Historia institucional cisterciense
Privilegios y desarrollo constitucional y administrativo
En sus comienzos Cister no buscó, en
franco contraste con Cluny, ni inmunidades fiscales ni exenciones de la
jurisdicción episcopal. Los fundadores del Nuevo Monasterio hicieron voto de
vivir exclusivamente de los frutos de su propio trabajo, y en la medida que
no interfiriera con la observancia monástica, no veían razón alguna para
renunciar a la obediencia debida normalmente a los obispos diocesanos. No
obstante, en el transcurso de varias décadas, la Orden naciente estaba
encaminada a conseguir un status ampliamente privilegiado tanto en materia
financiera como jurisdiccional. El cambio no fue precipitado por una
modificación de ideales o actitudes, sino por el crecimiento explosivo de la
institución. La rápida sucesión de las fundaciones y el crecimiento sin
precedentes de sus miembros gravaron en tal forma la función de cada abadía,
que cualquier alivio económico era recibido con gratitud. En forma similar,
no parecía posible preservar la unidad y la administración efectiva de la
red de casas subordinadas en continua expansión sin una limitación de la
autoridad diocesana. La facilidad y rapidez con que la Orden obtuvo
inmunidades y exenciones, son testigos fieles del hecho de que los papas
consideraban razonable otorgar esos favores debidos a sus propios méritos y
en gran parte como merecida recompensa a los servicios que la Orden realizó
en beneficio del papado.
La exención del pago de diezmos, fuente
tradicional de recursos eclesiásticos, fue una inmunidad que facilitó
enormemente el crecimiento de la Orden, pero a su vez se convirtió en el
origen de mucha envidia y una abierta hostilidad en los círculos
eclesiásticos. Desde la época carolingia se los consideraba una
compensación por el trabajo pastoral y su total se dividía en tres o cuatro
partes: una para el obispo, otra para los clérigos inferiores, la tercera se
gastaba en el mantenimiento de la iglesia, y finalmente se separaba algo
para alivio de los pobres. Aunque debido a su naturaleza los diezmos debían
ser cobrados por el clero secular, eventualmente los monasterios, y aun
propietarios laicos, se adueñaron de ellos. Un tópico importante de la
Reforma Gregoriana fue la exigencia de restituir el derecho de diezmos
usufructuados por propietarios seculares y monasterios. Durante todo el
siglo XI, tales resoluciones fueron dictadas en un buen número de sínodos,
pero los diezmos monásticos quedaron rodeados de cierta ambigüedad. Las
excepciones relativas a los monasterios parecían tener su justificación
porque la mayoría de las abadías estaban constituidas en gran parte por
sacerdotes, que desempeñaban tareas pastorales. Además, la posesión de esos
diezmos se fundaba en algunos casos en costumbres inmemoriales o privilegios
papales. Sin embargo, los reformadores monásticos de los siglos XI y XII
renunciaron unánimemente a sus pretensiones sobre diezmos, y determinaron
que vivirían de su propio trabajo manual. Los primitivos reglamentos de
Cister no son sino el eco de la opinión del abad Odón de Saint-Martin, quien
declaró en Tournai en 1092, entre muchas otras cosas, que «estaba
determinado a no aceptar altaria, iglesias o diezmos, sino vivir
exclusivamente del trabajo de sus manos… porque tales beneficios debían
pertenecer únicamente a los clérigos, no a los monjes».
Después de renunciar al derecho de
aceptar diezmos, los cistercienses tuvieron todavía que solucionar otro
.phpecto importante del mismo problema: si los monjes debían abonar diezmos
por sus posesiones. Dado que muchas de las primeras fundaciones se hicieron
en «desiertos» o en tierras vírgenes, no cultivadas, donde no se había
abonado diezmos por bastante tiempo, no surgieron grandes inconvenientes.
Aun cuando las donaciones incluían tierras gravadas con impuestos, la
pobreza manifiesta de los cistercienses, su trabajo tesonero de pioneros,
justificaba la remisión de los mismos. Más aún, según el testimonio de
cartularios del siglo XII, los obispos y otros recolectores de diezmos
aceptaron voluntariamente eximir a las nuevas fundaciones de tales cargas.
En 1132, la política prevalente recibió sanción oficial por medio de la bula
de Inocencio II, quien, como muestra de gratitud hacia san Bernardo,
estableció que nadie podía exigir diezmos a las abadías de la Orden. Se
reconoció universalmente la justicia de este privilegio. Como señala el
documento de fundación de Bonnefont (1136), «dado que los hermanos
cistercienses no recibían diezmos ni impuestos, nadie puede exigir o aceptar
(tales cosas) de ellos».
Pronto surgieron graves problemas donde
algunas abadías cistercienses continuaban expandiéndose al mismo tiempo que
aceptaban tierras previamente gravadas: la suma percibida por el clero
diocesano disminuyó considerablemente, de suerte que el mantenimiento de
ciertas iglesias rurales se hizo imposible. Respondiendo a esas
reclamaciones, Adriano IV hizo en 1156 una distinción cuidadosa entre las
tierras explotadas inicialmente por los cistercienses (novalia), y
otras donaciones sujetas previamente al pago de impuestos. Decretó en
consecuencia que, mientras la Orden podía seguir gozando de la inmunidad
habitual en lo concerniente a novalia, los monjes debían pagar
diezmos en cambio por sus posesiones encuadradas en la segunda categoría.
Alejandro III (1159-1181), otro papa
que tenía mucho que agradecer a los cistercienses, retornó a la
interpretación original, más amplia, de esta inmunidad, pero previno
repetidas veces «que aquellos cuya atención debe estar dirigida al cielo,
deben esforzarse por todos los medios para poner límite a su expansión en la
tierra». Una recomendación menos gentil se encuentra en una carta que el
caballero inglés Pedro de Blois dirigió al Capítulo General antes del año
1180. Afirmaba «que las oraciones y las lenguas de todos los hombres
deberían haber sido elevadas para alabar vuestra santidad, si no hubiereis
robado lo que no os pertenecía… Y, ¿por qué debe peligrar el derecho de
otra persona, si sus tierras engrosaron vuestras posesiones?… Si Su
Santidad el Papa, como indulgencia especial, os dio el privilegio en un
momento en el cual vuestra Orden se regocijaba de su pobreza, ahora que
vuestras posesiones se han multiplicado hasta la inmensidad, esos
privilegios deben reconocerse como instrumentos de la ambición». El Capítulo
General de 1180 admitió la gravedad de los cargos y, «en vista de los
grandes escándalos que se originan a diario, en todas partes, debido a la
retención de diezmos», ordenó su pago sin dilación o resistencia. El
Capítulo de 1190 tomó medidas aún más drásticas contra la «avaricia»
evidente de ciertos abades y prohibió en lo sucesivo cualquier compra de
tierras. Estas medidas no tuvieron, por supuesto, todos los resultados
prácticos que se pretendía, y así llegaron a Inocencio III, en 1213, nuevas
acusaciones. El Obispo de Pécs en Hungría se quejó que los cistercienses de
su diócesis continuaran extendiendo sus viñedos y, mientras se negaban a
pagar los diezmos, vendían el vino a su beneficio. Bajo el impacto de éstos
y otros cargos similares, el IV Concilio de Letrán (1215) reguló
definitivamente el pago de los diezmos. De acuerdo a la nueva legislación,
los novalia así como también las propiedades que poseyeran antes de
1215 y fueran cultivadas por los mismos monjes para cubrir sus necesidades,
quedaban exentas como hasta entonces, pero las tierras que se adquirieran
posteriormente con propósitos de explotación estarían sujetas a gravámenes.
Dado que después de esta fecha, más y más fincas cistercienses fueron
transferidas a arrendatarios campesinos para su cultivo, Honorio III
extendió en 1224 el privilegio a las antiguas posesiones cistercienses, aun
cuando ya no fueran trabajadas por los hermanos conversos; lo mismo ocurrió
con las huertas, y zonas pesqueras. Algunos años más tarde (1244), Inocencio
IV agregó a esta lista bosques, minas de sal, molinos, lana, ovejas y leche.
Por entonces, llegaba a su fin la expansión de las posesiones cistercienses
en Europa occidental. La economía monástica se orientó hacia la
comercialización y los diezmos perdieron mucho de su valor inicial.
Los abades de la Orden rechazaron los
diezmos o rentas eclesiásticas similares como donaciones, obedeciendo a la
legislación primitiva de Cister; y las infracciones a esta regla fueron
solamente esporádicas hasta 1147, año en que fue admitida la Congregación de
Savigny. Muchas de las abadías recién incorporadas ya poseían las fuentes de
ingresos prohibidas, pero continuaron gozando de ellas por la lenidad del
Capítulo General. Su ejemplo resultó contagioso; hacia el final del siglo la
mayoría de las abadías cistercienses se convirtieron en «diezmeras»,
recolectoras y usufructuarias de los diezmos.
El privilegio de exención de la
autoridad diocesana fue un problema igualmente debatido, pero de naturaleza
más compleja. En este punto tampoco los fundadores de Cister tenían
intención de seguir el ejemplo de Cluny; por consiguiente, todas las
fundaciones de la primera época fueron hechas con el debido respeto a los
derechos episcopales. Más aún, es muy probable que el apoyo entusiasta que
la jerarquía les diera a los cistercienses en aquella época se debiera a la
sumisión de los monjes a los obispos locales. El «Privilegio Romano» de
Pascual II en 1100 era simplemente un documento que otorgaba la protección
papal contra interferencias indebidas y maliciosas en la vida interna de la
comunidad. Las bulas siguientes de aprobación de la Carta de Caridad fueron
más significativas, ya que en la medida en que sancionaban la constitución
cisterciense, eliminaban automáticamente la supervisión episcopal de las
elecciones abaciales, al mismo tiempo que el derecho de visita canónica de
las distintas abadías. Dada su posición, san Bernardo pudo muy bien haber
empleado su influencia para extender los privilegios cistercienses, pero en
su De consideratione dirigida a Eugenio III, criticaba acerbamente a
quienes alimentaban tales ambiciones. Mas por entonces ya había eximido
Inocencio II a los abades cistercienses de concurrir a los sínodos
diocesanos (1132), y en 1152 permitió Eugenio III que continuaran los
oficios litúrgicos cistercienses aun dentro de los territorios en
interdicto. Alejandro III, que demostró una buena voluntad extraordinaria
hacia la Orden en materia de diezmos, garantizó en 1169 el reconocimiento
total a los abades cistercienses, aun si los obispos locales les negaban su
bendición, y prohibió que los obispos locales ejercieran toda especie de
coerción bajo amenaza de excomunión contra los abades de la Orden. Todos los
privilegios que se otorgaron anteriormente fueron confirmados y ampliados en
1184 por una bula promulgada por Lucio III, quien liberó a las abadías
cistercienses de la autoridad primitiva de los obispos. Este documento no
fue el último en el proceso de gradual exención que condujo finalmente a la
exención total; pues el papel preponderante que la Orden iba asumiendo cada
vez más en la cura pastoral de los trabajadores y aldeas bajo dominio
señorial cisterciense, necesitaba de una clarificación legal más explícita.
El derecho a predicar y a administrar los sacramentos se convirtió en motivo
de constante irritación, lo mismo. que la elevación del prestigio social de
los abades, el uso de las insignias episcopales (a partir del siglo XIV), su
poder de conferir órdenes menores y su lucha por la precedencia en distintas
funciones públicas. La separación progresiva entre abades y jerarquía
secular fue desafortunada, y en detrimento de ambas partes. La división y
aun la enemistad entre las filas eclesiásticas y monásticas facilitó la
intervención secular y condujo a un despojo despiadado de abadías, ya sea
mediante impuestos confiscatorios, o con la imposición de abades
comendatarios.
La constitución cisterciense tuvo que
sufrir importantes modificaciones debidas al cambio de posición de la Orden
dentro de la Iglesia. Una razón obvia fue el hecho que la Carta de
Caridad original no podía prever todos los problemas resultantes de la
expansión geográfica de la Orden. Brevemente, podemos resumirlos así: la
debilidad del Capítulo General; la aparición de «líneas» o filiaciones
organizadas y sostenidas con firmeza por los protoabades; y los repetidos
intentos de los abades de Cister de explotar este desequilibrio en beneficio
propio.
Alrededor de la mitad del siglo XII, se
hizo bien evidente que el Capítulo anual distaba mucho de ser la asamblea
general de todos los abades de la Orden. Los peligros, los gastos, y el
tiempo que suponía el viaje mantenía alejados a la mayoría de los abades de
las casas de fuera de Francia, y es difícil creer que en una reunión común
estuvieran presentes más del tercio de todos los abades. Esto dio como
resultado, que los Padres Capitulares tuvieran una información pobre acerca
de las condiciones locales en ciertas regiones y no estuvieran por
consiguiente en posición para tomar medidas correctivas adecuadas y
aplicables. El cambio constante entre los integrantes del Capítulo
dificultaba que se siguiera una línea de conducta y un plan consecuente,
siendo así muchas de sus resoluciones contradictorias y fortuitas. Tal
ineficacia se agravaba por una falta de registro adecuado y efectiva
promulgación. El vacío de autoridad fue llenado fácil y naturalmente por los
padres inmediatos, quienes dependían en última instancia de uno de los cinco
protoabades. Estos abades (de Cister, La Ferté, Pontigny, Claraval y
Morimundo) ejercían un rígido control para mantener la cohesión de sus
respectivas filiaciones, y a su vez, los abades de éstas se dirigían a ellos
para recibir directivas. Esto fue muy evidente en ocasión de Capítulos
Generales, cuando la bien disciplinada familia de Claraval, que sobrepasaba
numéricamente a todas las demás «líneas», controlaba con facilidad las
deliberaciones. Aunque ni los protoabades ni sus «filiaciones» estaban
reconocidos como entidades legales en la versión original de la Carta de
Caridad, la modificación definitiva de la misma les otorgó poderes
considerables y los facultó colectivamente para deponer al abad de Cister y
gobernar la casa madre mientras estuviera en sede vacante. Estas
ambigüedades legales dieron como triste resultado la creciente suspicacia,
tensión y hostilidades periódicas entre los abades de Cister y sus cuatro
colegas principales, así como la lucha por el control del Capítulo General.
Si se puede dar crédito a una tradición
muy posterior, el primer choque serio entre Cister y Claraval ocurrió en
1168, cuando el recién electo Abad de Cister Alejandro visitó Claraval,
donde depuso al abad Gaufredo por su «conducta reprensible». Aunque el
Capítulo General apoyó a Alejandro, Gaufredo tuvo más éxito en Roma, y se
pudo poner fin al escándalo solamente después de largas y dolorosas
negociaciones. En 1202, comenzó un nuevo conflicto entre Cister y los
protoabades que culminó con la deposición del abad Guido de Claraval en
1213. El hecho estaba a punto de atraer la atención del IV Concilio de
Letrán en 1215, cuando Inocencio II intervino defendiendo la posición del
abad Arnaldo Amaury de Cister, pero sin eliminar los fundados motivos de
irritación. A la reconciliación de 1222 siguió un recrudecimiento de las
hostilidades bajo el abadiato de Juan de Cister (1236-1238), un inglés que
fuera con anterioridad abad de Boxley, quien trató infructuosamente de
forzar al Capítulo a pagar las deudas de la abadía de Cister, que ascendían
a cuatro mil marcos.
Estos incidentes, aunque
desafortunados, eran sólo el preludio de la profunda enemistad entre Cister
y Claraval, que tuvo lugar entre 1263 y 1265 y puso a prueba por primera vez
el poder de cohesión de la Orden. Los líderes de la disputa fueron el abad
Jaime de Cister (1262-1266) y el abad Felipe de Claraval (1262-1273), ambos
electos al mismo tiempo, ambos con fuertes personalidad, intransigentes,
polifacéticos, y decididos ambos a poner fin a problemas ya antiguos, cada
uno según su propio punto de vista. Se rompieron las hostilidades al tratar
el Capítulo General de 1263 la organización del definitorium. Este
organismo surgió del Capítulo General de 1197 como un comité ejecutivo
encargado de la preparación del Capítulo y la redacción de sus estatutos.
Hasta 1265 no estuvo bien definida su composición y autoridad legal, y antes
de esa fecha, su funcionamiento y la calidad de sus miembros fue objeto de
un difícil tira y afloja entre Cister y las protoabadías. Al iniciarse el
Capítulo de 1263, los ataques contra la legalidad de la elección del abad
Jaime y las quejas contra su negativa a aceptar el nombramiento de los
protoabades como definidores, crearon desde el comienzo una atmósfera
explosiva. Pronto llegó la noticia de que el abad Felipe había sido electo
obispo de Saint-Malo; pero éste, sospechando que era simplemente una
maniobra para alejarlo de la escena, rechazó la elección y decidió ir a Roma
a presentar sus motivos de queja personalmente a Urbano IV. Aunque el Abad
de Cister le ordenó volver bajo pena de excomunión, continuó su viaje a
Roma, donde el papa no sólo aceptó sus razones para rechazar el obispado,
sino que el 15 de marzo de 1264 nombró a Nicolás, obispo de Troyes, a
Esteban, abad de la benedictina Marmoutier y a Gaufredo de Beaulieu,
confesor dominico del rey Luis IX, para investigar las causas del problema.
La labor de la comisión fue tan infructuosa como las repetidas
intervenciones del santo Rey, gran amigo y benefactor de la Orden. En un
ambiente de mutua desconfianza y con la anuencia papal, el abad Felipe no
concurrió al Capítulo de 1264, sospechando la traición y quizás el
encarcelamiento en Cister. La muerte de Urbano IV complicó aún más la
situación, aunque su sucesor, Clemente IV, elegido a comienzos de 1265,
siguió la crisis cisterciense con el mismo interés. Nombró una nueva
comisión para terminar la negociación inacabada: el Obispo de Puy, el Abad
benedictino de Chaise-Dieu y Humberto de Romans, que recientemente se había
retirado del cargo de Maestro General de los dominicos. El 9 de junio de
1265, se publicó la bula Parvus fons, conocida en la historia
cisterciense como Clementina. Entre las muchas decisiones, la bula
intentó poner fin al problema de los definidores, ordenando que, antes del
Capítulo anual, cada uno de los protoabades presentara cinco nombres al Abad
de Cister, quien debía elegir a cuatro de ellos, agregándoles sus propios
elegidos (en número también de cuatro) y los mismos protoabades como
miembros ex officio; el definitorium debía constar de
veinticinco miembros en total.
No está aclarado quién fue el verdadero
responsable del texto de la bula, pero el hecho que la comisión papal fuera
enviada a Cister para explicar su contenido al Capítulo General de 1265,
parece indicar que aquélla, o por lo menos el muy experimentado Humberto de
Romans, tuvieron cierta influencia en su redacción. Tan pronto como el
Capítulo comenzó sus sesiones a mediados de septiembre, la bula y su
interpretación se convirtieron en objeto de enconadas discusiones, porque
los protoabades se quejaban de que la nueva fórmula daba todavía mucho poder
arbitrario al Abad de Cister. Por suerte estaba presente Guido, que
previamente había desempeñado ese cargo y por entonces era cardenal
presbítero de San Lorenzo in Lucina y legado papal. Todos los participantes
al Capítulo sometieron a su arbitrio el problema de la selección de
definidores. El cardenal Guido decidió que cada uno de los cuatro
protoabades deberían nombrar dos abades para el definitorium, que no
podían ser rechazados por el Abad de Cister, quien a su vez debía designar a
los otros dos entre los tres restantes. El compromiso fue aceptado por el
Capítulo y eventualmente por el Papa.
Las otras decisiones de la Parvus
fons tenían la finalidad de restringir los poderes excesivos de padres
inmediatos y visitadores y reforzar la autoridad del Capítulo General. De
esta forma, las abadías en sede vacante podrían quedar libres de gobernarse
bajo la dirección temporal de los priores; la elección abacial sería
decidida exclusivamente por la votación de la comunidad local; el
recientemente electo Abad de Cister asumiría sus funciones sin ser
confirmado por los cuatro protoabades. Por último, la visita regular a
Cister por los cuatro protoabades debía tener lugar anualmente para la
fiesta de Santa María Magdalena (22 de julio), pero los visitadores, tanto
de Cister como de cualquier otro monasterio no tenían poderes para deponer
abades sin el proceso legal correspondiente y la autorización del Capítulo
General. Deponer ipso facto a un abad quedaba restringido únicamente
a casos de ofensas públicas flagrantes o de abandono de sus funciones. Se
facilitó el funcionamiento del Capítulo General como organismo de trabajo al
otorgar un status legal al hasta aquí informal definitorium,
como consejo interior ejecutivo encargado de la preparación de una agenda y
un medio de ayuda para la redacción de los estatutos. No obstante, la
aparición de este cuerpo tan poderoso tendió a reducir el papel activo de
otros participantes del Capítulo, y desalentó la presencia de otros abades
que no tenían oportunidad de ser definidores. Más aún, la selección de los
definidores, como preludio de las sesiones formales del Capítulo, sirvió de
ocasión para manipulaciones políticas que no favorecieron en absoluto la tan
necesaria armonía entre los protoabades.
El hito siguiente en la historia legal
de la Orden fue la Fulgens sicut stella, una constitución apostólica
emitida por el cisterciense Benedicto XII en 1335, y conocida popularmente
como la Benedictina. Fue un documento de unas ocho mil
palabras, cuyo último tercio constituye el primer código para la formación
cisterciense, que será comentado posteriormente. La mayor parte de la
constitución encaja dentro del esquema general de legislación religiosa
fomentada por el Papa. En cuatro años, formuló constituciones similares para
los monjes negros, los mendicantes y los canónigos agustinos, todas ellas
concebidas dentro de un espíritu de muy avanzada centralización burocrática,
cuyo modelo era la propia corte papal en Avignon. Estos documentos
constituyen el fundamento de la futura legislación medieval relativa a las
órdenes religiosas. La Clementina introdujo una reforma
constitucional; la Benedictina fue básicamente una reforma de la
administración financiera. Hacía mucho que había pasado el tiempo en que,
siguiendo las indicaciones de la Regla, un único mayordomo podía dirigir por
sí solo todas las necesidades materiales de un monasterio. Las otrora
modestas granjas cistercienses se convirtieron en enormes estados feudales,
y al mismo tiempo, la evolución de la economía europea hizo que su
administración se volviera cada vez más compleja. Con la acumulación de
bienes materiales, aumentó también el peligro de desastres naturales,
guerras, apremios ilegales y extorsiones inmoderadas de príncipes
codiciosos, por no mencionar los amenazantes problemas de ajustamiento a un
sistema económico que estaba cambiando sus fundamentos. A despecho de sus
vastas extensiones, un gran número de monasterios había sido víctima de
circunstancias desafortunadas y estaban seriamente endeudados. Para poner
fin a estos males, la Benedictina restringía el poder ilimitado de
los abades en materia de finanzas, y establecía un sistema de controles. Se
garantizaban derechos de supervisión a las comunidades o al Capítulo
General, y en los casos más importantes la Santa Sede se reservaba la
decisión final. Los documentos de transacciones legales, si requerían el
consentimiento de la comunidad, debían llevar estampado el sello oficial del
monasterio. La Constitución creó el puesto del bolsero, con la misión de
registrar las entradas y los gastos del monasterio y de hacer una memoria
financiera anual de aquellos bienes gravados fiscalmente.
En párrafos posteriores subrayaba la
importancia de los Capítulos Generales, e instaba enérgicamente a una
asistencia regular. Se les recordaba a los abades que, a pesar de la aguda
disminución de vocaciones, no debían ser admitidos novicios que no tuvieran
cualidades apropiadas para la vida religiosa. El papa insistía también en la
sencillez en el comer y el vestir, aunque en algunos casos se otorgaba una
dispensa general de abstinencia a los abades y sus séquitos. Se condenó y
prohibió terminantemente una nueva disposición que proveía de celdas
individuales en lugar del dormitorio común.
En el primer anteproyecto del documento
había una innovación revolucionaria: el papa proponía que, además de los
abades, cada comunidad estaría representada en el Capítulo anual por un
delegado elegido por simple mayoría. Esta modificación, inspirada
indudablemente en la constitución dominicana, causó alarma general entre los
abades de la Orden, quienes en un largo memorial protestaron contra ésta y
otras reducciones del poder abacial, dando por resultado la eliminación del
proyecto de un delegado conventual en la redacción final. La tarea
del bolsero fue otro detalle impopular de la reforma administrativa y a
petición de los abades fue modificado muy pronto por Clemente VI, sucesor
inmediato de Benedicto XII.
De la lectura de la Benedictina,
se sigue que, a pesar de los abusos esporádicos o señales de mala
administración, la Orden en conjunto todavía observaba los altos ideales de
sus fundadores, gozando con justicia de muy buena reputación y mereciendo el
apoyo elocuente del pontífice en la introducción de la Constitución, cuyos
conceptos tan elevados son el reconocimiento solemne del carácter activo, de
la Orden, al atribuirle ambos papeles, de Marta y de María:
«Brillando como la estrella de la
mañana en medio de un cielo cubierto de nubes, la Sagrada Orden Cisterciense
toma parte en los combates de la Iglesia Militante mediante sus buenas obras
y edificantes ejemplos. Por la dulzura de la santa contemplación y el mérito
de una vida pura, se esfuerza con María para ascender a la montaña de Dios,
mientras que con actividades dignas de elogio y piadoso ministerio busca
imitar los trabajos afanosos de Marta. Celosos de la adoración divina para
asegurar la salvación, tanto de sus miembros como de los extraños, se
dedican al estudio de las Sagradas Escrituras para aprender de ellas la
ciencia de la perfección; llena de empuje y generosidad en obras de caridad
para cumplir la ley de Cristo, esta Orden ha merecido propagarse de un
confín a otro de Europa. Gradualmente, fue ascendiendo hasta la cima de las
virtudes y en ella abunda la gracia del Espíritu Santo que se complace en
inflamar los corazones humildes.»
Entre otras innovaciones
administrativas importantes, que respondían a necesidades prácticas más que
a una acción legislativa, se destaca como la más significativa la creación
del cargo de «procurador general» de la Orden, que debía atender el
creciente volumen de trámites legales en Roma, o durante la mayor parte del
siglo XIII en Aviñón. Alrededor del 1220, este cargo era desempeñado en Roma
por dos clérigos seculares. Durante todo el resto de la centuria, canónigos
seculares continuaron en esta función con tareas similares, bajo la
dirección de uno u otro de los abades cistercienses en Roma o Casamari; sus
sueldos, doce marcos anuales, eran pagados de los fondos que el Capítulo
General había dispuesto para ello. En algún momento dado del siglo XIV,
miembros prominentes de la Orden asumieron esa función, pero según consta en
los documentos, era simplemente un «procurador general» en lugar de dos, que
dirigía una oficina con algunos secretarios. Celoso defensor de los
privilegios cistercienses, todos los abades de la Orden debían canalizar sus
causas legales en la Curia por medio de él. Pedro Mir, un doctor en teología
parisino y posterior Abad de Grandselve es el primer procurador general del
cual se hace mención directa, allá, por el año 1390. En los siglos
posteriores, el papel de procurador se hizo cada vez más importante, en
especial durante la lucha enconada de las observancias en el siglo XVII.
Probablemente influidos por los
franciscanos, los cistercienses también buscaron un «cardenal protector» en
la Curia. Sin duda alguna, muchos cardenales cistercienses «habían
protegido» a la Orden por algún tiempo, pero el título de protector de la
Orden (protector ordinis) aparece por primera vez en 1260,
refiriéndose al Cardenal Juan de Toledo, un cisterciense nacido en
Inglaterra. Nunca se especificó claramente el papel del protector, y parece
haber sido más un título honorífico que un cargo, a menos que el cardenal
hubiera sido nombrado para una misión concreta por el Capítulo General o la
Curia.
Un problema espinoso, que los autores
de la Carta de Caridad no habían podido prever en absoluto, apareció
con los fuertes gastos a que Cister tenía que hacer frente durante las
sesiones del Capítulo General. Para que la alimentación y el albergue no
resultaran tan gravosos, el personal de Cister (que no resultaba
imprescindible), era transferido temporalmente a granjas y otras casas de la
vecindad, mientras que los abades visitantes recibían la orden de permanecer
en dicho monasterio solos, dejando su séquito y caballerías en alguna abadía
próxima. Los alimentos necesarios eran recolectados y en parte también
donados, antes de la apertura de las sesiones. De acuerdo con las crónicas
del Capítulo de 1199, el pescado fue enviado a Cister desde un lugar tan
lejano como Lausana. En 1204, Guiard, señor de Reynel, cedió a Claraval
derechos de pesca en su propiedad desde los ochos días anteriores hasta los
ocho días posteriores del Capítulo General. Una parte de la pesca estaba
destinada indudablemente a Cister, como contribución de Claraval a la
alimentación de la asamblea. Según las crónicas del siglo XII, es cierto que
las donaciones se recolectaban entre los abades asistentes, pero
evidentemente no había una suma fija y el pago no era obligatorio. El
Capítulo de 1212 insistía simplemente en que las donaciones recogidas para
ser usadas en tal ocasión beneficiaron a todos los participantes por igual.
La Parvus fons de 1265 designaba a dos abades para supervisar toda la
operación. Mientras tanto, la Orden solicitaba insistentemente de amigos y
benefactores donativos o fuentes de recursos permanentes con el mismo
propósito. De acuerdo con los registros del Capítulo, los reyes, príncipes y
miembros de la jerarquía contribuían frecuentemente con cifras sustanciales.
El rey Alejandro III de Escocia (1214-1249) ofreció veinte libras esterlinas
anuales, Bela IV de Hungría (1235-1270) donó las rentas de varias iglesias
en Transylvania, Luis IX de Francia (1226-1270), y su madre Blanca de
Castilla, aseguraron a Cister varias rentas a perpetuidad, y su ejemplo fue
seguido por otros miembros de la familia real. El rey Ricardo I de
Inglaterra hizo en 1184 la más memorable de todas las donaciones: poco antes
de partir para su conocida cruzada, cedió los abundantes ingresos de la
iglesia de Scarborough, cerca de York, para sostener al Capítulo General,
bajo la condición de que la Orden mantuviera un vicario encargado de los
ministerios pastorales, supervisado por el Abad de Rievaulx. Las entradas
eran tan abundantes, que la clerecía de York estaba poco dispuesta a aceptar
el drenaje de abultadas sumas con destino a una lejana abadía francesa. Por
esta razón, los usufructuarios de beneficios, tanto seculares como
religiosos, trataron de aprovechar cualquier pretexto para bloquear la
administración cisterciense de la iglesia, que llegó a ser muy precaria,
especialmente durante la guerra de los Cien Años (1337-1453) entre Francia e
Inglaterra. El litigio por la posesión de Scarborough se prolongó desde fin
del siglo XII hasta la víspera de la Disolución, y marca un récord, como el
pleito de mayor duración de toda la historia cisterciense.
Desde el punto de vista legal, el éxito
más importante del Capítulo General lo constituyó el registro sistemático y
la publicación periódica de sus propios estatutos, que solucionó, por lo
menos parcialmente, los problemas, que cada abadía tenía que hacer frente al
tratar de aplicar la ingente cantidad de decisiones anuales, muchas veces
incongruentes. El primer volumen de esta colección, titulado Libro de
Definiciones (Libellus definitionum) se completó en 1202,
bajo los auspicios de Arnaldo Amaury, abad de Cister. El Capítulo de 1204
insistía que «el libro debía obtenerse lo antes posible». Así en el futuro
ninguno de los abades podía excusarse en la ignorancia. El nuevo código se
componía de 15 capítulos en el siguiente orden: 1, fundación de abadías; 2,
admisión de novicios, profesiones de monjes y bendición de abades; 3, el
Oficio Divino; 4, sobre los privilegios e inmunidades; 5, el Capítulo
General; 6, el capítulo diario de faltas; 7, visitas regulares y poderes de
los padres inmediatos; 8, oficiales monásticos y obreros; 9, sobre los
viajes de los monjes; 10, recepción de huéspedes, y entierros dentro de las
abadías; 11, práctica de la pobreza; 12, compras y ventas; 13, alimentación
y vestido; 14, hermanos conversos; y, para terminar, 15, una serie de
reglamentaciones sin clasificar.
El código fue actualizado en 1220, 1240
y 1257, reteniendo la misma estructura básica. La publicación de la
Parvus fons en 1265 exigía un reajuste más profundo, que sólo se
consiguió en 1289. No cambiaron ni el título, ni la estructura de la
colección original, pero el primer capítulo incluía los textos de la
Carta de Caridad en su versión definitiva y de la Parvus fons.
Como otra innovación, había leyes y normas relativas a las monjas
cistercienses, a continuación del capítulo 14.
En 1316, el Capítulo General ordenó una
nueva compilación de las leyes cistercienses, y cuando se presentaron al
Capítulo General el año siguiente, la convención no sólo la aceptó, sino
declaró obsoletas todas las colecciones anteriores, que quedaron por lo
tanto suprimidas. El título del nuevo código fue Libro de las
Definiciones Antiguas (Libellus antiquarum definitionum). A
pesar de algunas características nuevas, este trabajo conservaba los
quince capítulos tradicionales. A consecuencia de la publicación de
la Fulgens sicut stella, se vio claro que era inminente otra revisión
fundamental. Como en casos anteriores de adaptaciones, se nombró a un grupo
de abades para la ardua tarea, que se terminó cuatro años más tarde.
No obstante el autor de la Fulgens
sicut stella, Benedicto XII, un eminente canonista, quedó insatisfecho
con los resultados. En el Capítulo de 1339, su sobrino, un cisterciense, el
cardenal Guillermo Le Court (Curtí), protector de la Orden, hizo conocer sus
objeciones y la asamblea estuvo de acuerdo en que era necesario un estudio
más exhaustivo. El nuevo texto fue aprobado y promulgado en 1350 con el
título de Nuevas Definiciones (Novellae definitiones);
comprendía únicamente el material acumulado desde 1316. En muchos casos, las
leyes nuevas modificaban el Libro de las Definiciones Antiguas, pero
la nueva colección no estaba destinada a reemplazar a la anterior; en la
práctica siguió siendo necesario el uso simultáneo de ambos códigos.
Varias veces se propuso la fusión de
los dos libros en uno, especialmente en 1487, pero el plan nunca llegó a
concretarse. De este modo, las «Antiguas» y «Nuevas» definiciones
continuaron siendo usadas como manuales legales de la vida cisterciense
hasta el advenimiento de la revolución Francesa, aun cuando muchas de sus
prescripciones fueron sustancialmente modificadas por la legislación
posterior.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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