pionero de la poesía cortesana o trovadoresca. En Lombardía se
reanudó el estudio del Derecho Romano, que a su vez inspiró al Derecho
Canónico. Pero no hay una ilustración mas dramática, ni prueba mas
concluyente, del vigor enorme y de la auto confianza de esta Europa, que el
afortunado contraataque contra los infieles: la heroica Reconquista de
España y la Primera Cruzada, que llevó a los caballeros franceses a miles de
kilómetros de distancia para recuperar Jerusalén.
Con todo, la razón por la cual los
historiadores modernos consideran indudablemente el siglo XI una era de
revolución, comparable por su impacto, con la Reforma o la Revolución
Francesa, es el cambio repentino, conocido comúnmente como reforma
Gregoriana, que tuvo lugar en el campo de las relaciones Iglesia estado. En
realidad, «reforma» no es el término mas apropiado. Fue una violenta
exigencia en pro de un cambio drástico, y no un simple esfuerzo para
eliminar abusos y volver a un cierto modelo primitivo de vida eclesial. En
realidad, se entabló una lucha ideológica tendente a adaptar antiguas
tradiciones y establecer un nuevo orden en el mundo mas acorde con las
circunstancias que habían cambiado.
Después del breve experimento
carolingio, se había logrado un equilibrio aparentemente duradero en las
relaciones Iglesia-Estado en los Imperios Otonianos y la primera época del
Salico. Balance caracterizado por una interpretación de ecclesia y
mundus.
El emperador no era simplemente un
gobernante secular, sino rex et sacerdos, con la doble obligación de
proteger y propagar la Iglesia, con amplia autoridad sobre funciones y
nombramientos eclesiásticos. En forma similar, la jerarquía estaba
completamente integrada en la naciente sociedad feudal y unía a la
administración de los sacramentos, una variedad de tareas gubernamentales,
judiciales y aun militares.
Las autoridades papal e imperial se
superponían en extensas áreas, y la tutoría moderada del emperador sobre el
papado no solamente era aceptada, sino también frecuentemente esperada.
Este estado de cosas se hizo mas
visible que nunca bajo Enrique III (1039-1056), un asceta piadoso y austero,
un monje bajo apariencias mundanas. En el Sínodo de Sutri (1046), Enrique
puso fin a un cisma escandaloso. Destituyó a tres competidores para el trono
papal (Benedicto IX, Silvestre III y Gregorio VI) y manejó los hilos para
las elecciones sucesivas de tres papas, el tercero su propio tío, León IX
(1049-1054), primer reformador «gregoriano».
Subitamente, en 1059, se produjo un
cambio brusco de actitud, con el famoso decreto de elección papal y con la
publicación del no menos sensacional Tres libros contra los simoníacos,
del Cardenal Humberto de Silva Candida. Bajo la consigna de «libertad
para la Iglesia», comenzó la lucha contra la influencia secular en la
administración eclesiástica y la interferencia clerical en los asuntos
seculares. La primera puede ser simplificada convenientemente como el
«Conflicto de Investiduras», la segunda como diversas medidas contra la
compraventa de cargos eclesiásticos (simonía) y el matrimonio clerical
(nicolaísmo).
Ambos aspectos de la lucha alcanzaron
su punto mas dramático bajo el pontificado de Gregorio VII (1073-1085), cuyo
objetivo incluía evidentemente la reorganización total de la sociedad
cristiana, apuntando hacia una separación institucional de Iglesia y Estado.
Esto implicaba el propósito de despojar al emperador de sus poderes cuasi
sacerdotales, formar un clero moralmente purificado, rigurosamente apartado
de los conflictos mundanos, asegurar al Papa jurisdicción externa y efectiva
sobre toda la Iglesia, y garantizarle un papel decisivo en caso de
conflictos seculares y eclesiásticos.
Este programa revolucionario no pudo
ser puesto en practica en su totalidad, ni por Gregorio, ni por sus
sucesores, pero durante cincuenta alíos de debate constante, cada faceta de
la vida cristiana, incluyendo el monacato, fue reexaminada críticamente. La
renovación monástica del siglo XI sólo puede ser comprendida correctamente,
por tanto, como parte integrante de la Reforma Gregoriana. La renovación se
hizo inevitable, no desde luego por razón del declinar moral o la relajación
de la disciplina, sino porque los monjas se vieron forzados a encontrar un
nuevo lugar en una sociedad cambiante.
Los sucesos se parecían a la magia
óptica de los antiguos calidoscopios. Cuando el observador mueve el tubo,
todas las partículas están obligadas a moverse, adoptando a cada instante un
urodelo distinto de colores, y un perfecto equilibrio y armonía. Siguen un
camino erróneo los que tratan de justificar cualquier reforma monástica
significativa acumulando abusos y delitos.
Por desgracia, las flaquezas humanas
han sido siempre evidentes, aun en los monasterios mas perfectos. Mas el
siglo XI no mostró ningún signo visible de «decadencia» monástico. Por el
contrario, durante el abadiato de Hugo el Grande (1049-1109), alcanzó su
apogeo el imperio de Cluny, con sus innumerables filiaciones, directas e
indirectas. La ola de críticas dirigida contra el monacato benedictino en el
siglo XI, puede ser explicada en gran parte por el hecho de que Cluny y sus
filiaciones fueron lentas en darse cuenta de los cambios ocurridos a su
alrededor y mas lentas aún en adaptarse a las nuevas condiciones.
En realidad, contrariamente a la
opinión expresada con insistencia, la espiritualidad cluniacense no tuvo un
papel directo en la génesis de la Reforma Gregoriana. El Abad Hugo no fue un
defensor entusiasta de las ideas extremas de Gregorio, y en lugar de
apoyarlas, trató de mediar entre el papa y Enrique IV. El influjo de este
gran abad en el resultado de la famosa confrontación de Canosa ha sido
atentamente estudiado.
La critica de las formas tradicionales
de monaquismo proviene de diversas fuentes, pero con mayor frecuencia de los
propios monjes.
El mejor conocido, y seguramente el mas
influyente, de los críticos fue san Pedro Damiano, quien a despecho de su
encumbrada posición en la Curia, se refería a sí mismo corno a un «monje
pecador» (peccator monachus). Acusaba a muchos abades de su
época de ostentación mundana: pasaban mas tiempo en las cortes reales que en
sus monasterios, estaban mas versados en política que en materias
pertinentes a su condición abacial; estaban constantemente envueltos en
litigios sobre propiedades y rentas. No sentía admiración por los grandes
constructores que embellecían sus iglesias y agrandaban sus abadías, ni
podía resistir a la tentación de relatar una misión del famoso Abad Ricardo
de Saint-Vanne en el infierno, condenado a levantar andamios a perpetuidad
en castigo a su gusto extravagante por la arquitectura refinada. El Cardenal
Pedro no apreciaba el esplendor litúrgico y criticaba «el sonido innecesario
de las campanas, el canto prolongado de los himnos y el uso conspicuo de
adornos». En su visita memorable a Cluny, en 1063, observó que los distintos
oficios litúrgicos eran tan prolongados que, en la rutina diaria, había
apenas media hora para que los monjes conversaran entre sí. Deploraba al
mismo tiempo la falta de penitencia y mortificación, particularmente en
comida y bebida.
Otras críticas del monacato, cuyo
número podría multiplicarse a voluntad, fueron lanzadas contra los laicos y
los niños que por varias razones vivían entre los monjes y otros forasteros;
contra monasterios construidos tan cerca de las ciudades que hacían peligrar
su soledad, contra los viajes innecesarios y la vagancia de los monjes…
Señalaban que el status clerical
de muchos monjes servia simplemente corno un pretexto para el abandono del
trabajo manual, y que asumir tareas pastorales conducía a una competencia
inoportuna con el clero secular. De hecho – proseguían los críticos – muchos
abades usurpaban la autoridad episcopal y ávidamente adquirían iglesias y
variedad de beneficios distintos, cuya posesión era impropia de monjes.
El descontento del clero secular con la
conducta monástica se hizo evidente en numerosos sínodos provinciales que
tuvieron lugar en Francia a través de todo el siglo XI. En 1031, el Sínodo
de Bourges destacó las virtudes de obediencia y estabilidad y amenazó con la
excomunión a los monjes vagabundos. El Concilio de Tolosa, en 1056, atacó a
los abades que desatendían sus deberes y enfatizó sobre la virtud de la
pobreza, bastante olvidada. En 1059, como resultado de una reunión similar
efectuada en Roma, se increpó a los monjes por su vanidad de tratar de
conquistar altas posiciones y dignidades elevadas. En los sínodos
subsiguientes de Tolosa (1068) y Rouen (1074), se prescribía a los monjes
adherirse a la observancia de la Regla de san Benito sin mitigar sus
indicaciones relativas al silencio, vigilias, ayuno y vestimenta.
Parece que, a los ojos de muchos
contemporáneos, la raíz de tales abusos radicaba en el descuido por parte
del monje de su papel y lugar religiosos ocupados dentro de la Iglesia. Esta
convicción esta expresada en los escritos de Guillermo de Volpiano († 1031),
el reformador de Saint-Bénigne en Dijon, quien deploraba que no hubiera
distinción entre la conducta del clero y la del pueblo y entre los
sacerdotes y los monjes. Su sobrino, Juan de Fécamp, trató el tema en forma
todavía mas tajante, cuando siguiendo a Gregorio el Grande, insistía en que
debía existir una línea claramente divisoria entre los laicos y el clero, y
un lugar distinto también para los monjes, cuya vida debía transcurrir en
penitencia y soledad.
A despecho de sus incongruencias, debe
reconocérsele a los monjes de la época el valor de realizar visibles
esfuerzos, por auto reformarse, siguiendo las pautas sugeridas por sus
críticos. Con gran fervor se multiplicaron las nuevas fundaciones desde
Calabria hasta Bretaña, mientras prácticamente todas las abadas antiguas de
cierta reputación emprendían la ardua tarea de enmendar sus costumbres.
Las tres ideas básicas que parecen
haber guiado la renovación monástica del siglo XI fueron: pobreza,
eremitismo y vida apostólica. Estos tres conceptos se superponían y en
cierta forma se integraban en la regla de san Benito; por consiguiente, su
reaparición dio por resultado las viejas formas monacales.
Lo que las nuevas fundaciones tenían de
original era, en gran parte, la forma peculiar con que estaban combinados
estos tres elementos básicos.
La riqueza y el lujo eran los blancos
principales de los críticos contemporáneos, mientras los reformadores
recomendaban con ahínco la pobreza, como primer paso hacia una renovación
profunda. Un nuevo énfasis respecto de la pobreza surgía como reacción
espontánea a la prosperidad. Este problema se sintió tan agudamente en el
siglo XI, que los reformadores, en su búsqueda de soluciones, pasaron por
alto la Regla de san Benito, y llegaron hasta la pobreza de Cristo en la
Cruz y a la de los Apóstoles y sus discípulos. Aparentemente, el movimiento
comenzó en Italia y se difundió rápidamente por toda Europa al alborear el
siglo. A las herejías dualistas que resurgían, desdeñando las cosas
materiales y condenando bienes y posesiones, se sumaba el impacto causado
por predicadores de la pobreza, medio desnudos y fantasmagóricos, que
erraban en las monas rurales en número cada vez mayor.
No sólo los sacerdotes y monjes, sino
también los laicos quedaron fascinados con la idea de la pobreza absoluta,
como indica claramente el muy estudiado ejemplo de los Patarini, en el norte
de Italia.
Desde este punto de vista, no pueden
considerarse como extremas las enseñanzas de san Pedro Damiano, estrictas
como eran. Reemplazaba la moderación benedictina (sufficientia) con
la severidad (extremitas) y la miseria (penuria), estimulaba a
sus discípulos a ir descalzos, dormir en lechos duros y satisfacer solamente
sus necesidades mínimas en el vestir, comer y beber. Considerando que Dios
debe ser la única propiedad del monje, el manejo de dinero era algo
abiertamente pecaminoso y una violación del contrato hecho por el monje
cuando firmaba su profesión. Damiano exhortaba a sus discípulos: «Volvamos,
amados, a la inocencia de la Iglesia primitiva para aprender a renunciar a
las posesiones y disfrutar de la simplicidad de una pobreza real».
Ninguna comunidad religiosa pudo
escapar al impacto producido por esta tendencia. Los «pobres de Cristo» (pauperes
Christi), llegaron a ser referencia acostumbrada de monjes y clérigos
regulares, y fue una frase repetida con frecuencia en las cartas de Gregorio
VII.
Nada puede atestiguar mejor sobre el
poder avasallador de este ideal que el singular intento de Pascual II
(previamente monje en Vallombrosa) por lograr una solución al Conflicto de
las Investiduras. En 1111 propuso, ante el asombro de Europa, que a cambio
de la eliminación completa de cualquier tipo de interferencia secular en
cuestiones eclesiásticas, la jerarquía nombrada por el emperador debía
renunciar a las posesiones que les habían sido concedidas por la corona.
El restablecimiento de la vida
eremítica, corno aspiración y fenómeno histórico a la vez, estaba
íntimamente vinculado al nuevo concepto de la pobreza. El ermitaño no sólo
se apartaba de la sociedad, sino que vivía en renunciamiento y total
pobreza, tanto interna corno externa.
San Jerónimo señalaba que «el desierto
ama a los desprendidos» (nudos amat eremus). Los orígenes del
movimiento se remontan a los desiertos de Egipto y Siria en los primeros
siglos del cristianismo. Sobrevivió corno forma de vida religiosa
especialmente en oriente, a pesar de la creciente popularidad de la vida
cenobítica. Ademàs, parece que la continuidad de la vida eremítica no sufrió
interrupciones hasta el siglo XI, aun en Occidente.
Lo que resulta novedoso en esa época es
su enorme popularidad, su rápida difusión geográfica y su penetración en
todos los estratos de la sociedad existente. Para explicar hechos obvios se
han propuesto varias conexiones entre el movimiento y los problemas
socio-económicos del siglo XI. Pero la conexión entre ambos sigue siendo muy
ambigua, porque tales condiciones diferían enormemente de un lugar a otro,
mientras que la atracción bacía el eremitismo parece haber sido universal.
Dado que el resurgimiento de la vida
eremítica se hizo visible primero en Italia, se pensó frecuentemente que el
movimiento fue inspirado por anacoretas orientales, que se instalaron en la
península cuando el avance del Islam los forzó a abandonar su suelo natal.
Nunca se habían roto por completo los contactos religiosos entre Italia, y
el Imperio Bizantino, y unos pocos ermitaños no podrían haber importado una
novedad de tales consecuencias. Si bien fue significativa la influencia
local de ciertos anacoretas bizantinos, corno san Nilo de Calabria, tales
hechos aislados no pueden explicar satisfactoriamente la difusión de este
tipo de vida al norte de los Alpes. Probablemente sea mas acertado suponer
que la vida eremitica, así corno la nueva y estricta interpretación de la
pobreza, surgió tomo reacción al tipo de vida monástica que prevalecía por
entonces; una protesta espontánea contra la rutina diaria, confortable y
apacible, de los monjes de las grandes abadías, que ya no constituían
desafío suficiente para almas anhelantes de la vida heroica de los Padres
del Desierto.
Esta actitud significa, sin lugar a
dudas, que a los ojos de la nueva generación de reformadores, la vida
eremítica aparecía como superior a la vivida bajo la Regla de san Benito.
Consecuentemente, se concebía al monasterio como un mero lugar de
preparación para los futuros ermitaños.
Pedro Damiano lo puntualiza de la
siguiente forma: «Así tomo el sacerdocio es la meta de la educación
clerical, lograr la habilidad en las artes es el propósito por el que
concurren a clase los dramáticos, y un alegato brillante es la culminación
de las horas monótonas del estudio de las leyes, así la vida monástica, con
todas sus observancias, no es sino una preparación para una meta aún mas
alta: la soledad de la ermita». Afirmaba que el monasterio era adecuado para
el enfermo y el débil, pero que aquellos que eligieran quedarse allí para
siempre, únicamente podrían ser tolerados.
El perdurable influjo de cada ermitaño,
mientras éste permaneció verdaderamente en soledad y aislamiento, plantea un
problema especial. Es obvio que esa gente, no importa cuan profunda o rica
haya sido su espiritualidad, moriría sin dejar huella. Por otro lado, la
presencia de discípulos facilitaría la transmisión de valores espirituales,
pero destruiría la soledad y haría caer al ermitaño en algún tipo de
organización, que era justamente lo que ellos trataban de evitar. Los
individuos son efímeros. Únicamente las instituciones tienen existencia
duradera. La mayoría de los grandes ermitaños del siglo XI resolvieron el
dilema haciendo concesiones, y terminaron como fundadores de comunidades
religiosas, cuya soledad estaba amalgamada con elementos cenobíticos.
Camaldoli, Fonte Avellana, Vallombrosa,
Fontevrault, Savigny, Grandmont, la Grande Chartreuse y Obazine son
simplemente las mas conocidas de una serie de fundaciones eremíticas
similares, donde un marco institucional garantizaba la supervivencia de una
especial espiritualidad, mucho después de la desaparición de los anacoretas
fundadores, y de la pérdida de popularidad del movimiento.
El tercer incentivo para la renovación
monástica fue el afán por imitar la vida de los apóstoles, o mas
especialmente la vida de la comunidad apostólica de Jerusalén, en pobreza,
sencillez y caridad mutua.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo,
que en el siglo XI la palabra «apostólico» no tenía corno significado
predicar el Evangelio o desempeñar otras tareas de «cura de almas» (cura
animarum); se podía muy bien seguir a los apóstoles dentro del programa
de los contemplativos, y aun de los ermitaños. Al mismo tiempo, la atracción
por la «vida apostólica» se extendía mucho mas allá de los círculos
monásticos. Inspiró a canónigos regulares, a predicadores ambulantes, a
movimientos laicos de pobreza y muchos aspectos de la Reforma Gregoriana.
Nada demuestra con mayor elocuencia la fuerza potencial del movimiento Como
la dificultad que experimentaron las autoridades eclesiásticas al tratar de
contener el creciente número de predicadores errantes, dentro de los límites
de la moderación y la ortodoxia. Hasta una personalidad tan renombrada corno
Roberto de Arbrissel, el fundador de Fontevrault, fue severamente amonestado
por el Obispo de Rennes a causa de su apariencia grotesca y su
comportamiento extravagante.
La influencia de la Iglesia primitiva
sobre el monaquismo es tan antigua corno el monaquismo mismo. La novedad era
la urgente y extendida exigencia de reformar las comunidades religiosas a la
luz del Nuevo Testamento. Pedro Damiano obligaba a sus seguidores «a volver
a la inocencia de la Iglesia primitiva». En el Concilio de Roma, en 1059,
Hildebrando usó virtualmente las mismas palabras al exigir la restauración
de la vida comunitaria de la primera centuria.
De acuerdo con Esteban de Muret, un
importante «pobre de Cristo» de la generación siguiente, las reglas escritas
por el hombre tienen importancia secundaria; por tanto, «si alguien te
pregunta a qué orden religiosa perteneces, dile que a la orden del
Evangelio, que es la base de todas las reglas».
Un tratado de comienzos del siglo xii,
«Acerca de la verdadera vida apostólica» (De vita vere apostólica),
atribuido a Ruperto, abad de Deutz, llegaba aún mas lejos: «Si quieres
consultar los pasajes mas importantes de las Escrituras, encontraras que
todos ellos parecen decir muy claramente que la Iglesia se originó en la
vida monástica». De hecho, la Regla de san Benito fue la adaptación de la
regla apostólica (regula apostólica). Por consiguiente, continuaba,
los apóstoles habían sido monjes, y en consecuencia, los monjes son los
auténticos sucesores de los apóstoles.
Las consecuencias de tales
interpretaciones fueron indudablemente claras. Los monjes debían liberarse
de los lazos de la sociedad feudal, abandonar sus espléndidos dominios, su
ceremonial complícalo, la comodidad y el confort del cual gozaban, fruto del
trabajo de sus antecesores. Para ser dignos de su herencia apostólica,
debían volver sus espaldas al mundo y buscar una vida renovada en la
sencillez, pobreza, trabajo manual y caridad.
Además de los tres motivos de
renovación monástica que acabamos de describir, muchos autores se refieren a
otro movimiento con ellos relacionado: «El retorno a las fuentes» del
monaquismo cristiano. Aunque es innegable que todos los reformadores
trataron de justificar sus exigencias con referencias bíblicas, a los Padres
del Desierto o a la Regla de san Benito, sigue siendo dudoso que tales
manifestaciones tuvieran la fuerza representativa de un «movimiento»
característico del siglo XI. Reformadores de todos
Los tiempos y de diversos tipos han
empleado la misma táctica para vindicar sus novedosos enfoques. Pero es muy
raro que los cambios, innovaciones, rupturas con el pasado, hayan generado
entusiasmo universal entre los monjes. Aquellos que propusieron tales
movimientos se sintieron obligados a disfrazar sus intenciones Como intentos
de volver a las tradiciones antiguas y santificadas.
Al mismo tiempo, los cambios radicales
en la composición de la sociedad necesitaban de reformas institucionales. El
comienzo de los cambios institucionales pertinentes manifestaba un sano
instinto de supervivencia. En tales circunstancias, una organización
tradicionel no puede asegurar su readaptación efectiva simplemente volviendo
atrás, hacia observancias y procedimientos que se reconocen como antiguos.
El problema puede solucionarse mediante acomodaciones fieles de las
tradiciones genuinas, pero es muy dudosa la medida en que los reformadores
monásticos del siglo XI eran conscientes de la naturaleza de su tarea o la
sinceridad con que eran adictos al pasado. Ya se ve que estaban en una
posición difícil para interpretar auténticamente sus fuentes, por la simple
razón de que permanecían ignorantes de las diferencias fundamentales que
separaban la mentalidad de las postrimerías del imperio romano de la del
mundo que les tocaba vivir.
Los reformadores siguieron su instinto
para echar mano del os medios a su alcance. Esta asombrosa libertad puede
observarse en la variedad de interpretaciones contradictorias de que fue
objeto la Regla de san Benito. Su texto, en forma virtualmente idéntica,
estaba al alcance de todos los monjes, desde san Benito de Aniano a Roberto
de Molesme. Nadie se atrevió a rechazar su autoridad. Unos pocos, corno
Esteban de Muret, prácticamente la ignoraron; otros, corno san Bruno,
tomaron de ella solamente ciertos pasajes. La mayoría de los reformadores,
aunque profesaban devoción incondicional a la Regla, no tuvieron escrúpulos
en interpretarla de acuerdo con las necesidades del momento.
Esto hizo posible una amplia gama de
fundaciones: las abadías basilicales en Roma, las «abadías misioneras» o
«abadías culturales», de los anglosajones, las «abadías de oración» y
«abadías de peregrinación» carolingias, las de culto cluniacenses y las
abadías de soledad del siglo XI.
Probablemente, Pedro Damiano fue el
heraldo mas claro de las abadías de soledad. Al mismo tiempo que rendía
homenaje a la Regla de san Benito, se ingeniaba para leerla a través de su
propia idea de la mortificación. No encontraba ninguna incompatibilidad
entre los conceptos monásticos de san Benito y los de sus antecedentes en el
desierto, por lo cual instaba a sus seguidores a vivir de acuerdo con la
Regla o con las instituciones y conferencias de los Padres.
Juzgando a san Benito manifiestamente
moderado, alegaba que la Regla había sido escrita para guiar almas
inherentes, pero el Santo no tenia intención de suplantar leyes
penitenciales aplicadas a los pecadores, y por consiguiente la Regla no
eximía de los preceptos de los Padres, que habían vivido anteriormente. Sin
embargo, él mismo anuló gustosamente en la practica 72 capítulos de la Regla
para poder vivir de acuerdo sólo con el setenta y tres en toda su extensión,
el cual se refería justamente al ejemplo de los Padres del Desierto.
Es muy posible que los reformadores de
la generación posterior hayan tomado conciencia de las contradicciones
inherentes a tales enfoques, y reaccionaron adhiriéndose en forma muy
sincera a la Regla. No sólo Vallombrosa fue fundada en base a la autoridad
de san Benito, sino que Juan Gualberto «comenzó a estudiar su significado
con mucha aplicación e intentó observarla en todo su vigor», mientras
aconsejaba a sus discípulos seguirla «en todo». Bernardo de Tiron y Vitalis
de Mortain (en Savigny) adoptaron actitudes similares, mientras que el
fervor por una observancia mas recta de la Regla fue la razón esencial para
la fundación de Cister.
El común denominador de todos los
esfuerzos reformadores del siglo XI, fue el deseo de establecer una vida
heroica de mortificaciones, vivida fuera de toda complicación mundana. En
esto, los fundadores de las nuevos instituciones monásticas tuvieron
realmente éxito. Pero paralelamente los reformadores trajeron consigo el
germen de una época de relativa decadencia. Pedro Damiano y sus herederos
establecieron una vida de ascetismo heroico y sus abadías lograron un. grado
de perfección monástica al que nunca se había llegado antes, pero ese nivel
no pudo ser mantenido indefinidamente. Al insistir en la observancia
meticulosa de ciertos pasajes de la Regla, pasaban por alto el espíritu de
moderación que la gobernaba. San Benito adaptaba su legislación a las
distintas facetas de la fragilidad humana, mas no así los nuevos
reformadores. Rehusaban reconocer la verdad respecto de las instituciones
destinadas a perdurar, que debían tener en cuenta las limitaciones del
hombre común y no las ambiciones de unos pocos: santos y héroes. Una vez
mas, la sabiduría del Santo legislador, probaba ser mas perdurable que el
fuego de los entusiastas espirituales. Así, la mayoría de las fundaciones
eremíticas o semieremíticas se desintegraron, fueron absorbidas por las
reformas sucesivas o cayeron en el olvido. De esta nueva generación de
monjes, los cistercienses quedaron a la vanguardia de la historia religiosa
para los siglos venideros.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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