Historia institucional cisterciense
Cruzadas y misiones
A todo lo largo del siglo XII, siguió
aumentando la actividad de la Curia Romana en los múltiples asuntos
religiosos y políticos; el Papado, sin embargo, no contaba en ella con un
grupo suficientemente calificado que le sirviera de apoyo cuando surgían
nuevas necesidades o emergencias. Por esta razón, las autoridades
eclesiásticas recibieron con beneplácito la asistencia de san Bernardo y sus
monjes y continuaron llamando en su auxilio a los cistercienses, en primer
término, por lo menos hasta la aparición de los mendicantes al comienzo del
siglo XIII. Es muy evidente, que este papel no era fácilmente compatible con
los ideales del Cister primitivo; por otro lado, la trabazón institucional,
la presencia ubicua y el número desbordante de miembros, entre los cuales se
encontraban algunas de las personalidades más activas y mejor dotadas de la
centuria, predestinaba a los cistercienses a dar un paso para llenar ese
vacío y asumir variadas obligaciones externas.
El papel desempeñado por los
cistercienses en la organización y dirección de las cruzadas constituyó la
primera y más espectacular de dichas actividades. Ya en 1124, hubo un
intento serio por extender el radio de acción de la Orden en Tierra Santa.
Arnoldo, el primer abad de Morimundo desertó de su puesto sin la
autorización del Capítulo General, y llevando consigo a lo más granado de
sus monjes estuvo firmemente resuelto a fundar un monasterio en Palestina;
sólo su muerte prematura evitó que llevara a cabo sus planes. Aunque san
Bernardo se opuso terminantemente a este arriesgado plan, animó a los
premostratenses a un esfuerzo similar. Apoyó con entusiasmo a los Caballeros
del Temple y les dedicó su famoso tratado titulado: Alabanza de la nueva
milicia (De laude novae militiae).
La iniciación de la Segunda Cruzada fue
su aportación personal a la causa, y se conocen muy pocos cistercienses que
lo hayan secundado en Alemania. Entre ellos se cuentan el Abad Adam de
Ebrach, activo propagandista en Regensburg, y Gerlach, abad de Rein, que
desempeñó un papel similar en Austria. Cierto monje francés llamado Rodolfo,
que comenzó a predicar sin autorización y levantó a la plebe contra los
judíos en Renania fue silenciado por la enérgica intervención de san
Bernardo. No obstante los cistercienses no acompañaron a las tropas
cruzadas, aunque dos obispos de esta Orden, Godofredo de Langres y el famoso
historiador Otto de Freising se ofrecieron como voluntarios. A pesar del
fracaso final de la campaña, el ejemplo de san Bernardo permaneció vivo y
animó a otros cistercienses a alistarse en las cruzadas siguientes.
El destino de Tierra Santa y los
acontecimientos de la Tercera y Cuarta Cruzadas tuvieron un eco
significativo dentro de la Orden. Aunque el Capítulo General prohibió
repetidas veces a los miembros de la Orden la peregrinación a los Santos
Lugares, los prelados cistercienses tomaron a su cargo la organización de la
Tercera Cruzada (1184-1192), contando con el respaldo de todos sus hermanos
de religión. En Italia, el Arzobispo de Ravena, Gerardo, un cisterciense,
fue nombrado legado papal con el encargo de la predicación y el
reclutamiento. Enrique de Marcy, cardenal obispo de Albano, que previamente
había actuado como abad de Claraval, y Garnier, por entonces abad de dicho
monasterio, asumían idénticas funciones en Francia y Alemania, al mismo
tiempo que Balduino, arzobispo de Canterbury, anteriormente abad de Ford,
hacía lo mismo en Inglaterra. Cierto número de abades y monjes siguieron a
las fuerzas hacia el este. El arzobispo Gerardo cayó en la batalla frente a
los muros de San Juan de Acre, y el arzobispo Balduino y Enrique, obispo de
Basilea, enfermaron y murieron. El rescate de Ricardo Corazón de León
cautivo en Alemania, fue negociado por dos abades cistercienses, Roberto de
Boxley y Guillermo de Robertsbridge; y para su pago, las casas inglesas
situadas en la zona lanera contribuyeron con la esquila de un año.
La intervención de la Orden en la
Cuarta Cruzada fue aún más intensa. Presionado por Inocencio III
(1198-1216), el Capítulo General relevó a cierto número de abades y monjes
para que sirvieran a tal fin y contribuyó con sumas considerables destinadas
al sostén de las tropas. En Italia, el agente papal que obtuvo mayor éxito
fue el abad Lucas de Sambucina, quien recibió la orden de predicar las
cruzadas en 1198. En 1200, otros seis abades emprendieron tareas similares
obedeciendo la orden de Inocencio, y al año siguiente algunos más fueron
autorizados a hacer lo mismo. Cuando los cruzados se desviaron a Zara y
luego a Constantinopla, la mayoría de los cistercienses se hicieron eco de
las advertencias del Papa. El abad Pedro de Locedio fue el portador de la
protesta papal al ejército reunido en Zara, y Guido, abad de Vaux-de-Cernay
la leyó ante la asamblea de caballeros la víspera del ataque contra la
ciudad. Sin embargo, algunos abades permanecieron con los cruzados y los
acompañaron en la toma de Constantinopla. El abad Martín, de Pairis
(Alsacia), aunque rechazó compartir el botín general, se enriqueció con las
reliquias encontradas en la iglesia del Pantocrator y llevó triunfalmente
esos tesoros a su abadía en 1205. Pedro de Locedio permaneció en la ciudad
conquistada, participando en la elección de Balduino de Flandes como primer
emperador latino y, durante algunos años, tomó parte activamente en la
pacificación de la Grecia conquistada.
Como fruto visible de la conquista, la
Orden adquirió o estableció entre 1204 y 1276 doce casas dentro de los
límites del Imperio, incluyendo dos conventos para monjas. Muchos de esos
monasterios habían sido habitados anteriormente por comunidades de rito
oriental. Pocas de esas fundaciones sobrevivieron al colapso del poder
latino. Una de ellas fue Daphni, que anteriormente había sido un monasterio
griego entre Atenas y Eleusis, y probablemente otras dos casas más en Creta.
En 1217, Daphni estaba afiliada a la abadía francesa de Bellevaux. Cuando su
abad llegó a Cister para el Capítulo General de 1263 causó gran revuelo
entre los padres: traía un brazo de San Juan Bautista, que ofreció como
regalo a la casa madre de la Orden. En agradecimiento, los padres
capitulares lo eximieron de concurrir al Capítulo General los próximos siete
años. La toma de Constantinopla por los turcos selló el destino de la
comunidad cisterciense de Daphni (1458), aunque los monjes ortodoxos
reconquistaron su antigua propiedad, y la retuvieron hasta el siglo XVII.
Como una estela de las cruzadas se
establecieron varias casas cistercienses en Siria, pero son inciertos los
detalles de su historia. La mejor conocida y que logró más éxito fue
Belmont, al sudeste de Trípoli en las montañas del Líbano, poblada en 1157
por monjes de Morimundo. Poco después, Morimundo fundó otra casa, en la
misma zona, llamada Salvatio, pero es dudosa su ubicación exacta y sus datos
históricos. Belmont fue responsable de dos casas más, una puesta bajo la
advocación de san Juan (1169), y otra bajo la Santísima Trinidad; las dos
situadas probablemente dentro del distrito de Trípoli. En 1214, el Capítulo
General incorporó un monasterio que previamente había sido benedictino, San
Jorge de Jubino, en la Montaña Negra, que fue considerado como hija de La
Ferté.
Mientras tanto, las monjas
cistercienses poblaban dos conventos, uno en Acre, y otro en Trípoli, ambos
con el mismo nombre de Santa María Magdalena. El destino de todas estas
fundaciones no podía diferir de los estados regidos por los cruzados; cuando
se acercaron los musulmanes, fueron evacuadas y abandonadas. En la
actualidad, queda únicamente el antiguo claustro de Belmont (Dayr Balamand)
alojando a monjes ortodoxos orientales. Previniendo lo inevitable, Belmont
fundó Beaulieu como un refugio en Chipre, fuera de los muros de Nicosia.
Después de la caída de Trípoli en 1289, toda la comunidad de Belmont huyó a
Chipre, donde sobrevivió hasta finales del siglo XV. En 1567, los venecianos
demolieron los restos de Beaulieu, y usaron sus piedras para construir las
fortificaciones de Nicosia.
Mientras que únicamente los abades y
prelados más eminentes de la Orden estaban ocupados, de vez en cuando, en la
actividad política y el apoyo a las cruzadas, la herencia de las misiones
emprendidas por san Bernardo entre los herejes del sur de Francia, se
convertía en un elemento integrante de la vocación cisterciense. El gran
Abad de Claraval emprendió el viaje al sur en 1145 respondiendo a una
petición del legado papal Alberico, cardenal obispo de Ostia, que
anteriormente había sido monje de Cluny. La gira resultó más espectacular
que fructífera, y en 1177, el conde Raimundo V de Tolosa se dirigió
nuevamente al Capítulo General cisterciense pidiendo ayuda. Sin embargo, no
entraron en acción hasta que Alejandro III confió una misión con tal fin a
Pedro, cardenal de San Crisógono, conjuntamente con dos cistercienses,
Garín, arzobispo de Bourges, primitivamente abad de Pontigny, y Enrique,
abad de Claraval. Este último, que por ese entonces, 1179, era nombrado
cardenal obispo de Albano, tomó la dirección de toda la misión, militar y
apostólica a la vez. Rápidamente, organizó una cruzada, y en 1181 ocupó
Lavaur, ciudad dominada por los herejes. Después de su muerte, en 1198, crea
Inocencio III otra comisión cisterciense encabezada por dos monjes de
Cister: Rainiero de Ponza, su propio confesor, y Guido. Debido a la
enfermedad de Rainiero, el papa lo reemplazó por el maestro Pedro de
Castelnau, arcediano de Maguellone, quien casi inmediatamente hizo su
profesión en el monasterio cisterciense de Fontfroide, cerca de Narbona. En
1203, Pedro fue nombrado legado de la Santa Sede con la asistencia de otro
monje de Fontfroide, Raúl. Por último, en 1224, para recalcar que la empresa
estaba confiada a toda la Orden, el papa confirió la dirección suprema de la
misión contra los albigenses a Arnaldo Amaury, abad de Cister, quien se
convirtió de este modo en líder espiritual de la próxima cruzada de Simón de
Montfort. Después de realizar esfuerzos parecidos en distintos lugares,
Amaury, con doce abades cistercienses de su séquito, sostuvo un debate con
los herejes en 1207, que duró quince días, en Montreal y luego en Pamiers,
sin resultados. Uno de los participantes más activos fue el ya mencionado
abad Guido de Vaux-de-Cernay, tío de Pedro, monje de la misma abadía y
famoso cronista de la cruzada contra los albigenses. Las enormes
dificultades con que tropezó la empresa entre la plebe rebelada, la nobleza
recelosa y los tibios prelados parece que agotaron las energías de Pedro,
quien pidió al papa le permitiera retirarse a la soledad de Fontfroide. La
petición fue denegada. Inocencio le escribió: «permanece donde estás; en
este momento, la acción es mejor que la contemplación». Sin embargo,
comprendiendo que necesitaba colaboración, el Pontífice instruyó a Diego,
obispo de Osma, y a su joven canónigo, Domingo de Guzmán, para que ayudaran
a los cistercienses. Antes de unirse a ellos, los dos españoles visitaron
Cister, estudiaron la posibilidad de entrar en la Orden, y vistieron el
hábito, aunque sólo simbólicamente. Después de algún tiempo cambiaron de
idea, pero mientras estuvo en compañía de los tenaces cistercienses, Domingo
concibió el plan de formar una organización específicamente destinada a este
propósito: la Orden de los Predicadores. Por el año 1207, el número de
cistercienses «que predicaba a Jesucristo» había alcanzado a cuarenta, pero
al comienzo del año siguiente un desdichado incidente convirtió la pacífica
misión en una cruzada armada.
El 14 de enero de 1208, fue asesinado
Pedro de Castelnau, y la opinión pública atribuyó la responsabilidad del
crimen al conde Raimundo VI de Tolosa, principal promotor de la causa
albigense. No podemos detallar aquí la larga y sangrienta guerra (1209-1219)
que prosiguió bajo Simón de Montfort, pero merece destacarse que la mayoría
de las sedes episcopales del sur conquistado fueron ocupadas por
cistercienses. Arnaldo Amaury ocupó ese puesto en la ciudad clave de Narbona
desde 1212 hasta su muerte en 1225; en 1205, un monje de Grandselve, el
extrovador Folquet de Marsella, fue instalado en el corazón de la
resistencia, como obispo de Tolosa. Este mismo Folquet (o Fulk) cooperó en
1205 en la fundación de la primera casa dominicana en dicha ciudad, y
continuó siendo el resto de su vida promotor de la nueva Orden. En 1210,
ofrecieron el recién reconquistado obispado de Carcasona a otro
cisterciense: Guido, abad de Vaux-de-Cernay.
Arnaldo Amaury fue el más sobresaliente
e, inevitablemente, el más controvertido de todos los pintorescos personajes
cistercienses que intervinieron en la cruzada. ¿Fue un intrépido campeón de
la fe, o un típico sureño, violento, ambicioso, fanático como muchos de los
que lucharon en esa guerra? Es característico que su nombre estuviera unido
a una de las anécdotas apócrifas más perdurables de la historia medieval. Se
supone, que cuando cayó Beziers (1209), plaza fuerte de los albigenses, los
cruzados vencedores dudaban cómo castigar justicieramente a los habitantes,
porque era imposible distinguir a los fieles de los herejes. «Mátenlos a
todos», decidió Amaury, «el Señor conoce a los suyos». Estas palabras son un
eco de la 2ª Epístola a Timoteo (II, 19), pero la historia parece estar
tomada del Dialogus miraculorum del cisterciense alemán Cesáreo de
Heisterbach, quien compuso esa recopilación de anécdotas edificantes entre
1219 y 1223. La naturaleza del Diálogo debería ser para el lector
crédulo advertencia suficiente, más aún, el mismo autor relata honestamente
el incidente como puro rumor (fertur dixisse): empero pocos
historiadores perdieron la oportunidad de volverlo a contar.
En la Península Ibérica, el espíritu
cruzado de los cistercienses se manifestó organizando e inspirando un cierto
número de órdenes de caballeros, todas ellas dedicadas a la Reconquista. La
primera y más significativa fue la Orden de los Caballeros de Calatrava. En
1157, se temía que los moros atacaran Calatrava, fortaleza clave para la
defensa de Toledo. Los Caballeros del Temple a cargo de la primera ciudad,
reconociendo su incapacidad para hacer frente a tal emergencia, pidieron
ayuda al rey Sancho III de Castilla. Se dio la coincidencia de que el abad
Raimundo de Fitero visitaba Toledo y, entre los monjes de su séquito, estaba
Diego Velázquez, ex-caballero, amigo de infancia del rey Sancho. A
instancias de este monje, el abad Raimundo ofreció su ayuda para organizar
la fuerza defensiva de Calatrava, después de lo cual, en 1158, el rey le
otorgó la fortaleza para que la «poseyera y defendiera a perpetuidad».
El ataque moro no llegó a
materializarse, pero un gran número de defensores voluntarios vistieron el
hábito cisterciense y se sometieron a Raimundo. Después de su muerte,
acaecida alrededor de 1163, los caballeros eligieron a su primer maestre Don
García, quien se dirigió al Capítulo General cisterciense, para que les
diera una regla de vida y se les reconociera como rama de la Orden. El
Capítulo reunido en 1164, se manifestó favorablemente, pero la incorporación
formal no tuvo lugar hasta 1187, cuando la nueva Orden de Caballeros fue
puesta bajo la autoridad del abad de Morimundo. Sus derechos incluían la
visita anual, el nombramiento del prior y la confirmación de la elección de
maestre. Este último, conocido posteriormente como «gran maestre» estaba a
cargo de los caballeros y las operaciones militares; el prior, que pronto se
transformó en «gran prior» mitrado, fue siempre un monje francés de la
filiación de Morimundo, y era responsable de los sacerdotes y hermanos que
cuidaban de las necesidades materiales y espirituales de los caballeros.
Calatrava cayó en manos de los moros en 1195, pero fue recuperada en 1212 y,
de allí en adelante, los caballeros influyeron en la reconquista de
Andalucía. Hacia fines del siglo XV, dividida en ochenta y cuatro
encomiendas, acumularon los caballeros inmensas posesiones, incluyendo
setenta y dos iglesias, con unas 200.000 personas bajo la jurisdicción de la
Orden. Dada su riqueza, estuvo desde 1485 bajo control real, y en 1523 el
título de «gran maestre de Calatrava» estaba unido a la Corona española.
Después de finalizada la guerra de Reconquista, la Orden perdió su carácter
militar y aun religioso, aunque se ha conservado la organización como una
asociación honorífica de la nobleza española.
Más o menos por la misma época,
surgieron los Caballeros de Alcántara, debido al tesón de dos hermanos
salmantinos, Suárez y Gómez, quienes fueron respaldados en 1158 por un
ex-cisterciense, el obispo Odón de Salamanca, que asumió el cargo de primer
prior de los caballeros. Su centro de actividades fue la fortaleza de San
Julián de Pereyro, y ellos mismos usaron ese nombre por más de seis décadas.
Su regla, similar a la de Calatrava, fue aprobada por Alejandro III en 1177,
pero sólo en 1221 comenzó una asociación más profunda con los cistercienses,
cuando los de Calatrava les confiaron la defensa de Alcántara, Cáceres,
sobre el Tajo, cerca de Portugal. A partir de este momento las dos órdenes
siguieron estrechamente unidas, y también Alcántara fue aceptada por el
Capítulo General cisterciense y puesta bajo el control de Morimundo.
Alcántara y Calatrava tuvieron idénticos destinos.
Los Caballeros de Montesa heredaron en
1312 los bienes que pertenecieron a los templarios en Valencia. En 1317
fueron organizados por componentes de Calatrava, razón por la cual Montesa
se convirtió en otro miembro de las Ordenes asociadas bajo la tutela de
Morimundo. En Portugal se planteó una situación similar cuando el rey Dionís
organizó la Orden de Cristo reemplazando al Temple, en 1319. También ellos
fueron adiestrados en la observancia de Calatrava por diez caballeros
españoles enviados a Portugal con ese propósito. Sin embargo, la Orden de
Cristo estuvo sujeta a la jurisdicción de Alcobaça. Todavía hubo otra orden
más de caballeros portugueses afiliada a Cister: la de Aviz. Después de
oscuros comienzos, retuvieron Évora (1176) y tomaron el nombre de la
fortaleza. Luego, en 1211, recibieron Aviz del rey Alfonso II. Siguieron las
pautas ya establecidas de adoptar las costumbres de Calatrava conjuntamente
con la tutela de Morimundo. En 1551, se unieron las Ordenes de Cristo y Aviz
con la corona portuguesa, perdiendo entonces su carácter religioso.
El nordeste de Europa, en especial
Prusia y los estados del Báltico, fue otro territorio donde los
cistercienses desarrollaron por largo tiempo una combinación de actividades
misioneras y cruzadas. Como sucedió con los albigenses, la prédica
constituyó sólo una parte de la tarea, porque la conversión de las tribus
hostiles y guerreras requería además una diplomacia inteligente y a veces
una competente dirección militar. El obispo Eskil de Lund hizo las primeras
tentativas en ese sentido. En una de sus visitas a Francia, en 1164,
consagró en la catedral de Sens y en presencia de Alejandro III al
cisterciense Esteban de Alvastra, el primer arzobispo de Upsala. Poco
después, consagró a Fulco, un monje cisterciense francés, como obispo de
Estonia, por ese entonces pagana. Accediendo a una petición de Fulco,
Alejandro III convocó una cruzada para someter a los estonios, pero si algo
se hizo, no tuvo efectos duraderos. Después de 1180, desapareció el nombre
de Fulco de las crónicas oficiales.
Tuvo más éxito la misión que encabezó
en Livonia su primer obispo, San Meinhard († 1196), que fuera canónigo
agustino. Es muy probable que haya reclutado a ese extraordinario misionero
cisterciense un monje de Loccum llamado Dietrich (Teodorico) de Thoreida
(Treiden). No sólo sirvió fielmente a Meinhard, sino también a su sucesor,
Bertoldo, su abad primitivo en Loccum, hasta que éste cayera en el combate
contra los conversos reticentes. Sin embargo, fue el nuevo obispo, Alberto
de Buchovden († 1221), hombre celoso y capaz, ex canónigo de Bremen y
fundador de la sede episcopal de Riga, quien proporcionó a Dietrich la gran
oportunidad. Éste a su vez llegó a ser su consejero de mayor confianza, al
mismo tiempo que un coordinador efectivo con la curia papal. Por lo menos,
visitó seis veces Roma, donde informó a Inocencio III sobre todo lo relativo
a las misiones en el norte; luego, como Obispo de Estonia, participó en el
IV Concilio de Letrán, en 1215. Pero, mucho antes de esa época, sugirió la
posibilidad de un estado independiente gobernado desde Riga por las
autoridades eclesiásticas, bajo los auspicios papales. Se movilizaron todos
los recursos de la diplomacia papal para realizar este proyecto, que, si
bien nunca se materializó, se convirtió en punto de partida de múltiples
actividades cruzadas y misioneras en los años venideros. Por desgracia,
después de la muerte del emperador Enrique VI (1197), Alemania cayó en el
caos político. A pesar de los repetidos requerimientos papales no se
pudieron organizar cruzadas efectivas. El movimiento, sin embargo, dio
notoriedad a uno de los personajes más llenos de vida en esa época
turbulenta, Bernardo de Lippe († 1224), poderoso vasallo y camarada de armas
de Enrique el León, duque de Baviera.
La Crónica de Enrique de Livonia
da una vívida descripción de su «conversión»: «cuando el conde Bernardo
vivía en sus heredades, había tomado parte en muchas guerras, incendios y
asaltos. El Señor lo castigó enviándole una enfermedad debilitante que le
atacó los pies; y así, lisiado, tuvo que ser conducido en una litera durante
varios días. Purificado por la enfermedad, fue recibido en la Orden
Cisterciense y, después de aprender letras y religión durante algunos años,
el papa le dio autoridad para predicar la Palabra de Dios y venir a Livonia.
Contaba con frecuencia que, después de aceptar la cruz de ir a la tierra de
la Santísima Virgen, sus miembros se robustecieron y sus pies se sanaron».
En 1185, Bernardo contribuyó a la
fundación de la abadía cisterciense de Marienfeld, y pronto entró de monje
en la misma. Pocos años después, vistió nuevamente su vieja armadura y
dirigió una cruzada, y por último apareció como abad de Dünamünde
(1211-1218), una fundación cisterciense pionera, que logró mucho éxito.
Estimulado por el obispo Alberto de Riga, el viejo guerrero aceptó otra
labor misionera como obispo de Semgallia (en Lituania), después de haber
sido consagrado por su propio hijo, el obispo Otto de Utrecht. Sin duda
alguna, alcanzó el pináculo de su larga carrera en 1219 cuando, ya casi
octogenario, consagró a su segundo hijo, Gerardo, como arzobispo de Bremen.
Después de la muerte del obispo Alberto
de Riga se produjo una elección episcopal reñida (1229) que hizo salir de la
obscuridad a una personalidad cisterciense enigmática. Los partidos en pugna
se dirigieron al Papa, Gregorio IX, quien envió al Cardenal Otto. Durante su
viaje a Riga, alistó en su comitiva a Balduino, un monje cisterciense de
Aulne, una gran abadía de la baja Lorena. Mientras el cardenal se demoraba
en Dinamarca, Balduino tomó la iniciativa y, aprovechando la oportunidad,
reivindicó la idea de formar un estado sujeto a la autoridad del papa, que
cubriría todo el área al este del Báltico. En 1232, después de lograr cierto
apoyo local, se trasladó a Italia y persuadió al papa de las posibilidades
de poner en práctica su plan; después de lo cual Gregorio lo consagró obispo
de Semgallia y Curlandia y le nombró legado papal para todo el territorio en
cuestión. Balduino sentó su cuartel general en Riga, pero su ambicioso plan
provocó la resistencia militar de los Caballeros de la Espada, que poseían
ya muchas de las tierras reclamadas por Balduino. Las tropas del obispo,
organizadas con apresuramiento, fueron vencidas por los Caballeros en la
batalla de Reval (1233), terminando con el proyecto y haciendo caer en
descrédito al autor, quien perdió además su condición de legado papal.
Después de vivir cierto tiempo en Aulne, el cariacontecido Balduino se unió
a la corte del emperador Balduino II de Constantinopla, quien lo recompensó
con la sede metropolitana de Verissa, donde murió en 1243.
Las órdenes de caballería, organizadas
sobre el modelo de las existentes en la Península Ibérica, sobresalen entre
las realizaciones cistercienses más estables. La idea original corresponde a
Dietrich de Thoreida y fue calurosamente respaldada por el obispo Alberto de
Riga en 1202. La bula de 1204 de Inocencio III pidiendo una cruzada,
mencionaba a un grupo de caballeros que «vivían como los templarios», y ya
por esa época había una casa en Riga habitada por tales personas, que eran
conocidos popularmente como los Caballeros de la Espada o «Hermanos de la
Espada» (Frates Militiae Christi de Livonia). Sus filas incluían
caballeros, sacerdotes y servidores. Dirigidos por un maestre, vivían en
estricta pobreza, bajo reglas similares a las de los templarios. Deben el
nombre a su manto blanco decorado con una espada roja. En 1210, Inocencio
III les prometía un tercio de las tierras que conquistaran a los paganos,
que sería retenida como feudo del Obispo de Riga. Los caballeros extendieron
sus dominios rápidamente en Livonia, Estonia y Curlandia y, alrededor de
1230, poseían un estado virtualmente autónomo, administrado desde seis
castillos estratégicamente colocados (Ascheraden, Riga, Segewold, Wenden,
Fellin y Reval), cada uno bajo un maestre provincial. El número de
caballeros nunca sobrepasó los 200, pero con los servidores y vasallos, la
Orden podía movilizar un ejército de 2.000 hombres en pie de guerra. Había
algunos cistercienses entre los treinta sacerdotes que contaba la
organización. Después de su aplastante derrota por mano de los lituanos en
1236, en Curlandia, los sobrevivientes de los Caballeros de la Espada se
unieron a los Caballeros Teutónicos, por entonces en franca expansión.
Motivos semejantes originaron en Prusia
una organización similar. La iniciativa de desarrollar una actividad
misionera en territorios todavía paganos pertenece al abad Godofredo de
Lekno, monasterio cisterciense situado en Polonia, que albergaba personal
alemán. Contando con la bendición de Inocencio III, comenzó su prédica en
1206, y al año siguiente se le unió uno de sus monjes, Felipe. Dos años más
tarde, salió a la lid Cristián († 1245), cuyo éxito rotundo justificó que se
le diera el título de «apóstol de los prusianos». En 1215, viajó a Roma
conjuntamente con dos príncipes de ese lugar, recién convertidos, y el papa
Inocencio lo consagró y nombró obispo de Prusia. Sin embargo, pronto se dejó
sentir la reacción pagana. Felipe fue asesinado y Cristián necesitaba
defensa armada. Siguiendo el ejemplo de Dietrich de Thoreida fundó la Orden
de los Caballeros de Dobrin, nombre de una fortaleza sobre el Vístula.
Cristián invitó a algunos caballeros de Calatrava, que vinieron de España
para adiestrar a los nuevos reclutas. Los caballeros comenzaron a actuar
después de 1222, recibiendo un fuerte apoyo de otro cisterciense, el obispo
Brunward de Schwerin, originariamente monje de Amelunxborn. El potencial
bélico de la nueva Orden siempre fue modesto y, finalmente, esta
organización fue absorbida por los Caballeros Teutónicos, aunque algunas
unidades de los Caballeros de Dobrin permanecieron activas en Rusia hasta
alrededor de 1240.
Al comienzo, la tarea en las misiones
bálticas recaía sobre cierto número de abadías cistercienses alemanas, pero
pronto se hizo una nueva fundación en la desembocadura del Duna, cerca de
Riga, sirviendo de base para tales actividades. Dünamünde, fundada en 1205
por Dietrich de Thoreida, su primer abad, fue poblada por monjes alemanes de
Marienfeld. Dietrich quedó como abad hasta 1213, cuando ese monje
infatigable fue designado obispo de la todavía pagana Estonia. En 1218, con
el respaldo de Honorio III y la ayuda material del rey Waldemar II de
Dinamarca, inició una cruzada contra los feroces súbditos que se le
resistían, quienes lo mataron en una emboscada en 1219 confundiéndolo, por
una ironía del destino, con el rey Waldemar.
Aunque Dünamünde estaba poderosamente
fortificada, fue saqueada en 1228 por los paganos, y sus habitantes
masacrados. Los intrépidos cistercienses reconstruyeron las ruinas y, en
competencia constante con los Caballeros Teutónicos, expandieron sus
posesiones en todas las direcciones. Sin embargo, la ubicación estratégica
de la abadía hacía que la Orden Teutónica no pudiera operar con éxito sin
ella. En 1305, ante una presión cada vez más fuerte, los cistercienses se
vieron forzados a vender Dünamünde a los Caballeros, con la condición de que
podrían permanecer en la fortaleza trece monjes y siete sirvientes.
Folkenau (1234), cerca de Dorpat, fue
otra fundación similar, emprendida por Pforta, y el puesto más oriental con
que contaban los cistercienses. Resistió victoriosamente a los ambiciosos
Caballeros Teutónicos, para ser destruida en el siglo XVI por el avance de
los rusos. La última fundación en Estonia fue Padis, establecida en 1317 por
monjes obligados a abandonar Dünamünde. Aunque fue destruida por los
estonios en 1343, quienes mataron a 28 monjes, la comunidad se mantuvo con
vida y floreció durante otro siglo. Los monjes tenían posesiones y derechos
sobre la pesca hasta las costas del sur de Finlandia. Padis, blanco
constante de los ataques de rusos y suecos, fue secularizado en 1559. Para
terminar, debemos mencionar en este punto que también las monjas
cistercienses se vieron involucradas en la vigorosa expansión de la Orden
operada en esta región. Establecieron conventos en Riga, Leal, Dorpat,
Lemsal y Reval, todos los cuales desaparecían durante el siglo XVI.
No hay forma posible de dar una
estimación exacta del número de cistercienses ocupados en actividades
misioneras o cruzadas, pero en las crónicas de los Capítulos Generales
abundan las medidas punitivas o restrictivas contra monjes «vagabundos», o
predicadores sin autorización. Esto parece indicar que, mientras los
elementos de menor rango respondían voluntariamente al desafío de las nuevas
situaciones, muchos de los abades miraban con recelo cualquier intento de
sacar a los monjes de sus claustros. En uno de sus sermones, Cesáreo de
Heisterbach expresó elocuentemente la perplejidad existente en muchas mentes
de los cistercienses: «Como saben, en estos días por orden del papa muchos
monjes y abades fueron retirados de sus celdas y claustros, contra su
voluntad y deseos, para predicar la Cruz; sin embargo, dado que consideran
útil su remoción, no se resisten a la llamada de recoger la cosecha del
Señor». El Capítulo aceptó de mala gana el relevo de algunos para desempeñar
tareas misionales, siempre bajo presión papal, particularmente durante el
pontificado de Inocencio III. También, respondiendo a la insistencia papal,
ordenó en 1211 al Abad de Cister que tomara contacto con ese papa y le
pidiera que excusase por lo menos a los priores, subpriores y mayordomos de
realizar comisiones exteriores. Ante la negativa papal, el Capítulo nombró
en 1212 al Abad de Morimundo para que investigara la situación y llegara a
un arreglo satisfactorio que respondiera a los deseos del Pontífice y
salvaguardara a la vez los intereses de la Orden. Alrededor del año 1220,
Honorio III impartía instrucciones a los obispos del nordeste europeo,
indicándoles que debían buscar ayuda para sus trabajos misionales «tanto
entre los cistercienses como entre otros grupos». Sólo cedió la presión
sobre los monjes blancos, cuando alcanzaron pleno desarrollo las órdenes
mendicantes, particularmente los dominicos.
Una resolución de Capítulo General
cisterciense de 1245 puede ser considerada, en la práctica, como el final de
las misiones cistercienses: los monjes de la Orden debían recitar los siete
Salmos Penitenciales y siete Padrenuestros por el éxito de las misiones
dominicas y franciscanas.
Mientras que es incuestionable la
importancia de los cistercienses en la difusión del Evangelio, el papel de
sus abadías bálticas y prusianas en la germanización de esas regiones ha
sido con frecuencia mal interpretado. Es verdad, que muchos monasterios
mantenían su carácter alemán en el nuevo ambiente, y preferían admitir
novicios alemanes y afincar labradores alemanes en sus posesiones, pero
sería totalmente anacrónico suponer que tales prácticas estuvieran motivadas
por un nacionalismo consciente. El medio circundante poco favorable ofrece
una explicación mucho más simple y realista: ante la falta de vocaciones
locales, las abadías se vieron obligadas a asegurar supervivencia por medio
de una ininterrumpida comunicación con las casas madres, y viviendo en un
mundo frecuentemente hostil, debían buscar seguridad rodeándose de colonos
amigos.
El respeto medieval por la piedra y la
integridad impulsaron a muchos otros miembros importantes de la Orden, en su
mayoría abades, a actuar como mediadores y pacificadores en beneficio de la
diplomacia real o papal. En 1138, Ricardo, el primer abad de Fountains, se
unió al cluniacense Alberico, legado papal, en su viaje de visita por
Inglaterra. En la disputada elección del arzobispo de York en 1140,
desempeñó un papel muy activo un ardiente discípulo de san Bernardo,
Guillermo de Rievaulx, y terminó en la sede episcopal un austero asceta
cisterciense: Enrique Murdac. San Elredo de Rievaulx debió abandonar su
abadía para responder a consultas, casi con la misma frecuencia que san
Bernardo. Persuadió a Enrique II para que apoyara a Alejandro III contra un
antipapa, arbitró disputas entre abadías, concurrió a sínodos y fue útil en
muchas ocasiones similares. En la generación siguiente, el abad de Ford,
Balduino, se convirtió sin duda alguna en el prelado más ocupado de
Inglaterra. Eminente canonista y adicto incondicional de Tomás Becket,
ingresó en Ford en 1169, y aunque lo eligieron abad en 1175, continuó siendo
el brazo derecho del Papa Alejandro en Inglaterra. Balduino fue promovido a
la sede episcopal de Worcester en 1180, y en 1184 a la de Canterbury, pero
siguió estando a disposición del papa Lucio III para varias misiones
delicadas. Ya se ha mencionado su papel en la Tercera Cruzada y su muerte en
Acre (1190).
Guillermo, abad de Fountains, recibió
de Roma tantas comisiones difíciles que sus monjes, indignados, dirigieron
sus quejas a Lucio III. El Papa, en una carta llena de caridad, fechada en
1185, expresaba su comprensión tanto para con los monjes como para con
Guillermo, y aseguraba a este último «por testimonio de este documento,
…que, con la ayuda de Dios, tendremos cuidado de no asignarle
responsabilidades, a menos que por casualidad surgiera algún otro problema
que pensamos no pueda solucionarse sin Vos».
Entre 1170 y 1196, un número grande de
abades cistercienses, entre los cuales se encontraban los de Rieval, Vaudey,
Bruern, Thame, Combe, Stoneleigh, Roxley, Buckfast, Kirkstall y Warden,
actuaron en Inglaterra como delegados papales en una gran variedad de
asuntos legales. En el siglo XIII un número considerable de abades
cistercienses, fueron invitados a participar en el Parlamento. Simón de
Montfort llamó a diecisiete cistercienses en 1265; y durante el reinado de
Eduardo I (1272-1307), cuarenta y cuatro abades cistercienses desarrollaron
tales tareas. En la disputa entre el emperador Federico Barbarroja y el papa
Alejandro III (1159-1181), Pedro, arzobispo de Tarentaise, anteriormente
abad de Tamié, tomó partido por Alejandro, elegido legalmente, frente a los
antipapas de Barbarroja. Durante esas dos décadas turbulentas, el Capítulo
General conjuntamente con los abades más influyentes trabajaron por lograr
un acuerdo aceptable para ambas partes, mientras que las negociaciones
finales fueron llevadas a cabo por dos cistercienses, el obispo Ponce de
Clermont y el abad Hugo de Bonnevaux. El Papa agradeció el excelente
servicio prestado por la Orden, canonizando solemnemente a san Bernardo de
Claraval el 18 de enero de 1174.
Bajo Federico II (1215-1258), se
renovaron las diferencias entre papa y emperador, y en ese entonces
sirvieron al papa Honorio III y a su sucesor Gregorio IX tres cardenales
cistercienses, Conrado de Urach, Jaime de Pecoraria y Rainiero de Viterbo.
La Orden Cisterciense se vio involucrada asimismo en el conflicto entre el
papa Bonifacio VIII (1294-1303) Felipe el Hermoso, rey de Francia. El papa y
Juan de Pontoise, abad de Cister, lucharon codo a codo contra la violencia
real. Como recompensa el papa confirió al abad el uso del sello pontifical
blanco con su retrato en posición sentada; le explicó que «sólo tú estuviste
a mi lado. Así pues, solamente tú tienes el privilegio de sentarte a mi
lado». Por desgracia, su férrea resistencia no dio otro resultado esta vez
que la muerte prematura del pontífice y la prisión del abad Juan.
Si el número de cardenales y obispos
cistercienses fuera un testigo evidente del alto desarrollo de la Orden y de
su influencia en la Iglesia a través de los siglos, no cabría ninguna duda
sobre el prestigio de la misma: en los anales cistercienses se pueden
identificar cuarenta y cuatro cardenales y casi seiscientos obispos.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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