Historia institucional cisterciense
Los Cistercienses y el Antiguo Régimen
El fervor religioso que animó a la
Estricta Observancia no quedó de ninguna manera restringido a Francia. Tan
pronto como la Paz de Westfalia (1648) puso fin a una centuria de
devastadoras guerras religiosas, el espíritu de la renovación católica se
manifestó en toda la Europa central y oriental. Fue la era del Barroco,
caracterizada por una apasionada búsqueda de gloria, grandeza y
magnificencia, pero también por un entusiasmo religioso claramente expresado
en las artes plásticas, la música, o la mística, la pompa de la liturgia y
la devoción popular. El mensaje del monaquismo vestido con formas y colores
novedosos llegó de nuevo a las masas católicas. Se multiplicaron las
vocaciones y, en cierto número de casos, los claustros medievales resultaron
demasiado pequeños. Muchas de estas abadías fueron reedificadas por
completo, o por lo menos sustancialmente remodeladas. Monasterios en ruinas,
abandonados y casi olvidados, cobraron vida y fueron repoblados por una
nueva generación de pioneros cistercienses.
La devastada Hungría, reconquistada a
los turcos, se convirtió nuevamente en un lugar prometedor para volver a
establecer cuatro abadías en el transcurso de pocas décadas. La populosa
Welehard, en Moravia, envió a los nuevos moradores primero a Pászto (1702) y
luego a Pilis (1712). Después de varios intentos sin éxito Heinrichau,
Silesia, adquirió y reconstruyó Zirc (1726), abadía que se convertiría en el
gran centro de renovación cisterciense. La austríaca Heiligenkreuz se
interesó por la abandonada San Gotardo y encendió de nuevo el fuego de la
vida monástica en una abadía elegantemente reconstruida.
El celo de los cistercienses polacos
dio por resultado fundaciones completamente nuevas en Lituania. Entre 1670 y
1710, se erigieron tres casas para monjes, a las que sucedió, poco después,
un convento de monjas. Varias abadías alemanas arruinadas y abandonadas en
la tormenta de la Reforma volvieron a tener vida. Waldsassen, cerca de
Regensburg, fue reavivada en 1669 por Fürstenfeld. En un plazo breve, la
renaciente abadía, habitada por cincuenta monjes, se convirtió en un hogar
magnífico de arte y piedad barrocas.
En Flandes, bajo régimen austríaco
durante todo el siglo XVIII, Villers se recobró completamente de las guerras
de Luis XIV y en 1734 alojaba sesenta y dos monjes. Por esa misma época,
Aulne gozaba de gran prosperidad y hacia fin de siglo contaba con alrededor
de ochenta sacerdotes. Les Dunes, totalmente destruida, fue trasladada a
Brujas donde su numerosa comunidad construyó una abadía nueva y magnífica,
sede actualmente del seminario diocesano.
En la distante Portugal, Alcobaça
alcanzaba su apogeo en el siglo XVIII. No sólo la planta del monasterio se
extendió en un complejo de edificios monumentales, sino que su población se
elevó en 1762 a ciento treinta y nueve monjes profesos. El abad era miembro
permanente de las Cortes y el Consejo real, servía como Gran Limosnero en la
corte, ostentando entre muchos otros, los títulos de «Excelencia» y
«Defensor de las Fronteras». Guillermo Beckford (1760-1844), el conocido
viajero y autor inglés, visitó Alcobaça en 1794 y publicó una descripción de
la abadía y sus alrededores llena de color. Calculaba el personal del
magnífico establecimiento en cerca de cuatrocientos, y alababa la pródiga
hospitalidad de los monjes, que incluía conciertos y representaciones
realizadas por los mismos en el teatro de la abadía. La exquisita comida, lo
más apreciado por el irreverente inglés, era preparada en una cocina de
enormes proporciones, «el templo de la glotonería más distinguido de toda
Europa». Alcobaça no fue de ninguna manera el único centro cisterciense que
florecía en el país: Tarouca, Salzadas y Bouro, cada uno poblado por más de
cincuenta monjes, gozaban de similar prosperidad. Muchas abadías en España,
en especial la prestigiosa Poblet, continuaron su existencia
ininterrumpidamente durante el siglo XVIII.
Las abadías suizas compartieron el
éxito de las bávaras y renanas, y únicamente en Italia, debido
principalmente a la falta de recursos financieros, quedó rezagado el proceso
de recuperación.
El esplendor del barroco y el
crecimiento externo se combinaban por lo general con un renacimiento moral
igualmente impresionante y un alto grado de disciplina monástica. Sin
embargo, debe admitirse que la civilización del barroco, básicamente
aristocrática, penetró profundamente en las filas de los monjes. Los abades
adoptaban, o por lo menos emulaban, el empaque de los príncipes vecinos, y
los monjes sucumbían con frecuencia ante la tentación de crear dentro de los
claustros una atmósfera palaciega.
Una de las manifestaciones más notables
de esta espontánea tendencia fue el amor apasionado por la música. Había
entre los cistercienses unos pocos compositores originales que lograron
amplia reputación, tales como el fuliense Lucretio Quintiani de Cremona y
Juan Nucius (1620), abad de Himmelwitz consumado prosélito de sus
contemporáneos holandeses, especialmente Orlando di Lasso. En las iglesias,
se empleaba frecuentemente la polifonía y, a veces, aun una orquesta, y los
ambiciosos monjes-músicos encontraban amplia oportunidad de desplegar todos
sus talentos en frecuentes celebraciones monásticas. En tales ocasiones – lo
mismo que en cualquier otra reunión aristocrática-, la orquesta de cámara
entretenía a los religiosos y a los huéspedes invitados durante la cena. En
algunos monasterios, por otra parte bien disciplinados, tales costumbres se
impusieron sin reparos, en otros casos se los tildó de intolerables abusos.
El problema se discutió en el capítulo provincial de Bohemia en 1737, donde
los abades condenaron y prohibieron cualquier tipo de música a la hora de
comer y en cualquier ocasión. Un vocero del grupo, escribió en 1737 un
trabajo muy erudito titulado De musita monachorum, un documento
extraordinario sobre el tema. Seguramente exageró al describir el entusiasmo
universal por la música; sin embargo, merece citarse una observación mordaz:
«Al recibir un candidato para el noviciado se le interroga principalmente
sobre música. No hay ninguna alusión ni indagación respecto a su educación,
cualidades morales o estudio; una pregunta se le formula como único
requisito, o por lo menos el más importante: si sabe música».
En Austria, la música representó un
papel importante en la mayoría de las abadías cistercienses. El abad Juan
Seifried de Zwettl (1612-1625) compuso y puso en escena un oratorio que
alcanzó éxito. Posteriormente, en el mismo siglo, uno de sus sucesores,
Caspar Bernhard (1672-1695), adaptó para su diario las palabras del salmo
150: «En estos días resuenan en nuestro monasterio música festiva y
admirable, con la que alabamos al Señor con coro y órgano, con el alegre
resonar de címbalos, lo mismo que con el bronco ruido de las trompetas y el
son de los cuernos». En 1768, un jubileo abacial dio ocasión para la
representación de una cantata escrita por los monjes y titulada Applausus.
La excelente obra fue orquestada por el genio de la música austríaca, José
Haydn.
A imitación de sus aristocráticos
vecinos, cada abadía se enorgullecía en poseer finas piezas de arte y
colecciones de interés históricos o científicos. En algunos casos, se
instalaron laboratorios de física bien equipados, o aun observatorios
astronómicos. Un visitante benedictino describió Raitenhaslach tres años
antes de su secularización como un verdadero hogar de las artes y las
ciencias. Una galería de arte incluía ciento cincuenta pinturas de maestros
famosos. Tenían un laboratorio para la experimentación física
espléndidamente provisto, varias colecciones de botánica y zoología, y una
biblioteca excelente, bien equipada en especial para las ciencias naturales.
Al mismo tiempo, el huésped quedó muy impresionado por la disciplina
ejemplar mostrada por los cuarenta y tres monjes.
A primera vista, esta mezcla extraña de
tradiciones monásticos cistercienses y mentalidad barroca puede parecer
contrapuesta y contradictoria. Sin embargo, así como el refinamiento barroco
no encontró objeción para remodelar las iglesias góticas en el nuevo estilo,
la adaptación de las costumbres monásticas fue aceptada con la misma
naturalidad y comprensión. Bartolomé Sedlak, secretario del Abad de
Heinrichau, describió con habilidad cómo la simplicidad y la magnificencia,
pobreza y prodigalidad, disciplina y relajación podían estar combinadas en
una armonía incomparable en Salem, el importante centro de la Congregación
Alemana. Siendo el propio Padre Bartolomé miembro de una comunidad rica y
floreciente, se acercó a la abadía con un espíritu predispuesto para los
celos y el prejuicio. Mas su informe de 1768 refleja, con toda seguridad, su
admiración por todo lo que vio y experimentó. El Abad de Salem, de esmerada
educación y magnífico mecenas del arte y las ciencias, fue honrado con el
título de «Excelencia», como cabeza de un territorio inmediatamente
subordinado al Emperador (Reichsunmittelbar). A su llegada, el
visitante fue conducido al refectorio, donde se maravilló por el espléndido
servicio y la música vocal e instrumental bien ejecutada para su
entretenimiento. Paseándose por el magnífico edificio, admiró el tesoro de
la sacristía, especialmente una enorme custodia valorada en 60.000 florines,
las catorce campanas de la torre y la colección única de la biblioteca, cuyo
bibliotecario dominaba siete idiomas. Elogiaba la precisa perfección del
canto gregoriano y los oficios litúrgicos, el fausto de una misa mayor
solemne, pero estaba mucho más impresionado por el edificante recogimiento
de los monjes. «Allí, mientras observaba tan exacta disciplina regular»,
escribía el Padre Bartolomé, «tuve la impresión con gran consuelo de mi
corazón, que estaba viendo Claraval en la época de nuestro Padre san
Bernardo. Había setenta monjes en la casa, pero, aunque pasamos varias veces
por los corredores, no encontramos a ninguno. Esto no sucede por casualidad;
estaban absortos en sus estudios y el hábito de soledad había penetrado en
su propia naturaleza. Aunque el monasterio posee muchos recursos, los monjes
sobresalen por su gran pobreza. El material de sus hábitos es sencillo, y no
usan ropa interior de lino, sino de lana. En materia de disciplina monástica
siguen al pie de la letra la reforma constitucional de Alejandro VII».
La influencia de la ilustración dentro
de los monasterios cistercienses germanos tuvo vida corta y superficial, y
afectó sólo a monjes concretos. La famosa abadía bávara de Kaisheim nos
proporciona de ello un ejemplo característico. Allí, durante la década de
1770, la joven generación de clérigos estuvo influenciada por el eminente
profesor Ulrico Mayr, graduado en la Universidad de Ingolstadlt y un
entusiasta de la filosofía «ilustrada». «Estoy contento de ser monje»,
escribió a un amigo, «porque.creo que, por su profesión, el monje puede
servir a los ideales de la filosofía cristiana. Es un hombre que vive en
soledad silenciosa, libre de las cargas domésticas, rodeado de amigos
cultos, y es siempre un virtuoso filántropo».
¡Oh, cuánto podría contribuir al
bienestar general! Aceptó complacido la abolición de la Compañía de Jesús,
así como las medidas del emperador José contra las comunidades
contemplativas, mientras que puso todo su empeño en conformar su monasterio
a las pautas «ilustradas». Sin embargo, la oposición de la mayoría creció
poderosamente y, en 1785, dejó con gran tristeza Kaisheim por una parroquia
rural. La reacción conservadora contra la Ilustración fue igualmente fuerte
entre todos los cistercienses de Baviera; en los círculos «ilustrados» de
Würzburg eran llamados «los jesuitas blancos».
Por razones obvias, en su examen de la
historia de la Orden debe prestarse especial atención a Francia. Por su
lado, la mitad de las abadías que sobrevivieron a la Reforma estaban
situadas dentro de las fronteras de Francia. Luego, seguían residiendo en
Cister los organismos de administración central, el Capítulo General y el
abad general. Estas eran otras características que también habrían apartado
a los cistercienses franceses de sus hermanos de cualquier otro punto de
Europa. Ya hemos hablado de la aparición de la Estricta Observancia como
institución predominantemente francesa. La persistencia del sistema
comendatario fue otra característica de la vida monástica francesa, que
redujo aún más los resultados beneficiosos de la renovación litúrgica
universal, tan espectacular en otros lugares. En Francia, se hicieron sentir
más agudamente los perniciosos efectos de la interminable disputa entre el
abad general y los cuatro protoabades, así como la interferencia
gubernamental en la administración y legislación de la Orden, en constante
aumento. Para concluir, las profundas incursiones de la Ilustración
socavando la posición social de las órdenes contemplativas, preparando a la
opinión pública para los acontecimientos de la Revolución, eran allí más
evidentes.
Aun la Estricta Observancia fue incapaz
de eliminar las pretensiones y las presiones fiscales de los abades
comendatarios. Se llegó a un compromiso: la disciplina y la administración
interna quedaban confiadas al prior conventual, nombrado por los superiores
monásticos, mientras que el manejo de los bienes abaciales constituía un
derecho del abad comendatario. A pesar de esto, el problema crucial había
sido siempre la división de las rentas monásticas. La usanza legal,
establecida a comienzos del siglo XVII por cierto número de decretos
cortesanos, requería una distribución tripartita del ingreso bruto. El
primer tercio (mensa abbatialis), era pagado al abad; el segundo (mensa
conventualis), se dejaba aparte para proveer de alimentos y ropa a un
número estipulado de monjes. Esta suma, dividida entre los monjes, se
llamaba con frecuencia «pensión». El tercero (tiers lot), se
reservaba para los gastos de manutención, incluida la reparación de los
edificios. Los términos de la distribución eran aceptados por medio de un
contrato formal. No obstante, el abad rehusaba frecuentemente entrar en
cualquier relación contractual o ignoraba sus términos. En ambos casos,
continuaba sacando lo más que podía de los bienes monásticos, sin tener la
menor consideración con las más elementales necesidades de los monjes.
Pleitos interminables por tales causas llenan páginas incontables de las
crónicas monásticas.
Una de las primeras y peores
consecuencias del sistema comendatario fue el gran descenso del número de
monjes. A los ojos de las personas nombradas por el rey, que recibían sus
abadías como recompensa material a variados servicios, la presencia de
monjes había sido siempre una gravosa carga financiera. Hicieron todo lo
posible por reducir el número de monjes al mínimo absoluto; si la abadía era
víctima de la guerra u otro desastre, rechazaban reconstruirla y repoblarla.
Aun en el mejor de los casos, cuando el contrato especificaba las
obligaciones financieras del abad, se fijaba el número más bajo posible de
monjes y de «pensiones», sin esperanza alguna de acrecentar el número de
miembros o de mejorar la situación económica. El descenso del número y el
bajo nivel del personal no se deben en forma alguna a una disminución
general de vocaciones, sino a una limitación malsana y artificial que
escapaba al control de la Orden.
Donde el número de monjes había sido
fijado ya por contrato, algunos abades comendatarios concentraron sus
esfuerzos para forzar la admisión de sus propios protegidos para las plazas
vacantes. Si el candidato no era aceptable para la Orden, se originaban
nuevas disputas y los comendatarios se desquitaban impidiendo la admisión de
novicios.
En comunidades donde las «pensiones»
eran muy reducidas, los mismos monjes sintieron una fuerte inclinación a
mantener bajo el número de miembros y mejorar las condiciones aprovechando
el dinero destinado a las plazas vacantes.
En cierto número de casas, la presencia
de un único monje era simplemente una formalidad legal; quedaron todavía más
monasterios completamente vacíos, o que fueron perdidos por la Orden por
distintas causas. Cuando el Capítulo General de 1667 arregló las cosas para
la visita de todas las casas de Francia, la lista de monasterios, tanto de
la Estricta como de la Común Observancia era sólo de ciento cuarenta y nueve
comunidades, lo que significaba que, cerca de cincuenta casas a fines
prácticos estaban vacías. En 1683, el número de monasterios para ser
visitados había aumentado hasta 164, pero el desarrollo territorial de
Francia fue el mayor responsable del incremento.
Sin embargo, debe señalarse con toda
justicia que la mayoría de los comendatarios estaban de hecho forzados a
contribuir con parte de sus rentas a la reconstrucción de los edificios,
mientras que la recuperación moral fue promovida eficazmente por distintos
organismos de la Orden. En 1600, un monasterio con miembros disciplinados,
posesiones bien administradas y edificios conservados era una excepción
rara; hacia 1700, en cambio, la mayoría de las casas cistercienses
sobrevivientes poseían por lo menos lo más esencial para una vida religiosa
ordenada, y ya no eran frecuentes los casos de negligencia o desorden total.
Donde fue posible la reconstrucción
material y se podía garantizar el mantenimiento de una comunidad algo grande
se seguía la recuperación moral, casi espontáneamente. Por el contrario,
cuando la falta de celo y disciplina eran crónicas, el número de miembros
era generalmente reducido y la pobreza en aumento. Dado que el control sobre
factores económicos decisivos estaba en muchos casos más allá del poder de
la Orden, la uniformidad quedó sólo en deseo, pero nunca se logró. A la
sombra de magníficas abadías, con monjes ejemplares, subsistían simplemente
casas pequeñas, en lucha constante, dominadas por problemas sin solución.
La afiliación a la Estricta Observancia
fue, con certeza, un poderoso factor en el proceso de recuperación de una
tercera parte de las casas francesas. No obstante, el movimiento tuvo un
éxito más espectacular en los casos donde la introducción de la reforma
estaba unida al retorno de los abades regulares, o realizada con el apoyo
total del abad comendatario. La simple adquisición de un monasterio por la
Estricta Observancia raramente dio por resultado mejoras apreciables. Aunque
es muy posible que el promedio de las casas de la Estricta Observancia
estuviera en un plano moral y económico más alto que sus similares de la
Común Observancia, se debe considerar también el mayor, porcentaje de
abadías regulares en la Estricta Observancia. En el máximo de su expansión,
la reforma contaba con casi la tercera parte de las casas cistercienses
pobladas, incluyendo la mitad de las abadías regulares.
La tarea de restauración dentro de la
Común Observancia fue inculcada por el Capítulo General y promovida por
fervientes visitadores, pero, en última instancia, su éxito se debe a la
constitución apostólica In suprema de Alejandro VII, de 1666. Sobre la base
de este documento, se había logrado hacia fines de siglo un grado razonable
de disciplina interna en todos los monasterios.
En lo relativo a la administración
central, el recrudecimiento de la lucha enconada entre Cister y los cuatro
protoabades debe reconocerse que constituyó el problema clave durante el
resto del Ancien Régime. Cuando, después de décadas enteras de ardua lucha,
la Estricta Observancia se vio forzada a someterse, los protoabades se
prepararon para reasumir su oposición a Cister, sólo para descubrir que
gozaban de muy poca simpatía en el gobierno de Luis XIV. El régimen
absolutista no podía apoyar a súbditos rebeldes contra una autoridad
establecida, que, en el caso de Cister, aseguraba una efectiva influencia
francesa sobre poderosas congregaciones extranjeras. Por esta razón, el abad
Juan Petit (1670-1692), victorioso tanto contra la Estricta Observancia como
contra sus cuatro antagonistas, llegó casi a establecer un control
monárquico sobre la Orden Cisterciense.
Los sucesores de Petit se esforzaron
por mantener la misma prominente posición en el puesto de control de la
Orden. Conscientes de que el Capítulo General y el definitorium eran
los únicos tribunales donde los humillados protoabades podrían exponer sus
motivos de queja, los abades de Cister se volvieron cada vez más reticentes
para convocar a Capítulo, a pesar de que la In suprema establecía sesiones
trienales. Nicolás Larcher (1692-1712) reunió sólo una de esas asambleas en
1699. Bajo Edinundo Perrot (1712-1727), no hubo ningún Capítulo. Perrot,
como sus antecesores, descansaba en el apoyo brindado por sus colegas
germanos en su batalla contra «ese viejo dragón de cuatro cabezas». El
portavoz alemán Esteban Jung (1698-1725), abad de Salem, formuló una clásica
expresión representativa de su posición, sacando del olvido el argumento de
la generación precedente. Aludiendo al dicho popular francés une foi, une
loi, un roi (una fe, una ley, un rey), escribía a Luis XV: «Así como
tenemos un solo Dios y una sola fe, así nuestra Orden tiene una única
cabeza», y agregaba una antigua amenaza: «si no se puede hallar otro remedio
en un futuro cercano, nosotros, los alemanes, estamos decididos a elegir un
General especial para Alemania, acción que perjudicaría enormemente al Reino
de Francia».
Andoche Pernot (1727-1748) se vio
obligado a convocar un Capítulo en 1738 bajo fuertes presiones, pero su
maquiavelismo por asegurar el apoyo de la asamblea a su política sólo
aumentó la hostilidad de los protoabades, y acentuó la determinación de
éstos de asentar un contragolpe apenas se les presentara la oportunidad.
Entretanto; los cambios en el ambiente social y político del siglo XVIII
comenzaron a favorecer lentamente a los protoabades. Durante la primera
mitad del siglo XVIII, los miembros de la nobleza francesa, reducidos por el
«Rey Sol» al impotente papel de cortesanos, lograron una notable renovación.
Compartieron en mayor escala el poder político y reforzaron sus antiguos
privilegios. Al mismo tiempo, una filosofía política popular, cada vez con
mayor auge, denunciaba los gobiernos absolutistas, y volviendo sus ojos
envidiosos al otro lado del Canal, exigían una administración más
representativa y el equilibrio e interdependencia de los tres poderes
gubernamentales.
Como exteriorización visible de
tales aspiraciones, la nobleza recobró su monopolio sobre las sedes
episcopales, y trató de forzar la sumisión de las órdenes monásticas
exentas, la exención había sido, sin duda, un privilegio muy criticado
durante siglos, pero el hecho de que, en el siglo XVIII, casi todos los
abades pertenecían a una burguesía en rápido ascenso, rica e influyente,
agregaba al crónico antagonismo entre obispos y abades el matiz de una lucha
de clases. En esencia, la mayoría de los ataques al
poder del abad de Cister puede tildarse de trivialidades, pero el plan obvio
de obligar al superior de la Orden – que había sido de otro estamento –, a
volver a su propio lugar dentro de la escala social, transformó cada disputa
en una lucha de principios.
Durante esas querellas que se
prolongaron décadas enteras, los protoabades libraron una batalla constante
contra Cister, que estaba a favor de la vuelta a la actividad y el
mantenimiento del Colegio de San Bernardo en Toulouse. Larcher y sus dos
sucesores inmediatos hicieron repetidos esfuerzos por insuflar nueva vida a
la decadente institución, y presionaron a las abadías vecinas para que
apoyaran el Colegio, tanto moral como financieramente. Al mismo tiempo, los
protoabades nunca cesaron de señalar que el motivo real oculto tras la idea
era la ambición de poder del Abad General, y su explotación de los
monasterios.
El Capítulo General de 1738 proporcionó
al abad Pernot una victoria pírrica, por cuanto sus humillados colegas
salieron más determinados que nunca a resarcir sus motivos de queja. Su
sucesor en Cister, Francisco Trouvé, fracasó en el intento de lograr la
reconciliación en 1748. El nuevo General, un natural de la Champaña de
origen burgués, por entonces un hombre relativamente joven, de 37 años era
doctor en La Sorbona y prior de la Clarté-Dieu, un monasterio pequeño de la
diócesis de Tours. Su personalidad, sus pulidos modales y su erudición se
unían a un agudo sentido de su nueva dignidad y a una firme decisión de
defender o aun fortalecer su encumbrada posición. La nueva disputa alcanzó
su clímax en un proceso judicial iniciado por los protoabades ante el
Grand Conseil el 12 de marzo de 1760. Durante los meses subsiguientes
un sinfín de panfletos y memorias, firmados por ambos bandos, trataban de
influenciar a los jueces, lo mismo que al público interesado. Los
protoabades atacaban, alegando que, durante los últimos cuarenta años, había
tenido lugar una «revolución» organizada por los abades de Cister, «para
cubrirlo todo con el manto de su opresivo poder». Ya no tenían sentido los
Capítulos, porque estaban cambiando un gobierno de corte aristocrático,
basado en el derecho, por otro monárquico, donde todo quedaba en manos del
Abad de Cister. Trouvé replicó en forma cortante que había planeado
repetidas veces la convocatoria de un Capítulo, pero no pudo hacerlo por
circunstancias adversas o por el rechazo inesperado de los poco propicios
protoabades. Más aún, proseguía el General, la administración de la Orden no
podía depender de un «senado» aristocrático convocado sólo en raras
ocasiones. Tal asamblea, si es que iba a ofrecer asistencia significativa al
Abad de Cister, debería estar, por lo menos potencialmente, en sesión
permanente.
El 14 de marzo de 1761, el Grand
Conseil publicó la tan esperada decisión, favorable en líneas generales
a los protoabades. Invalidaba un cierto número de decretos aprobados por el
Capítulo de 1738, conjuntamente con los nombramientos subsiguientes y las
medidas administrativas tomadas más recientemente por Trouvé. El mismo
arrêt recalcaba que todas esas disposiciones tendrían que ser elaboradas
consultando a los protoabades reunidos en capítulo. Trouvé apeló el
veredicto de inmediato, dirigiéndose directamente al rey, pero era evidente
que no se podía diferir por mucho tiempo la convocatoria del Capítulo
General. Sin embargo, ante el cambio operado, un Capítulo ofrecía más
ventajas a los protoabades que a Cister.
El Capítulo se inició el 5 de mayo de
1765 después de larguísimas preparaciones, en presencia de Antonio Juan
Amelot de Chaillou, intendente de Borgoña, representante del gobierno real.
Asistieron a la sesión únicamente sesenta miembros con derecho a voto,
divididos en dos facciones casi iguales. La mayoría de los abades franceses
apoyaban a los protoabades, mientras que los extranjeros, especialmente los
alemanes, se alinearon sólidamente detrás del General.
No obstante, antes de que pudiera
discutirse nada de importancia, surgió de nuevo el problema de la
constitución y autoridad del definitorium. Dado que los protoabades
podían controlarlo fácilmente, Trouvé insistía en la preeminencia de la
sesión plenaria del Capítulo. Después de algunos días de altercados
inútiles, el Capítulo General se disolvió en desorden, más o menos como
había ocurrido en 1672.
Las dos partes en pugna se dirigieron
al Parlamento de Dijon, para alcanzar justicia. Cuando ese tribunal, bajo
presión de los alemanes, falló a favor de Trouvé, los protoabades apelaron
ante el Consejo real. Por ese entonces (1766), se había establecido bajo
auspicio del rey la «Comisión de Regulares» encabezada por Étienne-Charles
de Lomérie de Brienne, arzobispo de Toulouse. De aquí en adelante, todos los
problemas importantes tendrían que ser solucionados por medio de este cuerpo
de oficiales eclesiásticos y estatales.
Tal como se estableciera inicialmente,
el propósito de la Comisión era la reforma de las órdenes religiosas. Las
oportunidades en que debía intervenir específicamente, y los medios con que
contaba fueron indicados sólo posteriormente por medio de una serie de
decretos reales. Esas reglamentaciones señalaban con gran detalle la
determinación de la edad y otras cualidades de los candidatos, la
organización de los noviciados y una serie de cuestiones administrativas y
disciplinarias. Los artículos esenciales de la reforma eran la exigencia de
una revisión y una nueva publicación de las constituciones monásticas y el
establecimiento de un mínimo de miembros en cada casa. Como es lógico, este
último requisito podía satisfacerse únicamente reduciendo el número de
comunidades pequeñas; más aún, en el caso que, medidas tan agudas no
produjeran las mejoras deseadas, estaba proyectada la secularización de toda
la Orden. En realidad, durante el período de trabajo de la Comisión, se
cerraron más de cuatrocientas cincuenta casas religiosas, y se secularizaron
nueve órdenes enteras.
Aunque se repitiera hasta el cansancio
y se asegurara solemnemente que la única intención de la Comisión era
promover una sana reforma, y de esta forma contribuir al bienestar de la
Iglesia, no pudieron silenciarse las críticas ni vencerse la activa
oposición. El hecho de que los más ruidosos agitadores a favor de una
reforma fueran los mismos individuos que tramaron la expulsión de los
jesuitas, confirmaba las sospechas de los que creían firmemente que la nueva
organización era en realidad un instrumento para la destrucción del
monacato. Por desgracia, el carácter y la personalidad de Loménie de Brienne
no podían ser garantía para la honrada ejecución de las metas propuestas por
la Comisión. No sólo su vida privada estaba muy por debajo del mínimo
exigible a los eclesiásticos, sino que aún su fe en la existencia misma de
Dios era muy cuestionada.
La Comisión trató de enfrentarse con
los problemas de cada orden con una flexibilidad poco común. En el caso de
los cistercienses, las tácticas de la misma fueron en extremo refinadas.
Brienne explotó simplemente las agrias disputas periódicas entre las
fracciones rivales de Cister y los protoabades. Se admite comúnmente que
podría haberse llegado a un arreglo más satisfactorio revisando la
constitución de la Orden. En el sentido estricto de la palabra, no había
ninguna constitución actualizada. El documento que másse le parece, el breve
In suprema de 1666, firmado por Alejandro VII, aunque era de
naturaleza amplia, se refería especialmente al problema de las observancias.
Siempre se había planeado una colección sistematizada de leyes, pero nunca
había llegado a materializarse. De esta manera, el propósito principal de la
Comisión, la reforma constitucional, no se lograría por presiones externas,
sino mediante la amplia cooperación de ambas partes, guiando simplemente la
actividad del Capítulo General en la dirección deseada. Dado que los
distintos elementos especiales de la reforma proyectada podrían ser
incorporados con facilidad a la nueva constitución, no se ejercía presión
alguna sobre la Orden para que aceptara exigencias concretas, y aun la
supresión de pequeñas comunidades quedaba diferida hasta la ratificación
final de la nueva constitución.
El Capítulo General de 1768 se dedicó
por entero a los preliminares de la reforma constitucional. Entre los
cincuenta y cuatro miembros con derecho a voto, los partidarios del General
tenían neta mayoría. Sin embargo, dos comisionados reales, el ya mencionado
Amelot de Chaillou y Juan Armando de Roquelaure, obispo de Senlis, actuando
de acuerdo con las instrucciones recibidas de Brienne, dominaron las
sesiones. Dado que la intención de Brienne era democratizar el gobierno de
la Orden, otorgando mayor influencia a los protoabades, el partido de Trouvé
tenía pocas posibilidades de triunfar.
La sesión se inició el 2 de mayo con la
puesta en circulación de un cuestionario de cien preguntas preparado por la
Comisión de Regulares y concerniente al gobierno de la Orden. Brienne
anticipó evidentemente una amplia gama de respuestas, pero simplemente se
redujeron a dos grupos que apoyaban líneas partidarias estrictas: treinta y
uno favorecieron la posición del General y veintitrés la de los protoabades.
Como no se pudo llegar a ninguna conclusión durante cinco días consecutivos
de acaloradas discusiones, el borrador del texto preliminar fue confiado a
un comité abacial, en el cual estaban representados los dos bandos.
Después de tres años de labor, el
Comité, tal como podía preverse, no pudo zanjar las diferencias, y el
resultado fue la aparición de dos propuestas de constitución en lugar de
una. La tarea del Capítulo General de 1771, que duró desde el 2 de
septiembre hasta el 2 de octubre, la sesión más larga que se haya registrado
jamás, era debatir los textos en conflicto, y llegar a una posible decisión
en materia tan compleja. Sobre el total de sesenta y cuatro participantes
con derecho a voto, el partido del General estaba de nuevo en amplia
mayoría, gracias a la presencia de veintitrés abades extranjeros. A pesar de
la constante intervención de Roquelaure, el inevitable resultado fue la
constitución que representaba el punto de vista de Trouve, y que por
consiguiente era totalmente inaceptable para Brienne.
El próximo paso fue el nombramiento de
un subcomité compuesto por cuatro miembros de la Comisión de Regulares
encargado de la redacción del tan buscado texto de compromiso que pudiera
ser aceptado por las facciones en disputa. Esta tarea resultó a todas luces
imposible, y los puntos claves quedaron sin decidir por más de una década.
Los acontecimientos trágicos en el
Imperio austríaco, que aislaron a Trouvé de sus leales defensores, cortaron
el nudo gordiano y dieron ventaja decisiva al partido de los protoabades.
Mientras que en Francia disminuía gradualmente la campaña contra los monjes,
el gobierno imperial iniciaba un ataque devastador contra las abadías ricas
y poderosas, dentro de su esfera de influencia. La prosperidad de los
monasterios «inútiles» era una tentación a la cual no podían resistir los
déspotas «ilustrados». Mantener correspondencia con superiores extranjeros,
mandar fondos al exterior, concurrir a capítulos más allá de las fronteras,
se habían hecho cada vez más difícil, aun durante los últimos años de la muy
religiosa María Teresa. Su hijo y sucesor, José II, asestó ahora un golpe
mortal. Un decreto imperial del 12 de enero de 1782 disolvió todos los
establecimientos monásticos que no sirvieran directamente al interés
público. Durante los años subsiguientes, fueron secularizadas casi todas las
abadías dentro del territorio de los Habsburgo. Las pocas que se las
ingeniaron para sobrevivir, estaban paralizadas por el temor constante. De
pronto, en tal atmósfera, los problemas de la nueva constitución o la
victoria de Trouvé sobre sus oponentes llegaron a ser irrelevantes. Casi
exclusivamente abades franceses concurrieron a las dos últimas sesiones del
Capítulo General, antes de la Revolución. Mostraron todavía un grado de
vitalidad sorprendente, pero trabajaron bajo la grave amenaza de su
inminente ruina.
Frente al cambio de situación, podía
ignorarse con toda tranquilidad la oposición de los poderosos abades
extranjeros. Por eso, el subcomité redactó el tan esperado texto de la nueva
Constitución, decidiendo todas las cuestiones a favor de los protoabades. El
nuevo documento trataba únicamente de los organismos legislativos y
administrativos de la Orden y postergaba lo relativo a disciplina y
liturgia. El anteproyecto constitucional contenía las previsiones básicas
que siguen: Los futuros Capítulos Generales serían convocados cada tres
años, y debían comenzar siempre en la misma fecha: el lunes de la cuarta
semana después de Pascua. El General debía publicar su indictio
(convocatoria), por lo menos tres meses antes de abrirse la sesión. Si no lo
hiciera, todas las personas en condiciones de participar irían directamente
a Cister, aun sin invitación. Si se declaraba al General inhabilitado para
presidir, su lugar sería ocupado por el abad más antiguo entre los
presentes. Los abades titulares (in partibus) estaban
excluidos expresamente de toda participación activa. Al formar el
definitorium, el general podía rechazar a sólo uno de los cinco nombres
presentados por cada uno de los cuatro protoabades. Cada tema que no contara
con el voto unánime del Capítulo sería transferido al definitorium.
El Capítulo General tenía facultades de veto parcial sobre las decisiones de
este cuerpo, que a su vez podía no ser admitido por los definidores. Al año
siguiente de cada Capítulo General, debían realizarse capítulos intermedios
con la participación del general, los protoabades, visitadores, vicarios
generales de congregaciones y los dos procuradores generales. Este cuerpo
sólo podría adoptar, sin embargo, medidas de emergencia que serían aceptadas
o rechazadas por el próximo Capítulo General. El abad general tenía
jurisdicción directa únicamente sobre las filiales de Cister, y cada uno –
de los protoabades gozaba de la misma autoridad sobre sus propias hijas, sin
la intervención del General. Esta autoridad no sólo incluía el derecho de
visita, sino también el de nombrar priores y otras autoridades en casas
in commendam. El mismo documento establecía un mínimo de nueve monjes,
incluyendo el superior local, para cada monasterio. En lo referente a la
explotación de los bienes monásticos, venta de propiedades, impuestos y
otras contribuciones financieras, préstamos o resortes similares de la
administración fiscal, se daba una supervisión por parte de las distintas
oficinas del gobierno real, que hasta podían ejercer con frecuencia el veto
final.
El texto de la constitución fue
presentado al Capítulo General de 1783, dominado por cinco comisionados
reales. Los treinta y ocho participantes, entre los cuales sólo se
encontraban cuatro alemanes, no tuvieron otra alternativa que aceptar el
texto propuesto, aunque en realidad sugirieron un cierto número de
modificaciones. El General y sus reducidos leales expresaron su
disconformidad por medio de la resistencia pasiva.
Después de algunas correcciones de
última hora, el Capítulo de 1786 aceptó el texto final. La validez legal de
la nueva constitución dependía obviamente de la sanción real y papal, pero
este documento trascendental de la historia cisterciense nunca recibió la
aprobación de dichas autoridades. El gobierno real, ya sentenciado a muerte,
no tenía ya tiempo ni interés para dedicarse a tales asuntos. ¿Fue esta
constitución una obra legislativa viable? Nunca se comprobó su valor
práctico. Siempre será problemático hacer un juicio definitivo sobre sus
méritos. En realidad, fue una trágica ironía del destino que la promulgación
de esta importante ley coincidiera con la extinción casi total de la Orden
en el caos de la Revolución.
La prisa por lograr la reforma
constitucional no fue en modo alguno el único interés de la Comisión de
Regulares. La investigación de evidencias que pudieran fundar planes para
una reforma más amplia de todas las órdenes religiosas necesitaba reunir
datos estadísticos de todo el país. Sobre la base de esa fuente de material
poco común, el investigador puede esbozar una imagen global de la Orden
cisterciense en Francia, en vísperas de la Revolución.
Dentro de los límites de Francia en el
período pre-revolucionario había en conjunto 237 instituciones
cistercienses, incluyendo nueve prioratos titulares y tres colegios. Sólo
treinta y cinco abadías estaban gobernadas por abades regulares
cistercienses, todas las otras estaban in commendam.
La determinación del número exacto del
personal monástico es mucho más difícil. Tal cifra, aunque abultada, probó
no ser digna de confianza. La cifra total más aproximada debe haber estado
entre 1.800 y 1.900, lo que deja como promedio ocho monjes por institución.
Esas cifras permanecen notablemente constantes durante todo el siglo XVIII,
y no cambiaron incluso en los cálculos de las autoridades revolucionarias en
1790. En muchos casos, las comunidades concretas eran demasiado reducidas
para una vida monástica significativa. La razón fundamental de esa situación
realmente deplorable no era sin embargo la falta de vocaciones, sino la
disminución de ingresos que hizo imposible mantener comunidades grandes.
En efecto, el valor real de los bienes
de las abadías cistercienses era elevado, pero, contrariamente a la
propaganda revolucionaria posterior, los ingresos disponibles eran, en la
mayor parte de los casos, modestos. Claraval era, con mucho, la más rica,
con una entrada de alrededor de 100.000 libras anuales, pero también era la
más poblada, con cincuenta o sesenta profesos que había que alimentar y
vestir. Parece que la mayoría de las comunidades habían aprendido a vivir de
acuerdo con sus posibilidades, porque las crónicas no mencionan deudas
insuperables.
De acuerdo con los mismos registros,
casi todas las abadías estaban en buen estado de conservación; muchas habían
sido reconstruidas y remodeladas durante el siglo XVIII. Sin embargo, el
esplendor barroco de los monasterios alemanes tuvo pocos imitadores en
Francia. Pudo servir de escarmiento la bancarrota de Châlis a causa de un
proyecto de edificación en extremo ambicioso a comienzos del siglo. Las
grandes ampliaciones de Cister y Claraval, aunque monumentales, fueron
austeras en comparación de Ebrach o Fürstenfeld.
La Comisión de Regulares estimuló a los
obispos franceses a informar sobre la condición moral de las abadías dentro
de sus diócesis, pero son pocos los comentarios interesantes. Sólo sesenta y
siete establecimientos cistercienses fueron objeto de ese estudio episcopal,
de los cuales recibieron alabanzas ilimitadas treinta y dos; muchos otros
fueron descartados como «inútiles». Solamente diecisiete casas fueron
censuradas por irregularidades o escándalos declarados, pero diez de las
mismas estaban ubicadas en dos diócesis, cuyos obispos eran enemigos
declarados de los monjes.
Aunque registros tan abundantes se
presten a variadas interpretaciones, sigue en pie el hecho de que las
órdenes monásticas eran impopulares entre vastos sectores de la jerarquía y
sufrían los ataques del mismo grupo de intelectuales «ilustrados» que había
logrado la destrucción de los jesuítas. Sin embargo, parecía que los cargos
de relajación eran usados simplemente para justificar los ataques, cuyo
objeto real no eran los abusos, sino la existencia misma del monaquismo.
Según el juicio de los críticos
«ilustrados», esa institución medieval no encajaba en una sociedad que
necesitaba de un cambio radical. Estaban en lo cierto cuando señalaban que
muchas comunidades religiosas no habían logrado vivir de acuerdo con sus
antiguos ideales, pero los mismos detractores no comprendieron que la
sociedad de su época no les ofreció el mismo medio ambiente apto y
comprensivo del siglo XII. Ninguna organización religiosa podría mantener
indefinidamente normas que han sido descartadas por la sociedad tiempo
atrás. Los impacientes forjadores de un nuevo mundo vieron incluso a las
casas bien disciplinadas como reliquias inútiles del pasado,
desesperadamente estancadas y sin ningún rasgo de «ilustración», que
estorbaba el progreso, y estaban por lo tanto destinadas a la supresión.
La mayoría de las casas cistercienses a
fines del siglo XVIII no estaban carcomidas por la decadencia moral, pero
fracasaron en adaptarse a tiempo a los nuevos ideales de un mundo que
cambiaba con rapidez. Los autores modernos que retratan al monacato anterior
a la Revolución como una institución en progresiva decadencia sufren el
mismo espejismo que el pasajero de un vagón de ferrocarril, a gran
velocidad, que ve rezagarse los postes telegráficos.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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