Historia institucional cisterciense
La guerra de las Observancias
La organización de congregaciones
respondió tanto a necesidades administrativas como al deseo de una
recuperación moral efectiva. Hacia fines del siglo XVI, todos esos
movimientos estaban bien encaminados en los países de Europa donde
sobrevivían los cistercienses, menos en Francia. Pero las comunidades
francesas tenían tanta necesidad de una reforma como sus hermanos de otras
naciones. Casi todas las abadías francesas cayeron en el siglo XVI bajo el
régimen comendatario, mientras que la guerra civil incesante y las
refriegas religiosas sembraban la destrucción material por doquier.
El fracaso de una revitalización
significativa no se debe a falta de buenas intenciones o esfuerzos sinceros,
sino a las caóticas condiciones políticas y religiosas por las que
atravesaba Francia. El éxito espectacular de los fulienses demuestra con
toda elocuencia la fuerza de recuperación a un nivel local y limitado; pero
un movimiento de magnitud nacional no podía comenzar hasta que se hubiera
restaurado la paz bajo el enérgico y astuto Enrique IV (1589-1610).
Entonces, como si la nación quisiera recuperar el tiempo perdido, las
fuerzas reprimidas de la reforma católica se desataron en toda la nación con
una intensidad inusitada. Las órdenes religiosas, inspiradas con frecuencia
por sus hermanos extranjeros, pasaron por una renovación integral,
restaurando controles firmes y un estricto ascetismo. Los cistercienses
franceses no se quedaron atrás respecto de las otras órdenes monásticas en
la búsqueda de una autoreforma efectiva. Por suerte, la sede abacial de
Cister fue ocupada sucesivamente por cuatro prelados eminentes, que no
escatimaron esfuerzos cuando se exigía acción resuelta en beneficio de la
reforma. En 1570, jerónimo de la Souchiére (1564-1571), previamente abad de
Claraval, participante del Concilio de Trento y posteriormente cardenal
(1568), dictó un decreto de reforma general inspirado en el espíritu
tridentino. Nicolás Boucherat I (1571-1584), otra figura activa de Trento,
ocupó gran parte de su tiempo en visitas regulares e inspiró otra serie de
normas, incorporadas dentro de los estatutos del Capítulo General de 1584.
Edmundo de la Croix (1585-1604), consejero principal de sus antecesores,
compuso un verdadero código de reformas cistercienses que fue presentado al
Capítulo General de 1601. Sin embargo, todavía no era el tiempo propicio
para la ejecución de un proyecto tan ambicioso, por lo que el Capítulo
General de 1605 volvió al proyecto más modesto de 1584. Por último, al
presentarse circunstancias más prometedoras bajo Nicolás Boucherat II
(1605-1625), se desataron las fuerzas reformistas, dando origen a la
Estricta Observancia.
El movimiento no fue la resultante de
una iniciativa oficial, sino que surgió espontáneamente de un grupo de
monjes jóvenes, que estaban impacientes ante la lentitud burocrática de la
administración central de Cister y que tuvieron la fortuna de encontrar un
protector benévolo en la persona del Abad de Claraval.
Por razones de conveniencia, se señala
el año 1598 como el comienzo de la estricta Observancia. Por ese entonces,
un joven clérigo de noble cuna italiana, Octavio Arnolfini, que a la sazón
contaba sólo diecinueve años, fue nombrado por gracia del rey Enrique IV
abad comendador de La Charmoye, casa cisterciense en la Champagne, de la
filiación de Claraval. Este joven piadoso se sintió profundamente
responsable de la abadía desolada, saqueada durante las guerras civiles.
Comprendió muy pronto que no podía iniciar ninguna reforma, a menos que él
mismo fuera cisterciense, y abad regular por lo tanto. En consecuencia, se
retiró a Claraval, donde hizo su noviciado y luego su profesión monástica en
1603. Esta gran abadía, bajo la sabia dirección del santo abad Denis
Largentier (1596-1624), había sobrevivido a las décadas de destrucción sin
daños materiales, y seguía siendo una escuela auténtica de espiritualidad
cisterciense.
Largentier hizo una visita regular a La
Charmoye en 1605. Quedó tan complacido con el trabajo de Arnolfini, que le
confió el cuidado de otra abadía, Châtillon. Durante los tres años
siguientes, Arnolfini gobernó ambas casas, pero en 1608, escrupuloso de
retener dos beneficios, se mudó como abad regular a Châtillon. En La
Charmoye, le sucedió otro monje joven con idéntico celo reformista, pero con
más energía y ambición: Étienne Maugier.
En 1606, en el Colegio de San Bernardo
en París, Arnolfini y Maugier encontraron a un tal Abraham Largentier,
sobrino del Abad de Claraval. Los tres firmaron un documento, por el cual
renovaban su profesión monástica y expresaban su determinación inflexible de
instar a una reforma, cuya finalidad precisa era conseguir que la Regla ;de
san Benito fuera observada sin ninguna dispensa. Cerraban este curioso pacto
con una velada condición: «… si nuestros superiores, después de repetidas
súplicas, se niegan a aceptar nuestras propuestas, … estamos determinados a
cargar con la Cruz de Cristo y con cualquier tribulación, antes que
abandonar nuestra resolución». La referencia a practicar la Regla sin
ninguna dispensa reanudar la abstinencia perpetua de carne, costumbre que,
por entonces, había llegado a considerarse como rasgo distintivo de las
comunidades reformadas. Por esta razón, el pequeño grupo de jóvenes
cistercienses fueron conocidos bien pronto como «abstinentes», mientras que
ellos mismos consideraban al resto de la Orden como los «ancianos».
Denis Largentier comprendía y compartía
plenamente los ideales de esta nueva generación y, como contribución propia
a la causa, instaló priores con mentalidad reformista en varias casas
afiliadas a Claraval, tales como Cheminon y Longpont. En la lejana Bretaña,
se unió a la reforma otra hija de Claraval, Prières. El prior, Bernardo
Carpentier, convirtió el desolado monasterio en una floreciente escuela de
estricto ascetismo.
El Abad de Claraval debía proceder con
cautela si quería que el movimiento tuviera éxito. Teniendo en cuenta el
tradicional antagonismo de Claraval frente a Cister, no podía correr el
riesgo de dar la impresión de que, una vez más, Claraval estaba llevando a
cabo una empresa separatista. Por esta razón, no hizo ninguna presión para
introducir la abstinencia perpetua en Claraval hasta 1615, y cuando cedió
ante las exigencias de sus jóvenes admiradores, lo decidió por libre
elección de los monjes. Por ese entonces, la abstinencia ya había sido
introducida en otras ocho comunidades y la nueva disciplina requería
obviamente alguna forma de sanción oficial.
El Abad Nicolás Boucherat II, que
estaba de acuerdo sobre el particular con Largentier, aseguró de buena gana
su aprobación, sujeta a la decisión del Capítulo General convocado para
1618. El Capítulo elogió la reforma en cálidos términos, pero la convención
estaba preocupada sobre todo por preservar una disciplina uniforme. Por eso,
en lugar de otorgar un apoyo sin reservas, el Capítulo propuso una solución
de compromiso: la Orden completa abrazaría la reforma con toda su
austeridad, pero, en lugar de la abstinencia perpetua durante todo el año,
admitía la abstinencia de carne sólo desde la fiesta de la Exaltación de la
Cruz (14 de septiembre), hasta Pascua.
La propuesta difícilmente podría
agradar a los indolentes e indiferentes, y estaba en franco antagonismo con
los Abstinentes. Protegidos por defensores poderosos, los abades de Cister y
Claraval decidieron llevar a la práctica la abstinencia perpetua. Su
resolución fue objeto de otra declaración, firmada por un número
impresionante de Abstinentes en 1622, endureciendo su propósito de no
negociar: «… observancia integral de la Santa Regla, es decir, efectiva
abstinencia perpetua de carne y del uso de vestidos de lino, fidelidad a lo
establecido en las leyes de ayuno y silencio, y todas las demás
(reglamentaciones) fielmente seguidas desde épocas antiguas por sus
predecesores».
Teniendo en cuenta que el problema de
la renovación en el seno de la Orden cisterciense estaba duplicado también
en otras órdenes monásticas, la «devota» corte de Luis XIII (1610-1643)
decidió facilitar la coordinación de los esfuerzos, pidiendo el nombramiento
de un visitador apostólico investido con amplios poderes. Para promover la
reforma de los agustinos, benedictinos, cluniacenses y cistercienses
franceses, Gregorio XV nombró en 1622, como visitador apostólico y por el
término de seis años, al cardenal Francisco de La Rochefoucald, miembro
destacado de la jerarquía francesa, conocido por su piedad y celo
reformista.
El atareado cardenal cayó de inmediato
bajo la influencia de Étienne Maugier y sus intransigentes compañeros y, sin
duda alguna, La Rochefoucald publicó siguiendo sus consejos, a comienzos de
1623 una serie inesperada de «artículos» de reforma. Claraval, con todas sus
casas afiliadas en Francia, formaría una congregación autónoma de reforma,
autorizada para reunir capítulos por separado y mantener noviciados comunes
propios, donde todas las nuevas vocaciones serían adiestradas en la
abstinencia perpetua. Se confiaba a Maugier y Arnolfini la organización
concreta de la nueva congregación de «Estricta Observancia».
Tan revolucionario documento estalló
como una bomba en medio del Capítulo General que había sido convocado para
una nueva sesión en mayo de 1623. Las congregaciones reformistas ya habían
destruido la férrea unidad de la Orden en otros países. ¡Un tal cisma no
podía ser permitido en Francia! En un arrebato de indignación, los padres
capitulares denunciaron abiertamente y rechazaron la orden del visitador
considerándola «conducente a la división, segregación, cisma y separación,
que no puede ser sancionada por ningún medio legítimo. Por consiguiente,
cualquier medida que fuera promulgada en esta materia… debía ser
reconocida como nula o sin efecto». Por otro lado, el mismo Capítulo se
retractó en materia de abstinencia y permitió a los reformadores continuar
con esa práctica, en la medida en que no ponga en peligro la caridad o el
bienestar e interés básico de la Orden. Más aún, Boucherat aseguró
privadamente al Cardenal que seguiría apoyando a los Abstinentes y alentaría
su causa. Como demostración de su buena voluntad permitió que los
Abstinentes formaran un vicariato diferente, y en seguida nombró a Maugier
como el nuevo vicario de todas las casas reformadas. El Abad General fue
todavía más lejos al estimular a los Abstinentes a organizar entre ellos una
convención donde podrían legislar como mejor consideraran.
Dicha convención tuvo lugar en 1624 en
la abadía reformada de Vaux-de-Cernay, cerca de Versalles. Maugier y otros
nueve superiores reformados no sólo estuvieron de acuerdo sobre decisiones
disciplinares, sino que recabaron el permiso de Boucherat para reunir
capítulos anuales, elegir priores en casas sometidas a abades comendatarios,
mantener noviciados separados y nombrar sus propios padres visitadores.
También pidieron que ningún monje «Anciano» fuera transferido a casas
reformadas, ni los Abstinentes a comunidades no reformadas.
Con la única excepción del derecho
celosamente defendido de nombrar priores conventuales, Boucherat accedió
gustoso a todas las peticiones, que quedaban sujetas a la aprobación final
del próximo Capítulo General. De esta forma, lo que La Rochefoucald pedía
para una congregación autónoma, Boucherat lo otorgaba a un vicariato. Por
supuesto la diferencia notable radicaba en que el vicariato abstinente debía
funcionar bajo la autoridad del General, pero su desarrollo futuro no
quedaba en manera alguna obstaculizado. Si Maugier hubiera quedado
satisfecho con estas generosas concesiones, la reforma podría haberse
expandido en forma pacífica sobre una base espontánea, y un capítulo
embarazoso de la historia de la Orden habría quedado sin escribir. Pero, por
desgracia, esto no fue lo que aconteció.
La coincidencia de varios hechos
trágicos entre 1624 y 1625 dio a Maugier la impresión de que su novel
Estricta Observancia estaba en peligro. A fines de 1624, murió Denis
Largentier durante una visita a Orval, y Boucherat murió, asimismo en la
primavera de 1625. La desaparición casi simultánea de esos dos baluartes de
la reforma debilitó sin duda alguna la posición de los Abstinentes, pero
ocurrieron desengaños aún mayores. Tanto en Cister como en Claraval las
elecciones se realizaron en una atmósfera caldeada en exceso. En Claraval,
Maugier compitió por la sucesión con el sobrino del Abad fallecido, Claudio
Largentier. A pesar de la abierta intervención de La Rochefoucauld a su
favor, Maugier perdió, y el nuevo Abad expulsó a los Abstinentes de su
abadía. La reforma perdió a Claraval para siempre. En Cister, la
intervención del Cardenal encontró idéntico rechazo, y el victorioso Pedro
Nivelle, aunque era un hombre erudito y de amplia experiencia
administrativa, no se caracterizaba precisamente por ser un reformista
entusiasta.
Debido a estas circunstancias, la
Estricta Observancia perdió parte de su impulso inicial, pero nada más. Por
su propia voluntad, Nivelle volvió a nombrar a Maugier su vicario para los
Abstinentes, y el General no puso ningún obstáculo para la difusión
posterior del movimiento. En 1628, la Estricta Observancia ya contaba
catorce monasterios y el Capítulo General del mismo año aprobaba los
términos de las disposiciones adoptadas entre Boucherat y Maugier en 1624.
En 1628, expiraba el nombramiento de La Rochefoucauld como visitador,
dejando así el futuro de la Estricta Observancia en manos de sus propios
conductores.
No obstante, el desarrollo poco
espectacular de la misma despertó la impaciencia de muchos monjes jóvenes de
la segunda generación reformada, en forma aún más intensa que la sentida
anteriormente por Maugier. El liderazgo recayó gradualmente en Juan Jouaud,
quien se convirtió en abad de Prières a la edad de 29 años, en 1631. El
joven abad había hecho influyentes amistades durante sus años de estudio en
París, y se había convertido en un íntimo del círculo de consejeros de
Richelieu en materia de reforma religiosa. Por su profesión monástica,
debería haber sido un contemplativo, pero en realidad demostró ser un hombre
de acción y voluntad imperiosa que estaba muy versado en leyes y manejaba la
pluma como un formidable panfletista.
Todo esto constituyó el trasfondo del
inesperado nuevo nombramiento de La Rochefoucauld como visitador de los
cistercienses por otros tres años, a fines de 1632. Son inciertas las
circunstancias que rodearon la reaparición del anciano Cardenal, pero no es
imposible, como alguno de sus contemporáneos sospecharon, que fuera una
maniobra de los Abstinentes, que movilizaron a sus influyentes amigos en
Roma y París. Con todo, hay una cosa cierta: una serie de hechos dramáticos
se precipitó en rápida sucesión.
Después de numerosas consultas con los
líderes Abstinentes, el Cardenal publicó en el verano de 1634 su nuevo
decreto titulado: «Proyecto de una sentencia para el restablecimiento de la
observancia regular en la Orden de Cister». La magnitud de los cambios que
introducía el documento produjo en la Orden un tumulto sin precedentes, que
se mantuvo durante medio siglo. Nunca se curaron completamente las heridas
producidas por esta guerra, sin cuartel en las palabras, y que llegó a veces
hasta la violencia física.
El cuerpo del texto de la sentencia de
La Rochefoucauld consiste en treinta párrafos, que apuntaban a la
reorganización total de la administración de la Orden bajo el control
exclusivo de la Estricta Observancia. La más revolucionaria de las drásticas
medidas fue la suspensión de las jurisdicciones del Abad General y del
Capítulo General. La autoridad ejecutiva debía ser ejercida por un Vicario
general de la reforma, hasta que la Estricta Observancia fuera
suficientemente poderosa como para lograr un control efectivo de Cister y
las demás abadías principales de la Orden. Las casas de los «Ancianos»
tenían prohibido recibir novicios, mientras la Estricta Observancia estaba
autorizada a tomar posesión de todo monasterio que estuviera en condiciones
de ser reformado.
Nivelle y los protoabades hicieron oír
su protesta inmediatamente en la corte papal y apelaron a Luis XIII. Tan
pronto como se conoció el incidente en el exterior, algunas abadías
cistercienses, en especial la poderosa Congregación de Alemania Superior,
amenazaron con separarse, a menos que la «Sentencia» fuera revocada. No
obstante, en ese momento los Abstinentes eran firmes en sus posiciones, y en
1635, La Rochefoucauld entró en el Colegio parisino de San Bernardo con
escolta militar, y expulsó al preboste y a su plana mayor, convirtiendo la
institución en el cuartel general de la reforma.
Como en una última jugada desesperada,
Nivelle y sus colegas se dirigieron al Cardenal Richelieu en busca de ayuda.
El gran Ministro ofreció su ayuda y protección, por la cual debían pagar,
sin embargo, un precio muy alto: sería el Abad General de la Orden
cisterciense. Nivelle, que recibió en compensación el obispado de Luçon,
dimitió cortésmente, y el 19 de noviembre de 1635, un simulacro de elección
otorgaba el título abacial de Cister a Richelieu. Sin embargo, éste no
cumplió con lo estipulado en el pacto. Juan Jouaud ingresó en el grupo de
sus secretarios y comenzó a hacer efectiva la «sentencia» de La
Rochefoucauld con mucho más vigor del que el viejo cardenal hubiera sido
capaz de emplear. Maugier fue nombrado nuevamente Vicario para los
reformados, y comenzó con toda seriedad la eficaz propagación de la Estricta
Observancia. Los «Ancianos» fueron arrojados de Cister, y en 1637, se
instaló allí una nueva comunidad Abstinente. En todas partes se tomaron
medidas semejantes, y sólo el limitado número de monjes abstinentes puso
freno al celo de Maugier. Aun así, hasta la muerte de Richelieu acaecida en
1642, el número de casas bajo la Estricta Observancia se duplicó de quince a
treinta, albergando una población estimada en cuatrocientos monjes. Muchas
de las abadías recientemente conquistadas preferían someterse pacíficamente
antes que luchar. En algunos casos de resistencia, tales como Barbery o
Igny, se ejerció incluso presión militar.
Maugier no había de disfrutar de su
victoria por mucho tiempo. Murió prematuramente en el Colegio de San
Bernardo en 1637. Su amigo de toda la vida, Octavio Arnolfini, de salud
bastante precaria, le sucedió hasta que falleció en 1641. Desde este momento
en adelante, ostentando diversos títulos, Juan Jouaud dirigió el destino de
los Abstinentes:
Hay un punto, sin embargo, que empañó
el generalato cisterciense de Richelieu. Debido a que la validez de su
elección era muy dudosa por cierto número de razones, fue repudiada por la
mayoría de las congregaciones extranjeras. Todavía fue más humillante, que
la Santa Sede rechazara constantemente otorgarle las dispensas necesarias
para la validez canónica de su elección, formalmente deficiente. Sin
embargo, la actitud de la Curia era simplemente un síntoma del empeoramiento
de las relaciones entre París y Roma, envenenadas por el galicanismo. En las
décadas siguientes, las observancias cistercienses en pugna continuaron
explotando este conflicto diplomático con pragmática sutileza. Jouaud, con
la falsa idea de que el apoyo gubernamental podía continuar después de la
desaparición de Richelieu, buscó ininterrumpidamente protección y ventajas
tácticas invocando principios de nacionalismo galo y rechazando
terminantemente cualquier intento de mediación papal. Por el otro lado, los
«Ancianos» – oficialmente la «Común Observancia» –, se dirigían por
comodidad a Roma alegando ser fieles defensores de los derechos papales
contra la intrusión secular en asuntos esencialmente religiosos. La posición
de éstos mejoró notablemente en Roma por intercesión de un cisterciense
italiano de gran influencia, Hilario Rancati (1594-1663), abad de Santa
Croce y procurador general, teólogo y consejero papal muy admirado. Fue este
mismo Rancati el que obtuvo un breve de Urbano VIII a fines de 1635
condenando el secuestro del Colegio Parisiense y declarando nulas y carentes
de validez todas las medidas de La Rochefoucauld que privaban a Cister de
sus añejos privilegios. Mientras Richelieu vivió, este breve ni siquiera
pudo ser mencionado, pero después de su muerte el descubrimiento del
documento levantó mucho la moral de la alicaída Común Observancia.
Richelieu estaba luchando con la muerte
cuando algunos de los expulsados de Cister comenzaron a converger hacia la
abadía. Tan pronto como se supo la muerte del Cardenal, volvieron más, y el
2 de enero de 1643, veintiún Ancianos, en medio de la airada protesta de los
Abstinentes, eligieron como nuevo abad a Claudio Vaussin (1608-1670). La
tumultuosa escena distaba mucho de ser una elección legítima, pero habían
acertado en la persona. Vaussin, joven monje de treinta y cinco años, no
sólo era un monje de gran talento, perteneciente a una notable familia
burguesa de Dijon, sino también el protegido del gobernador de Borgoña,
Enrique II de Borbón, Príncipe de Condé.
Esta vez le tocó protestar a Juan
Jouaud, alegando que, de acuerdo con la «Sentencia» de La Rochefoucauld y
las reglamentaciones de Richelieu, los miembros de la Común Observancia no
podían ser elegidos abades. Como consecuencia, se entablaron reclamaciones
legales en extremo complicadas, durante las cuales Vaussin ocupó
inteligentemente un segundo plano. El cerebro de la estrategia que concluyó
con éxito fue Claudio Largentier, abad de Claraval, que contaba con el apoyo
incondicional de Rancati en Roma. El resultado final fue la decisión del
Consejo real, fechado el 5 de abril de 1645; que, sin discutir la validez de
la «Sentencia» de La Rochefoucauld, restauraba el derecho de los Ancianos en
las elecciones abaciales. Por lo tanto, se llevó a cabo una nueva elección
en Cister rodeada de todas las formalidades requeridas el 10 de mayo;
Vaussin recibió el voto unánime de treinta y siete miembros de su
observancia, mientras los dieciséis Abstinentes se lo otorgaban a Jouaud. A
la victoria de Vaussin, siguió una rápida aprobación real y papal.
Acusando el golpe, la Estricta
Observancia consideró por un instante la posibilidad de aceptar un
compromiso, esto es, la idea de una Congregación reformada autónoma bajo la
autoridad nominal de Vaussin, pero terminó por prevalecer el empuje de
Jouaud. Apoyándose en la validez de la tan discutida «Sentencia», la
Estricta Observancia desafió la legitimidad de la elección de Vaussin, y
exigió la inmediata puesta en práctica de las reglamentaciones de La
Rochefoucauld. El pleito, que se prolongó por una década, llegó hasta el
Parlamento de París, pero en la disputa las causas reales se vieron muy
oscurecidas por los manejos de la diplomacia internacional y la aparición
del jansenismo.
Esta nueva situación era más
controlable para Jouaud. Bajo el nuevo papa, Inocencio X (1644-1655), la
influencia de Rancati quedaba considerablemente eclipsada, a la par que el
propio Jouaud lograba un puesto prominente en la corte de la Regente, la
reina Ana de Austria. La reina se convirtió en la más decidida protectora de
la Estricta Observancia, y la lucha contra el jansenismo le facilitó una
posición excelente para negociar en Roma: si el Papa se mostraba reticente
en acceder a las demandas de la Estricta Observancia, ella sería igualmente
reticente en proceder contra los jansenistas.
Vaussin trató de neutralizar la ventaja
de sus oponentes utilizando la intervención decidida de las grandes abadías
de Alemania y Suiza, que tenían considerable poder en Roma, pero ninguno en
París. Por lo tanto, la decisión del Parlamento de París del 3 de julio de
1660 cambió el sentido de las agujas del reloj hacia 1634: era válida la
«Sentencia» de La Rochefoucauld, y se ordenaba su ejecución. Sólo la
Estricta Observancia gozaba del privilegio de recibir novicios y sólo los
Abstinentes podían ser elegidos abades.
Como hacía tiempo que se esperaba este
golpe de gracia, una gran cantidad de comunidades cistercienses francesas
decidieron someterse a la reforma antes de 1660, y la propagación del
movimiento se aceleró bajo presión legal después de esa fecha. Hacia 1664,
las casas controladas por los Abstinentes alcanzaban a cincuenta y cinco,
con un total de monjes que se acercaba a los setecientos.
Pero cambios importantes en el panorama
político convencieron bien pronto a Vaussin que, si bien había perdido una
batalla, podría todavía ganar la guerra. Con el papa Alejandro VII
(1655-1667), la influencia de Rancati llegó a su grado máximo. Luego, en
1661, a consecuencia de la muerte de Mazarino, el joven rey Luis XIV tomó
personalmente las riendas del gobierno. Adicto al absolutismo, miraba con
suspicacia cualquier movimiento contra la autoridad establecida, y
consideraba que las demandas radicales de la Estricta Observancia
constituían una rebelión contra el Abad General. Además, para un monarca que
tenía a la vista la expansión francesa hacia el este, era muy digna de
aliento la actitud amistosa de las grandes abadías romanas. Plenamente
consciente de la alianza entre Vaussin y sus colegas alemanes, el rey halló
políticamente adecuado apoyar la autoridad del General. Por último, con el
advenimiento del nuevo régimen francés, la atmósfera piadosa que rodeaba a
la anciana Reina Madre se desvaneció. No siendo ya regente y con la salud
quebrantada, perdió rápidamente influencia en los asuntos públicos.
Fue en estas circunstancias, cuando
Vaussin pidió al real Consejo de Estado que le permitiera transferir a Roma
esta enconada disputa, de tan larga duración que parecía no tener fin, para
someterla al arbitrio del papa. La decisión del Consejo de 18 de junio de
1661, mantuvo el veredicto del Parlamento del año anterior, pero autorizó a
la Común Observancia a apelar a la Santa Sede para una decisión final.
Jouaud, prácticamente fuera de combate,
se dirigió al Parlamento en búsqueda de consuelo y redactó una serie de
envenenados panfletos contra Vaussin y la intervención papal, pero fue
incapaz de impedir que el General defendiera personalmente en Roma la causa
de la Común Observancia. La tarea realizada por Vaussin en la Curia
(noviembre 1661-marzo 1662) resultó muy satisfactoria. Convenció a las
autoridades de que era más importante preservar la unidad de la Orden y
promover una reforma general, que el dominio de la Estricta Observancia. En
consecuencia, un nuevo breve papal invalidaba expresamente la Sentenzia de
La Rochefoucauld, nombraba una congregación especial en Roma para los
asuntos cistercienses, e invitaba a representantes de ambas observancias a
participar en la elaboración de un código cisterciense de aplicación
universal.
El empeoramiento de las relaciones
diplomáticas entre Francia y Alejandro VII impidió la aplicación inmediata
de los términos del breve, pero en 1664 Vaussin estaba listo para viajar de
nuevo a Roma y dar un giro definitivo al litigio de las dos observancias.
Anticipándose a lo peor, Jouaud se inclinaba a boicotear las negociaciones
romanas, pero una convención de abades Abstinentes decidió por último enviar
a dos de los suyos a defender la Estricta Observancia. Uno fue Domingo
George, abad de Val-Richer y el otro fue Armando-Juan Le Bouthillier de
Rancé (1626-1700), abad de La Trapa, recién reformada.
En aquel borrascoso escenario, ésta fue
la primera aparición de Rancé, cuya conversión al monaquismo era tan
comentada. Sin duda alguna lo eligieron por su erudición, piedad y
elocuencia, pero también por sus vinculaciones aristocráticas. A pesar de
esto, su temperamento, su ostentoso ascetismo y su inflexibilidad no eran
los mejores valores para lograr el éxito en Roma. Instintivamente, asumió en
la Curia el papel de un segundo san Bernardo y trató de dar a los cardenales
de la congregación especiales lecciones de espiritualidad monástica y de
reforma, aunque había hecho su propia profesión monástica sólo pocos meses
antes de partir para Roma. A pesar de todo, fue muy eficaz para lograr el
apoyo de cierto número de personajes importantes, como el reverenciado
cardenal fuliense Juan Bona, y Pablo de Gondi, cardenal de Retz.
Nadie dudaba de la decisión final del
arbitraje romano. A fines de 1665, la bula de reforma cisterciense estaba
lista para ser promulgada y únicamente la oposición de la moribunda Ana de
Austria pudo dilatarla. Murió a comienzos del año siguiente, y la muy
esperada bula fue promulgada, en forma de constitución apostólica, el 19 de
abril de 1666. Conocida como la In Suprema por sus palabras
iniciales, sirvió de código de disciplina cisterciense hasta la Revolución
Francesa.
El documento era una interpretación
capítulo por capítulo de la Regla de San Benito y prescribía la misma
disciplina para ambas observancias, salvo en materia de abstinencia. La
Estricta Observancia mantenía la abstinencia perpetua, mientras se permitía
a la Común Observancia comer carne tres veces por semana, excepto durante
Adviento y Cuaresma, cuando la abstinencia era total. Más importante era la
reglamentación relativa a la Estricta Observancia como entidad legal
diferente dentro de la Orden. El papa elogiaba a los Abstinentes por su celo
y disciplina ejemplar, y expresaba sus mejores deseos de un desarrollo más
amplio del movimiento, pero la Estricta Observancia tenía que contentarse
con una autonomía limitada, bajo la supervisión de Cister y del Capítulo
General. Las casas reformadas debían estar divididas en dos provincias, cada
una de las cuales bajo un visitador Abstinente. El Colegio de San Bernardo
debía ser compartido por ambas Observancias, bajo la supervisión del
Capítulo General. Sólo en casos excepcionales, se aceptaba la transferencia
de monjes de una a otra Observancia. Concesión sorprendente otorgada a la
Estricta Observancia fue el derecho de designar de entre sus propias filas a
diez delegados para el Definitorium, comité ejecutivo del Capítulo
General. Como nota final de precaución, el papa impuso perpetuo silencio a
aquellos que podrían estar siempre inclinados a reabrir las hostilidades.
La constitución papal fue promulgada
solemnemente en el Capítulo General de 1667, su primera sesión después de
una reunión sin consecuencias realizada en 1651. Apenas había terminado la
lectura del documento, cuando se levantó Rancé y declaró que la bula era el
resultado de la información incorrecta y del fraude, publicada con el único
propósito de suprimir la Estricta Observancia. Por lo tanto, se reservaba el
derecho de iniciar gestiones legales posteriores en el caso. La protesta de
Rancé estaba firmada por todos los participantes abstinentes del Capítulo.
La muerte de Alejandro VII, ocurrida
ese mismo año, ofreció a estos últimos la oportunidad de dirigir sus quejas
al nuevo papa, Clemente IX (1667-1669). La petición fue presentada en Roma
por el cardenal de Retz. El pontífice, sin embargo, familiarizado
íntimamente con los asuntos cistercienses, no sólo rechazó la apelación,
sino que condenó con fuertes palabras la «temeraria» actitud de Rancé.
Dado que la In Suprema pedía
Capítulos trienales, Vaussin pronto se ocupó en dichos preparativos para
1670. Su muerte, acaecida en Dijon el 1 de febrero de 1670, en medio de sus
actividades, fue una gran pérdida a la causa de la paz, hecho que aun sus
adversarios posteriormente reconocieron. Fue un hombre de buena voluntad y
con sabiduría práctica, más inclinado a aceptar compromisos razonables que a
luchar por la victoria total. Sobre él recayó el papel de campeón en esta
larga y enconada disputa, pero su tacto y deferencia hacia los celosos
protoabades aseguraron, por lo menos en la Común Observancia, una era de
armonía y cooperación.
El sucesor de Vaussin fue Juan Petit
(1670-1682), un doctor en derecho canónico, hombre de aguda inteligencia,
pero con una absoluta devoción a sus principios, uno de los cuales era el
dominio total sobre la Orden. En el término de un año se vio complicado, no
sólo en la lucha contra los Abstinentes, sino también contra los
protoabades. Aunque la muerte de Vaussin pospuso el Capítulo General
anunciado para 1670, se reunió un Capítulo en 1672. Fue el más borrascoso
jamás registrado en los anales cistercienses. Los protoabades establecieron
una extraña alianza con la Estricta Observancia, luchando todos contra los
métodos usados por Petit para lograr el control de las sesiones. Formando
una masa compacta en el poderoso Definitorium con sus propios
partidarios, redujo además a seis los diez delegados Abstinentes. Los
protoabades y los miembros de la Estricta Observancia se retiraron de forma
teatral, y el Capítulo se disolvió en el mayor desorden.
La muerte de Juan Jouaud en 1673
simplemente complicó más el ya enmarañado ovillo. Sin duda alguna, fue un
carácter combativo, pero nunca se pudo poner en tela de juicio su fidelidad
a las genuinas tradiciones cistercienses. El liderazgo de la Estricta
Observancia recayó en Rancé, cuya fuerte inclinación a las disputas era ya
legendaria, y su adhesión al rigor moral era un pobre sustituto para su
falta de comprensión de la auténtica espiritualidad cisterciense.
Debido a que la Estricta Observancia no
había gozado nunca de mucha simpatía en Roma, Rancé decidió a fines de 1673
canalizar por otras vías sus motivos de queja, que por ese entonces incluían
la abortiva sesión del Capítulo General del año anterior. Dirigió una
elocuente apelación al rey en persona, y le prometía aceptar su veredicto
como la voz de Dios. Al mismo tiempo, realizó una movilización total entre
los numerosos amigos con que contaba en París y Versalles, y lanzó una nueva
ola de panfletos de amplia circulación. Un comité real especialmente
formado, encabezado por Francisco de Harlay de Champvallon, arzobispo de
París, debía investigar sus cargos. Petit no estaba en condiciones de
competir con la influencia de Rancé en la sociedad parisina, y se esperaba
un veredicto en favor de la Estricta Observancia. La inevitable intervención
de las abadías extranjeras cistercienses transformó el panorama, y obligaron
al rey a cambiar de idea. En este crítico momento, sus ejércitos estaban
realizando una campaña interminable en Renania, la zona de mayor protesta.
El 19 de abril de 1675, el Consejo de Estado falló en contra de las,
reclamaciones de los Abstinentes, aunque les permitía dirigirse a Roma si
deseaban continuar el litigio. En ese momento era papa Clemente X
(1670-1676), el mismo Emilio Altieri que había servido durante años al
frente de la Congregación romana de asuntos cistercienses; lo cual
desvanecía por sí mismo cualquier ilusión de los Abstinentes de lograr el
éxito en Roma, y el asunto fue abandonado.
Las acusaciones y protestas de los
Abstinentes parecían proseguir indefinidamente, mientras que los papas eran
sólo mortales. A Clemente le sucedió Inocencio XI (1676-1689), un santo
asceta, que no había estado previamente involucrado en la guerra de
Observancias cistercienses, pero que tenía gran estima por Rancé y el éxito
tan propagado de su monasterio. Después que el abad de La Trapa hubo
obtenido algunos valiosos breves del nuevo papa para su propia abadía, la
Estricta Observancia decidió un último intento para resucitar la «Sentencia»
de La Rochefoucauld. Los emisarios de los Abstinentes trabajaron
diligentemente en Roma durante 1677. En ese momento, las autoridades se
mostraron bien dispuestas y surgió el texto de una nueva bula papal que
incorporaba la mayoría de las disposiciones de la notoria «Sentencia» y
conducía nuevamente a la Estricta Observancia a los umbrales de la victoria
total. Pero las relaciones del papado con Francia habían alcanzado un punto
caótico, y la curia no se atrevió a publicar el documento sin consultar
previamente con Luis XIV. La nunciatura papal en París tuvo a su cargo las
conversaciones exploratorias y, a comienzos de 1679, los resultados ya no
fueron un secreto: aunque el rey simpatizara con la reforma, no permitiría
que la autoridad de Cister quedara debilitada con la formación de una
congregación independiente. Se vio, con toda claridad, que no podía hacerse
otra cosa que dejar completamente de lado este asunto.
La situación de la Estricta Observancia
no mejoró por razón de acción legal alguna, sino porque Petit comprendió el
problema en forma distinta. Después de una década de duro batallar en dos
frentes, llegó por fin a la conclusión de que no podía vencer a los
protoabades, sin hacer antes las paces con la Estricta Observancia. En 1683,
era inminente la muy diferida sesión del Capítulo General. Para evitar la
confrontación de 1672, Petit negoció un pacto razonable con los Abstinentes:
les aseguró independencia efectiva en la administración de sus propias
casas, por entonces sesenta, y otorgó a los abades reformados el derecho de
celebrar reuniones anuales, aunque se reservaba el de presidirlas. Tales
reuniones tenían autoridad para nombrar a los visitadores Abstinentes, a la
vez que cualquier problema de otra naturaleza debía ser dirigido a una
delegación de abades reformados. Por último, aseguró Petit a la Estricta
Observancia que no se oponía en modo alguno a que la reforma fuera
introducida en aquellos monasterios donde la mayoría se inclinara por ese
cambio.
De esta forma, después de seis décadas
de incesante lucha, se iba volviendo lentamente al punto de partida. El
acuerdo alcanzado entre Petit y la Reforma recuerda en mucho al pacto de
1624 negociado entre Nicolás Boucherat y fitienne Maugier. Es ocioso
especular sobre cual hubiera sido la suerte del movimiento sin los denodados
esfuerzos para imponerse en Cister. Sin embargo, no es arriesgado aventurar
que, si la Estricta Observancia hubiera aplicado todos sus recursos
materiales, intelectuales y espirituales para lograr una penetración
pacífica de la Orden, en lugar de buscar la victoria a través de medidas de
fuerza logradas de las autoridades, el resultado final hubiera sido más
sólido, aunque menos espectacular.
Por una ironía del destino, cuando la
larga y disputada contienda llegaba a su fin, la Estricta Observancia estaba
ya en proceso de disolución. El factor decisivo en las filas de la reforma
fue principalmente la personalidad de Rancé. Durante la administración de
Richelieu, los líderes Abstinentes elaboraron un código de disciplina
reformada basado en su mayor parte en el «Libro de las Definiciones
Antiguas» de 1316. este resultó ser un instrumento que mantuvo notablemente
la uniformidad, hasta que fue discutido por Rancé y sus discípulos. Sus
propios reglamentos para La Trapa fueron mucho más allá de las medidas de
los Abstinentes en severidad, e insistió en su derecho de formar la
espiritualidad de su comunidad de cualquier forma que encontrara apropiada.
Después de 1667, no concurrió más ni a las sesiones del Capítulo General ni
a las asambleas especiales de la Estricta Observancia, y rechazó
constantemente cualquier intento de incorporar su abadía a la misma línea de
otras comunidades reformadas.
A pesar de que son innegables el celo y
la piedad de Rancé, debe señalarse que las características más notables de
su reforma de La Trapa eran novedades en la historia de Cister. En lugar de
dar nueva vida a las tradiciones cistercienses genuinas, La Trapa reflejó el
desarrollo espiritual de su reformador y el ascetismo exagerado de la
Francia del siglo XVII. Rancé creía que el monaquismo era básicamente una
forma de vida penitencial; los monasterios una especie de prisiones y sus
habitantes criminales, condenados a pasar el resto de sus vidas sufriendo
castigos severos. La misión fundamental del abad era excogitar para sus
monjes todo tipo de humillaciones, y estimularlos que practicaran la
austeridad, aun a costa de su salud. No se les permitía sentir satisfacción
alguna por sus trabajos y ejercicios; su actividad más apropiada era
lamentar sus pecados. De acuerdo con esta concepción, se disponía la
disciplina de la casa, el menú y el trabajo diario. Rancé y sus seguidores
multiplicaron el tiempo ocupado en oraciones, volvieron al trabajo duro,
dieron un nuevo énfasis al silencio y desterraron de su mesa, no sólo la
carne, sino también pescado, huevos y manteca. En cierta forma, había
resurgido en La Trapa el espíritu heroico de los primeros cistercienses,
pero Rancé sustituyó la maravillosa vibración del espíritu contemplativo de
san Bernardo por la lobreguez del rigorismo de su época.
La introducción de la reforma en
Sept-Fons, otro centro renombrado de renovación fue tarea de Eustaquio de
Beaufort (1636-1707). En 1656, cuando recibió la abadía como merced real,
era un joven de sólo veinte años. No sin alguna vacilación, se decidió a ser
monje y completó su noviciado en Claraval, pero apenas se había unido a la
Estricta Observancia en 1664, cuando experimentó una «segunda conversión».
En los años que siguieron, sintió mucho la influencia de Rancé, a pesar de
lo cual Sept-Fons desarrolló igualmente una versión distinta de la
disciplina Abstinense.
Por una situación similar pasó Tamié,
donde la Estricta Observancia fue introducida en 1677 por el abad Juan
Antonio de la Forest de Somont, que actuaba bajo la inspiración de Rancé. El
único discípulo incondicional de Rancé entre los cistercienses fue Carlos de
Bentzeradt, abad de Orval, quien envió a sus monjes para su formación en La
Trapa, y adoptó en 1674 los reglamentos de dicha abadía. A su vez, Orval
consiguió imponer el nuevo estilo de vida en las comunidades de Conques
(1697), Düsselthal (1701) y Beaupré (1710). De todas las casas
cistercienses, sólo Orval y sus tres casas afiliadas dieron entrada al
jansenismo. Aunque Rancé gozó de la amistad de varios jansenistas, se las
arregló para evitar el verse involucrado en él.
A pesar de que la Estricta Observancia
quedó hasta la Revolución Francesa como una institución principalmente gala,
La Trapa dio en 1705 nueva vida y reformó la abadía italiana de Buonsolazzo,
que a su vez introdujo la misma observancia en Casamari en 1717. El último
paso en su desarrollo fue la adquisición y reforma por Sept-Fons de
Val-des-Choux en 1761, anteriormente Caulite (congregación contemplativa
independiente). Bajo la nueva administración, esa antigua abadía cambió su
nombre por Val-Saint-Lieu. Como sucedió en todo el mundo monástico de
Francia durante el siglo XVIII, la Estricta Observancia perdió mucho de su
fervor original, aunque La Trapa y Sept-Fons fueron, hasta el último
momento, comunidades muy pobladas, de ejemplar disciplina.
La Estricta Observancia incorporó
durante el siglo XVII cinco conventos de monjas cistercienses (Maubuisson,
Argensolles, LieuDieu, Thorigny, Sainte-Catherine d’Angers), mientras que el
convento de Les Clairets fue reformado bajo la tutela de La Trapa.
Es problemático dar un número
definitivo de abadías pertenecientes a la Estricta Observancia, porque
algunas comunidades pequeñas cambiaron sus afiliaciones entre las dos
observancias varias veces. En la cumbre de su crecimiento, la Estricta
Observancia incluyó sesenta y cinco casas, sumadas a los cinco cenobos de
monjas.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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