Historia institucional cisterciense
Los Cistercienses en el siglo XX
El relato histórico de la Orden
cisterciense durante
las primeras tres cuartas partes del siglo XX no se
puede reducir a la enumeración de unas pocas tendencias dominantes. Aunque
el nuevo siglo comenzó como una continuación
normal de la época precedente, el estallido de la Primera Guerra Mundial
introdujo una era de violencia y destrucción, tanto
física como moral sin precedentes, que llegó a su clímax en el holocausto
de la Segunda Guerra Mundial. Después de treinta años de agonía se ha
acallado el estruendo de las bombas, pero no se ha conseguido la
consolidación de la paz anhelada. No son sólo la prolongada guerra fría,
la confrontación entre las fuerzas del comunismo y la democracia, los que
evitan el restablecimiento de una condición que ha sobrevivido en las
memorias de la vieja generación como «normalidad». Hacia mediados del
siglo, se hizo evidente que las bases éticas, los valores sobre los cuales
podría reconstruirse el equilibrio al estilo antiguo, estaban hechos
añicos sin remedio. El cuestionamiento profundo de todas las normas
heredadas continuó a lo largo de toda la década del 60, sin encontrar una
base para un nuevo consenso. Finalmente, surgió la idea de una «sociedad
pluralista», en la cual podían coexistir conceptos variados y hasta
contradictorios. Esto parecería conducirnos a admitir que las preguntas
han sobrepasado a las respuestas posibles, y no hay ya esperanza de
encontrar un nuevo credo por el que valga la pena morir. Para cualquier
que haya estudiado la historia de las instituciones y civilizaciones, esta
suposición plantea otras cuestiones fundamentales: ¿puede una «Iglesia
pluralista» servir como núcleo de una nueva civilización? ¿Puede
concebirse una civilización fuera de un contexto firme de valores
absolutos, sin una convicción bien arraigada en la autoridad?
El estudio
de una orden
religiosa dividida, dentro de un
mundo siempre
turbulento, es una tarea
arriesgada, dado que el
mismo cronista es
forzosamente parte. Las
disputas decisivas sobre valores
y
principios llegaron hasta
las grandes
abadías, que se
habían mantenido en el siglo XIX
como remansos de paz, fuera del
alcance del tiempo.
Dado que algunas preguntas
fundamentales quedan todavía sin respuesta, no
hay posibilidad de examinar
el pasado inmediato a
partir de un punto de
vista realmente objectivo. Con el afán
de reducir los
errores de juicio al
mínimo, será suficiente que sólo
presentemos un bosquejo de
los eventos externos más
importantes.
La Estricta Observancia
Los
cistercienses de la Estricta Observancia
entraron al siglo XX en medio de una vigorosa expansión territorial, aunque
no todas las nuevas fundaciones resultaron duraderas.
El Capítulo General Trapense contestaba con una generosidad sin reserva a la
mayoría de las peticiones de los obispos pidiendo monjes. Pero, al tomarse
esas decisiones, se tenía más en cuenta el personal disponible
que los problemas de clima, medio ambiente, recursos
materiales o implicaciones políticas.
El primer establecimiento en
África, Staouéli, en la Argelia francesa, se inició en 1843 con la ayuda
masiva del gobierno, y la abadía se convirtió pronto en la más rica de la
Orden. Pero confiar en la buena voluntad de las autoridades civiles demostró
ser un riesgo peligroso, tan pronto como los elementos anticlericales
dominaron la situación en París. Temerosos ante la amenaza de supresión, los
padres vendieron el solar y, en 1904, se mudaron a Maguzzano en Italia, a
orillas del Lago de Garda.
Una aventura aún más prometedora en Sudáfrica,
Mariannhill, en Natal (1882), peligró pronto por diferentes razones. Los
monjes atrajeron gran número de vocaciones nativas, especialmente como
conversos, pero fue tan grande el hambre de las almas por la palabra de
Dios, que la comunidad se vio envuelta en un trabajo misionero cada vez más
exigente. El Capítulo General no pudo pasar por alto y, en 1909, con la
aprobación de la Santa Sede, la comunidad se separó de la Orden para
continuar funcionando como una organización independiente de misioneros. Una
fundación de Westmalle en el Congo Belga tuvo que ser abandonada en 1925 por
razones similares.
El clima inhóspito y el medio
ambiente extraño y frecuentemente hostil causaron el fracaso de varias
fundaciones en el Pacífico. Un establecimiento de 1874 en la isla de Nueva
Caledonia debió ser transferido después de dieciséis años de estériles
esfuerzos a Australia (Beagle Bay),
sólo para encontrar allí problemas todavía mayores, que
obligaron a poner fin a la heroica empresa en 1903. Por el mismo tiempo,
sufrió idéntico destino un establecimiento en Nueva Bretaña, al este de
Nueva Guinea, por entonces colonia. Una fundación en Brasil, apadrinada por
Sept-Fons a comienzos de siglo, llegó a su fin en 1927.
Canadá ofreció a los monjes
emprendedores un medio ambiente mucho más propicio. Al éxito de
Notre-Dame du Lac en la
provincia de Quebec en 1881, le siguieron otras dos en 1892: Mistassini y
Our Lady of the Prairies, en Manitoba.
En el Extremo Oriente, una
fundación en Japón, Phare
(1896) se iba arraigando firmemente. Por otro lado, la
inestabilidad política y la amenaza de la guerra hizo que dos nuevas
tentativas en el Cercano Oriente fueran precarias desde el comienzo.
El entusiasmo por realizar tantas
fundaciones extranjeras en Ultramar, a comienzos de siglo, puede tener su
justificación en las condiciones políticas de Francia, donde a consecuencia
del famoso «Caso Dreyfus», las riendas del gobierno se deslizaron a manos de
inveterados enemigos de la Iglesia.
Desde 1901, se sucedían las leyes
anticlericales y, en dos años, todas las casas religiosas debieron
enfrentarse con el peligro de la disolución inmediata. Fueron clausuradas
unas mil quinientas, pero Dom
Juan Bautista Chautard (1858-1935), abad de Sept-Fons,
defendió con éxito la supervivencia de los monasterios trapenses y, sólo dos
casas pequeñas, Fontgombault y Chambarand, tuvieron que ser evacuadas. Esta
última fue restablecida, con todo, como convento de monjas trapenses.
La Primera Guerra Mundial
constituyó una severa prueba para los cistercienses
franceses, porque ni los sacerdotes ni los
religiosos quedaron exentos del servicio militar activo. Muchos monjes
murieron en defensa de su patria y algunas abadías, como Olenberg,
Mont-des-Cats e Igny sufrieron graves daños materiales. Después de su
reconstrucción, Igny fue transferida a las monjas trapenses. La fundación en
Siria, Akbés, tuvo que ser abandonada en 1919, después de ser totalmente
devastada. En el mismo año, el nuevo gobierno de Yugoslavia se incautó de
Mariastern, en Bosnia, comunidad
predominantemente alemana.
Las condiciones de la postguerra
hicieron peligrar la posición de las fundaciones trapenses en China, que
databan de 1883. Nuestra Señora de la Consolación, que prosperaba cerca de
Pekín, fue saqueada durante el ataque japonés de 1937. Lo que aún podía
salvarse fue aniquilado diez años más tarde por los comunistas, que
asesinaron a unos treinta de los monjes sobrevivientes. La fundación más
joven, Liesse, fue más
afortunada. La abadía tuvo que ser evacuada, pero la comunidad pudo
encontrar refugio y nuevo hogar en Lantao, dentro del territorio de
Hong-Kong.
En España, país de vigorosa
expansión trapense en la década de los 20 (La Oliva, Huerta,
Osera), los monjes se vieron
pronto en medio de la sangrienta guerra civil de 1936-1939. Muchas casas
lograron evitar daños muy serios, pero Viaceli, cerca de Santander, no sólo
fue saqueada y bombardeada por los republicanos, sino que perdió diecinueve
monjes alevosamente asesinados por una banda de anarquistas en los últimos
meses del año 1936.
La ascensión al poder del gobierno
nazi hizo precaria la existencia de las casas alemanas. Pocos años más tarde
la Segunda Guerra Mundial pondría en peligro a cada abadía
cisterciense a todo lo largo y
lo ancho de los países beligerantes de Europa.
Engelszell, en Austria, fue
secularizada en 1939. Mariawald, en Renania, suprimida en 1941, fue
duramente dañada en 1945. Olenberg sufrió una devastación casi total en las
postrimerías de la contienda. Maria-Erlösung (María-Zwijezda) en la Estiria
yugoeslava, fue expropiada por el ejército alemán en 1941 y los monjes
transferidos a Mariastern, que bien pronto se vio amenazada por el régimen
de Tito, cuando confiscó
todos los latifundios monásticos bajo pretexto de la reforma agraria.
Como consecuencia de la
declaración de guerra de 1939, muchos de los monjes jóvenes de las abadías
francesas fueron llamados a las armas. La fulminante invasión germana de
1940 produjo relativamente pocas bajas, pero un gran
número de monjes soldados cayeron prisioneros de guerra. Bajo la ocupación
germana, todas las abadías francesas pudieron seguir su ritmo, pero las que
estaban situadas en Bélgica y Holanda lo
hicieron sólo a costa de grandes dificultades.
Scourmont fue evacuada dos veces, y la mayoría de sus edificios ocupados por
la Luftwaffe alemana.
Echt y Achel fueron expropiadas
por completo por los nazis y sus monjes dispersados. Tegelen quedó casi
totalmente destruida en la lucha, hacia fines de
1944.
La invasión aliada de Normandía
involucró a muchas abadías francesas, alguna de las cuales, como
Notre-Dame des Dombes y Timadeuc
tomaron parte en forma más o menos activa en la resistencia. Esta última
comunidad fue condecorada con la «Cruz
de la Resistencia». La abadía belga de Orval se destacó
en forma similar por ofrecer ayuda al «Ejército secreto» de los patriotas de
ese país.
En Italia, Frattocchie, cerca de
Roma se encontró entre 1943-1944 en la línea de fuego, y terminó seriamente
dañada.
Al concluir la contienda, el
trabajo de recuperación fue rápido, probando de nuevo la extraordinaria
vitalidad de la Orden. A despecho de los daños muy considerables, en 1947 la
Estricta Observancia contaba sesenta y cuatro casas, con un total de casi
cuatro mil monjes. Comparando estas cifras con las de 1894, la ganancia neta
a todo lo largo de la mitad más turbulenta del siglo llegaba a ocho
monasterios y casi ochocientos monjes.
Sin embargo, la expansión más
espectacular se alcanzaría durante la década del 50,
cuando se hicieron una docena de fundaciones y el número de monjes se acercó
a cuatro mil quinientos. En los Estados Unidos, solamente entre 1844 y 1956,
el número de establecimientos trapenses creció de tres a doce, mientras los
miembros aumentaban de trescientos a mil.
Hacia la mitad de la década del 60
la Orden comenzó a perder vocaciones en forma considerable, sobre todo entre
los conversos, aunque se hicieron varias fundaciones, especialmente en
África negra. De acuerdo con las estadísticas del 31 de diciembre de 1972,
la Estricta Observancia controlaba ochenta y cuatro establecimientos, que
albergaban a tres mil noventa monjes de coro y novicios, de los cuales mil
seiscientos ochenta y cinco eran sacerdotes, los que sumados a trescientos
veinticinco hermanos conversos dan un total de tres mil cuatrocientos
quince.
El sorprendente desarrollo y la
igualmente inesperada disminución de miembros dentro de la misma década
constituye un problema intrigante para todo estudioso de la
historia religiosa. La gran atracción por la vocación
monástica que sintieron los veteranos de guerra es un hecho innegable, que
puede encontrar explicación en la desilusión de esos millones de seres
forzados a ser instrumentos de la destrucción suicida de una civilización
grande, pero básicamente materialista. El monaquismo, como una nueva
valoración del cristianismo en su.phpecto más genuino y exigente, llenó sin
dificultad el vacío espiritual, cuando cayeron convertidos en un montón de
cenizas los ídolos de esa generación. La
búsqueda de Dios por parte de miles de almas terminó en una abadía
cisterciense, donde encontraron
amor comprensivo, respuestas inmediatas, una forma de hacer penitencia por
su penoso pasado, y la posibilidad de comenzar una vida
nueva dedicada exclusivamente a la contemplación divina. La estructura
monolítica de la Orden, su liturgia y disciplina, que en su rutina
incambiable parecía trascender el tiempo, debían haber aumentado en cada
novicio el sentimiento de seguridad de haber arribado al puerto de perpetua
serenidad, de gozar por anticipado el sabor del cielo.
Aquellas vocaciones cuya formación
descansó principalmente sobre la experiencia de la seguridad espiritual,
fueron rudamente conmovidas por los abrumadores desafíos
que quedaron como secuela del Concilio Vaticano II. La experiencia de nuevas
formas litúrgicas, distintos conceptos de disciplina e ideas modernas de
gobierno, dividieron inevitablemente a las comunidades monásticas. Aquellos
que dejaron la guerra para encontrar paz dentro del claustro, se sintieron
profundamente perturbados y muchos partieron desilusionados. No pueden
clasificarse con facilidad los motivos personales, pero los datos
estadísticos son por sí mismos reveladores. Durante las décadas que
examinamos (1951-1971), salieron seiscientos noventa y seis profesos de
votos solemnes, sin contar con los que vivían fuera de sus monasterios en
estado de «exclaustración». En el primer período de cinco años de esas dos
decenas, abandonaron cielito veintiún monjes; en el segundo período de cinco
años, ciento cincuenta y uno; en el tercero, ciento ochenta y seis; en el
cuarto, doscientos treinta y dos. En realidad, resultó erróneo el concepto
de Estricta Observancia como fortaleza y custodia de tradiciones monásticas
inmemoriales. Durante el siglo XIX, se produjo un alejamiento gradual de las
ideas de Lestrange y, por último, hasta de las de Rancé, y la misma
tendencia continuó en forma más acelerada después de la fusión de las
Congregaciones trapenses en 1892. Un mojón significativo en el camino que
conducía hacia el retorno a las tradiciones genuinamente
cisterciense, fue la publicación
en 1910 de una versión revisada del Directorio
Espiritual trapense preparado por
Dom Vital Lehodey (1857-1948),
abad de Bricquebec. El autor expone todo su amplio
conocimiento sobre oración mental (Los caminos en la oración mental,
1908), a la cual debía darse preeminencia sobre
las observancias de ascetismo externo en cualquier vida monástica auténtica.
Los méritos del nuevo Directorio
radican en la liberación progresiva de un pesimismo
algo riguroso, característico de la atmósfera trapense del siglo anterior,
que abrió la brecha hacia el retorno a las tradiciones clásicas del
misticismo.
El nuevo Código de Derecho
Canónico, promulgado en 1917 bajo los auspicios de Benedicto
XV, sirvió de poderoso incentivo para la modificación de las antiguas
Constituciones en 1925, seguida por la revisión del Libro de Usos en 1935.
Esas tareas fueron llevadas a cabo con la colaboración de una nueva
generación de eminentes eruditos como Anselmo
Le Bail,
Columbano Bock
y José Canivez, todos miembros de la abadía belga de
Scourmont. Dom Le
Bail, que finalmente llegó a ser
abad de la comunidad, introdujo la lectura y el estudio
sistemático de los primitivos autores
cistercienses, siendo maestro de
novicios. A su iniciativa se debe la aparición de la primera publicación
especializada de los trapenses: la Collectanea
Ordinis Cisterciensium Reformatorum. El
culto secretario del abad Le Bail,
Columbano Bock,
fue un colaborador infatigable de la nueva revista;
eminente canonista y
miembro activo de la comisión litúrgica trapense, su trabajo sobre derecho
cisterciense (Les
codifications du droit cistercien),
sigue siendo todavía una introducción indispensable a
la materia. La publicación de los Estatutos del Capítulo General, desde los
comienzos hasta la Revolución Francesa, por José Canivez, en ocho volúmenes,
aparecidos entre 1933 y 1941, fue, sin duda alguna, la empresa intelectual
cisterciense de más enjundia del siglo. Este
trabajo, por sí solo, hubiera podido ser suficiente para revitalizar los
estudios monásticos, tanto dentro como fuera de la Orden.
El creciente interés en los
estudios monásticos y en las tradiciones
cistercienses dio origen en 1950 a otra revista
de importancia, Cîteaux in de Nederlanden, cuyo
título fue simplificado posteriormente:
Cîteaux. Mientras
la Collectanea
continúa concentrada en la espiritualidad, la nueva publicación emprendió la
promoción de los estudios históricos y, de esa forma,
atrajo a un cierto número de colaboradores distinguidos, que de otro modo no
estarían vinculados con la Orden. La nueva casa de estudios en Roma, Monte
Cistello, tenía el propósito de promover la formación profesional en
Filosofía y Teología, y se estableció en 1958 conjuntamente con la nueva
residencia del Abad General, cercana a la antigua abadía de Tre Fontane.
En el año escolar de 1959 a 1960, sesenta y ocho
monjes jóvenes, veintiuno de los cuales eran estadounidenses,
concurrieron a la nueva institución y podían asistir
libremente a las clases de cualquiera de las grandes universidades de Roma.
Este grupo de la generación joven fue el que respondió con entusiasmo a la
llamada del Concilio Vaticano II para la «renovación» de la vida religiosa
y, en especial los americanos más progresistas, promovieron una serie de
cambios revolucionarios.
La creciente importancia de los
americanos dentro de la Orden no puede ser explicada sin tomar en
consideración la influencia de Thomas Merton
(1915-1968). Cuando ingresó en Gethsemaní en 1941, sólo
parecía ser uno de los tantos intelectuales jóvenes y desilusionados, que
buscaban a Dios en el «desierto» de Kentucky.
Pero su biografía, un
best-seller (La montaña de los siete circulos),
publicada en 1948, resultó el comienzo de una carrera literaria fecunda,
que le dio fama y popularidad especialmente entre los jóvenes. Sin duda
alguna fue el imán que atrajo a centenares a una u otra de las comunidades
trapenses en rápida multiplicación.
Aunque
Merton. – el «Padre Luis» para los monjes de su
abadía – declaró siempre ser un contemplativo, su carácter complejo y su
íntimo contacto con el «mundo» y todos sus problemas candentes, difícilmente
pueden calificarlo como típicamente trapense. A
través de todas las etapas de su itinerario espiritual e intelectual, cada
una ilustrada por el constante fluir de sus escritos, se convirtió en guía y
modelo de sus entusiastas lectores. Dado que él
mismo poseía una mente
ampliamente receptiva, abierta a los cambios y a la
variedad de nuevos enfoques del monaquismo contemporáneo, su profunda
influencia contribuyó con toda seguridad a reforzar los esfuerzos
reformistas.
Pero la demanda por un cambio
distó de ser universal dentro de la Orden. Las antiguas
abadías europeas preferían ir a paso más lento. No habían
experimentado ni el boom de las
vocaciones, ni la dramática crisis vocacional de fines de la década del 60
con la misma intensidad de sus hermanos más jóvenes de allende el Atlántico.
Muchas de ellas siguieron sin convencerse de la
necesidad de reformas radicales e inmediatas.
El Capítulo General aceptó el
desafío y comenzó a luchar a brazo partido por solucionar una amplia gama de
problemas fundamentales, sobre muchos de los cuales aún existen opiniones
divergentes. Dado que se hizo evidente que todos los.phpectos de la vida
cisterciense debían
volver a examinarse, la Orden tuvo cuatro Capítulos
Generales especiales sucesivos (1967, 1969,
1971, 1974), dedicados exclusivamente al problema de la renovación. Cada uno
de ellos duró varias semanas, y cada uno de ellos también motivó pesados
volúmenes de discursos, estudios preparatorios, informes de comisiones,
actas de discusiones, conferencias y consultas con expertos sobre los
diversos temas en estudio.
Se adoptó la decisión fundamental
de abandonar un gobierno centralizado y una uniformidad en las observancias,
en la esperanza de encontrar «una vida monástica más auténtica gracias a una
legítima diversidad». En realidad, los padres capitulares
percibieron el pluralismo como «un acto de fe en los valores monásticos
fundamentales. Precisamente en la experiencia de esos valores esenciales se
funda la unidad».
Los primeros y más llamativos
cambios pertenecían a la Liturgia. El latín y el canto gregoriano se
transformaron en materia de opción, que pocas comunidades eligieron, al
mismo tiempo que se abría a experimentación la estructura completa del
oficio divino. En cuanto al misal, prevaleció el rito romano, permaneciendo
sólo algunas particularidades cistercienses
de menor importancia. Quedaron
sin fijarse ciertos detalles y, dentro de las
normas, se permitía también la posibilidad de adaptación a la situación
local.
Se tomó otra decisión de igual
trascendencia con respecto a los hermanos legos. Se
abolió la distinción entre los hermanos y los monjes de coro, tanto en lo
externo, como en el status legal; se
otorgó a los hermanos voto efectivo en las elecciones monásticas y se los
estimulaba a participar activamente en las oraciones litúrgicas de
la comunidad. Como se ha señalado, el abandono del latín tiene obvia
justificación en el hecho de que, sin el cambio a la lengua vernácula, los
hermanos no podrían participar por entero en la Liturgia.
Se ha iniciado una cabal revisión
de las Constituciones antiguas, aunque el proceso no llegó a su fin y la
redacción de una Constitución pedirá años probablemente. Sin embargo, se han
adoptado generalmente algunos principios. Tales son la descentralización y
el fortalecimiento de la autonomía local, a los que se agrega la exigencia
de una amplia consulta en el momento de tomar decisiones. Se puede ejercer
la autoridad únicamente después de considerar los deseos de la comunidad
afectada. Se busca sólo la unidad, y no la uniformidad, y aun esto en lo
absolutamente básico. En todos los detalles, «el pluralismo permitirá a cada
comunidad e incluso a cada monje descubrir su verdadera identidad en
Cristo», afirmaba el Capítulo General de 1969.
De acuerdo con esta postura, el
Capítulo General no se reuniría ya anualmente. Por otro lado, conferencias
regionales, hasta ahora informales, organizadas sobre bases nacionales o
lingüísticas, pueden convertirse en acontecimientos anuales, a los que se
confía funciones tan importantes como la valoración de las experiencias
comunitarias en cada abadía de la región. El tradicional Definitorio, con su
autoridad algo reducida, ha sido rebautizado como Consejo Permanente, con
funciones de asesoramiento del Abad General.
El recién organizado Consejo
General (Consilium Generale),
en el cual cada región (doce en total) tendría
una participación adecuadamente equilibrada, constituye la acertada
expresión de un gobierno representativo. El proceso legislativo no se
ocuparía en adelante de los detalles de las observancias, sino
que velaría con más propiedad por la integridad del espíritu de la Regla de
san Benito, y los principios de la
Carta de Caridad.
El muy debatido tema de la
duración del abadiato ha cambiado el concepto tradicional vitalicio y los
abades, incluyendo al Abad General,
serán elegidos por
tiempo indeterminado, o
sea, mientras puedan ser
realmente útiles para
el bien de
la comunidad. La duración del
mandato podría decidirse
mediante periódicos votos de confianza. Mientras
tanto, como «experimento», cada
comunidad podría elegir abades
por un término
fijo de seis
años.
En el campo
de las costumbres, usos y
observancias, los últimos
cuatro Capítulos de
renovación adoptaron una
actitud flexible y,
en ese proceso, cayeron en
desuso instituciones antiguas
como el
capítulo de faltas. Sin
mitigar el espíritu
de penitencia se otorgaron
concesiones relativas a
la comida y al
vestido, considerando las
circunstancias locales,
y hasta la obligación
de dormir en dormitorios comunes
ha sido abolida y se ha concedido libre
opción para construir
celdas individuales. En forma
similar, aunque han recibido nuevo énfasis las
normas relativas al
silencio y separación del
mundo, se han
levantado muchas
de las antiguas tradiciones
sobre comunicaciones.
El alcance universal y
el carácter radical de
los cambios que se
han efectuado entre
los cistercienses de
la Estricta Observancia, una
Orden que se
enorgullecía con justicia de
su fidelidad a
tradiciones monásticas
inmemoriales, no
tiene paralelo
en la historia
fuera de
esa década turbulenta.
Aunque en la perspectiva
del desarrollo bosquejado
en las últimas páginas,
las novedades sean sorprendentes, han
sido bien
preparadas por fenómenos que
evolucionaron en forma gradual.
La extensión
geográfica de la Orden mucho
más allá
de los
confines de Europa tendió
a disminuir la
firmeza del control ejercido
por las
casas-madres francesas. En
realidad desde hacía
tiempo se hizo
evidente que eran inevitables
ciertos ajustes a las
costumbres en abadías situadas
en climas
tropicales. La rigidez de una
rutina diaria, que
dominaba una liturgia larga y
compleja, ha sido cada
vez más discutida por aquellos
que están en
favor de una atmósfera
más propicia para la
contemplación. Las diferencias existentes entre
los hermanos legos, con frecuencia profesionales
instruidos, demandó se
les diera una mayor
participación en el gobierno monástico, y
sirvió de
justificación para
introducir el idioma vernáculo
en la Liturgia. El
mayor énfasis en el estudio socavó
gradualmente la tradición
de simplicidad
rústica y transformó
a las
comunidades, volviéndolas
más receptivas a las corrientes
contemporáneas. Y, por último,
el rápido
crecimiento del número de
vocaciones creó serios
problemas para la formación clásica
de los
candidatos, mientras el equilibrio
se inclinaba
a favor de los jóvenes, quienes
por naturaleza se sentían mejor dispuestos hacia los cambios que los
mayores, generalmente más tradicionalistas.
Si este estilo y estructura de
vida religiosa, nuevo y valiente, conducirá o no realmente hacia la tan
deseada renovación espiritual, es una pregunta que solamente los monjes de
la próxima generación podrán contestar.
También para la Común Observancia,
el siglo XX comenzó como una era de expansión y de insospechadas adversidades.
En Francia, se repitió en cierto modo la historia del
abbé Barnouin. Un sacerdote rico
y devoto, Bernard Maréchal,
que previamente fuera miembro de la Congregación del
Santísimo Sacramento, estaba buscando una comunidad deseosa de respaldar su
plan de fundar un monasterio contemplativo, dedicado
especialmente a la adoración perpetua al Santísimo Sacramento. Fontfroide,
de la Congregación de Sénanque, aceptó la idea. Dom Maréchal
se unió a los cistercienses
y, en 1892, construyó un monasterio costeado
de su peculio particular en Pont-Colbert, cerca de Versalles, convirtiéndose
en el primer abad del nuevo establecimiento. Pero la vida monástica no
transcurrió pacíficamente. La persecución de las órdenes religiosas, entre
1900 y 1904, interrumpió la vida de Sénanque, de Fontfroide y también de
Pont-Colbert. Algunos de los monjes buscaron refugio en Italia, otros en
España, pero la comunidad de Pont-Colbert pudo encontrar un nuevo monasterio
en Onsenoort (Marienkroon) en Holanda, en 1904. Después de la Primera Guerra
Mundial, fueron readmitidos en Francia los dispersos
cistercienses y volvieron a la vida monástica en
Sénanque y Pont-Colbert, mientras la comunidad de Fontfroide, ante le
imposibilidad de recobrar su antiguo hogar, se estableció en 1919
en los Pirineos, en un antiguo monasterio benedictino abandonado, Sant
Miquel de Cuixá. Onsenoort continuó su vida como afiliada a Pont-Colbert,
hasta que en una época más reciente se unió a la Congregación Belga.
En 1898, Mehrerau reorganizó la
antigua abadía cisterciense
de Sittich
(Sticna) en Eslovenia (fundada en 1135 y suprimida en
1784), como su segunda casa filial. El fin de la Primera Guerra Mundial
enfrentó a esta comunidad floreciente con un problema crucial. Dado que la
abadía quedaba dentro de los límites del nuevo estado
de Yugoeslavia, era conveniente que los monjes de habla alemana abandonaran
el país. Encontraron asilo temporal (1921-1931) en Alemania, en Bronnbach
(Baden), que fuera anteriormente una abadía
cisterciense y por ese
entonces pertenecía a la familia del Príncipe
Löwenstein; posteriormente adquirieron el
convento cisterciense
abandonado de Seligenporten (Alto Palatinado), donde se reanudó la vida
monástica en 1931. Sticna infundió nueva vida al monasterio polaco de Mogila,
que a su vez sirviera como casa de estudios a la Congregación Polaca y cuya
comunidad había disminuido considerablemente después de un largo período
in commendam. Gracias al trabajo realizado
por los monjes eslovacos, se unió a la Congregación de
Mehrerau.
Causas similares aumentaron la
familia de Mehrerau. Su nuevo miembro fue esta vez la renaciente
Himmerod, una de las abadías más
grandes de la Alemania medieval, suprimida el 1802. Los miembros del
monasterio trapense de Mariastern en Bosnia
(Yugoeslavia), incapaces de continuar su vida bajo el
nuevo régimen, habían adquirido las ruinas del antiguo monasterio de
Himmerod en 1919. Ante la
insistencia del Arzobispo de Tréveris de que los miembros del nuevo
establecimiento debían cooperar activamente en tareas pastorales – condición
inaceptable para los trapenses-, los monjes se dirigieron a la Común
Observancia para recibir asistencia. Marienstatt aceptó apadrinar la
fundación y en un breve plazo surgió de las ruinas un nuevo y magnífico
monasterio. Marienstatt se convirtió en abadía-madre de otra casa
cisterciense restaurada en
Hardehausen (Westfalia). Cuando el régimen nazi confiscó su propiedad en
1938, los monjes hallaron refugio temporal en la ciudad de Magdeburgo hasta
el fin de la contienda. Mehrerau restauró también para la Orden, en 1939, la
antigua abadía suiza de Hauterive, suprimida el 1848.
Las operaciones bélicas de la
Primera Guerra Mundial dejaron los establecimientos de la Común Observancia
intactos, a excepción de las casas polacas. Los tratados de paz consecutivos
condujeron a una reagrupación de las Congregaciones existentes. La división
del Imperio Austro-húngaro debilitó los vínculos entre los miembros de la
Congregación Austríaca. Hohenfurt y Ossegg,
al caer dentro de los límites de la nueva
Checoslovaquia, formaron la Congregación del Inmaculado Corazón de María en
1920. Zirc y sus
afiliadas constituyeron la tan deseada Congregación Húngara en 1923.
Mehrerau ya había reunido sus propias fundaciones en una Congregación
independiente desde 1888, mientras las casas austríacas que quedaban se
unieron formando la Congregación del Sagrado
Corazón de Jesús.
Más importante que esos cambios
administrativos fue la fusión, en 1929, de Casamari y sus tres casas
afiliadas con la Común Observancia. Este grupo, que
en sus comienzos estaba más cercano a la disciplina de los trapenses, había
rechazado la unión en 1892, quedando independiente. Unida con la Común
Observancia demostró su fuerza real al fundar ocho casas nuevas en Italia,
en un lapso de veinte años, y doblar el número de sus miembros. La
Congregación de san Bernardo en Italia contribuyó también a la expansión
general, reorganizando la primera casa española desde la secularización, la
importante abadía medieval de Poblet, en la provincia de Tarragona, que fue
restaurada en 1940. La renovación de Boquen, en Bretaña, realizada en 1936
fue obra de Dom Alexis Presse (1883-1965),
anteriormente abad trapense de Tamié, pionero destacado de la renovación
monástica previa al aggiornamento.
Después de su alejamiento de Tamié,
Dom Alexis vivió cierto tiempo
como ermitaño en medio de las ruinas de Boquen, luego congregó a un puñado
de almas afines y comenzaron a reconstruir el claustro del siglo XII. En
1950, su pequeña comunidad fue recibida dentro de la
Común Observancia, aunque siguió siendo esencialmente contemplativa. Por
desgracia, Dom Alexis sólo sobrevivió unos pocos
meses a la consagración de su iglesia de Boquen, en 1965, que había sido
restaurada con tanto esmero.
El Capítulo General, reuniéndose
cada cinco años, reanudó la rutina de su trabajo de administración central,
aunque estuvo muy limitado por el hecho de que, ni la asamblea, ni el Abad
General tenían residencia permanente, despacho apropiado, o adecuado cuerpo
de colaboradores. Por esta razón, el Capítulo de 1900 se reunió en Roma, los
de 1905 y 1910 en la abadía de Stams en Austria, y en 1920 convergieron en
Mehrerau. Cuando, en 1900, Àmadeo de Bie, abad de Bornem, fue elegido cabeza
de la Orden como sucesor del abad Wackarz, decidió residir en Roma, por un
tiempo como invitado de Santa Croce,
y luego en un apartamento alquilado. Después de su
muerte en 1920, el nuevo Abad General, Casiano Haid, abad de
Wettingen-Mehrerau, aceptó la elección a condición de poder permanecer en su
amado Mehrerau. Su deseo fue respetado, pero, dado que la Congregación de
Religiosos exigió nuevamente la necesidad de establecer los organismos
centrales de la Orden en Roma, Casiano Haid dimitió en 1927 y un Capítulo
extraordinario eligió a Francisco Janssens, abad de Pont-Colbert, que debía
procurar una residencia permanente en la Ciudad Eterna. Ese mismo año la
Orden adquirió una casa en Monte Gianicolo (Villa
Stolberg) que sirvió como residencia del Abad
General hasta 1950, cuando se terminó un nuevo edificio, mejor ubicado, que
podía albergar a los miembros del gobierno central y servir a la vez de Casa
General de estudio para toda la Orden.
La definición satisfactoria de
simples tecnicismos no solucionó otro problema de importancia vital:
el eficaz funcionamiento de la Orden como unidad orgánica.
Los monasterios, aunque sobrevivieron a la Revolución Francesa y a la
secularización de comienzos del siglo XIX, perdieron su cohesión real. Las
abadías del imperio de los Habsburgo y de Italia, como restos de
congregaciones más o menos independientes, cada una con sus costumbres y
privilegios inmemoriales, restablecieron voluntariamente el cargo de Abad
General y el Capítulo General, pero la idea de disciplina generalizada,
control y dirección estricta ejercida desde afuera, nunca consiguió
arraigarse firmemente. El tema principal de discusión de todos los Capítulos
desde 1900 en adelante fue la definición precisa de poder y autoridad del
Abad General y del Capítulo General. Una actitud
paciente y comprensiva del problema asumida por
todas las partes
interesadas consiguió por último el fin propuesto. Después de varios
intentos previos y a través de años enteros de experimentación, el Capítulo
General de 1933 redactó una Constitución para el
gobierno central de la Orden, que al año siguiente fue aprobada por la
Congregación de Religiosos. Escrita siguiendo las pautas del nuevo Derecho
Canónico, demostró ser una sabia combinación de las tradiciones
cistercienses con las
necesidades modernas.
Una prueba excelente de la
eficiencia del revitalizado Capítulo General por un lado y del espontáneo
vigor de la Orden por el otro, fue la iniciación de una activa obra
misionera, y por su intermedio la rápida expansión fuera del continente
europeo. El Capítulo de 1925 apoyó sin reservas el programa de misiones
exteriores en gran escala propiciado por el Papa Pío XI, y bosquejó también
cómo una comunidad monástica podría realizar actividad misionera sin
sacrificar sus características básicas. Los
cistercienses, en lugar de poner a simples
monjes en puestos de misiones aisladas, iban a establecer comunidades bien
organizadas y, por medio del ejemplo de su vida y de la actividad educativa,
promoverían y profundizarían la auténtica vida y cultura cristiana.
Esta difícil tarea encontró a un
promotor diligente en el abad Aloysius Wiesinger de Schlierbach, cuyo
monasterio se convirtió bien pronto en el centro del movimiento. El abad
informó al Capítulo General extraordinario de 1927 sobre el resultado de sus
investigaciones, relacionadas con América del Norte y del Sur, y el trabajo
comenzó de inmediato. Himmerod,
que todavía estaba luchando contra los inconvenientes
de un difícil comienzo mandó sus pioneros a Itaporanga
(São Paulo, Brasil). Mientras
los sacerdotes se encargaban de tareas pastorales, los hermanos se adaptaron
con éxito a los métodos locales para cultivar la hacienda y en 1939
proyectaron la fundación de un nuevo monasterio. En nuestros días, la
floreciente comunidad alcanzó ya el rango de abadía, y paralelamente al
trabajo parroquial los monjes se ocupan de la agricultura.
La donación de una gran extensión
en Jequitibá (Bahía, Brasil) posibilitó una fundación realizada por una
misión proveniente de Schlierbach en 1938. Hacia 1945, habían terminado una
parte considerable de su programa de construcciones y, al lado de las
normales actividades misioneras, ejercían otras en el campo de la educación
en forma muy activa. En 1950, este monasterio fue elevado también al rango
de abadía. Una tercera fundación brasileña, la de Itatinga, fue llevada a
cabo en 1951 por la comunidad de Hardehausen, que quedó sin monasterio
después de la supresión de 1938. En 1952, la Santa Sede reconoció a Itatinga
como la sucesora legal de la abadía de Hardehausen. En 1961, las tres casas
brasileñas formaron la Congregación Brasileña de la Santa Cruz.
A requerimiento del papa Pío XI,
la Congregación de Casamari había estado preparando en su propio seminario
para vocaciones monásticas desde 1930, a gran número de jóvenes africanos
nativos de Eritrea, por entonces colonia italiana. Después de concluir sus
estudios, fueron enviados a su país, donde surgió en 1940 un nuevo y
floreciente monasterio cisterciense
cerca de Asmara.
En su liturgia seguía el rito etíope, pero afiliados a
la Congregación de Casamari.
En la Indochina francesa
(Vietnam), un sacerdote misionero, Enrique Denis,
fundó en 1918 un establecimiento para vocaciones
contemplativas de los nativos en Phuoc-Son. En 1933, la comunidad solicitó
ser admitida en la Común Observancia y el Capítulo General del mismo año se
pronunció en forma favorable. En 1935, la desbordante población de Phuoc-Son
estableció otra casa en el norte, Chau-Son. La guerra civil que desgarró al
país después de 1945 obligó a esta última comunidad a huir al sur,
encontrando refugio en 1953 en Phuoc-Ly. En ese mismo año, hasta Phuoc-Son
se vio obligada a trasladarse al sur, restableciendo la vida comunitaria en
Thu-Duc. A pesar de la conmoción causada por la guerra incesante, los
cistercienses vietnamitas
experimentaron un crecimiento constante y formaron su propia Congregación
(1964), bajo el nombre de la Sagrada Familia, uniendo así a cinco
comunidades. La victoria final de las fuerzas comunistas a comienzos de 1975
ha comprometido, sin embargo, hasta la misma subsistencia de la vida
cisterciense en esa región, que
tanto ha sufrido.
El Abad General Janssens
demostró un agudo interés por la expansión de la Orden en América del
Norte. Por su iniciativa personal y estímulo constante se
adquirieron cuatro propiedades entre 1928 y 1932, con el
propósito de realizar dos fundaciones en Canadá, y otras antas en los
Estados Unidos. Pero el momento no era adecuado. La depresión económica
mundial convirtió en muy precarias las bases financieras de las
instituciones nacientes y la Segunda Guerra cortó el vínculo entre Europa y
América. Rougemont, una de las fundaciones canadienses en Québec,
sobrevivió bajo la tutela de Lérins (Francia), y
demostró ser un miembro próspero de la Congregación de Sénanque,
rebautizada como Congregación de la Inmaculada Concepción. En 1950,
Rougemont fue promovida a abadía.
En los Estados Unidos, Nuestra
Señora de Spring Bank, en
Wisconsin, fue poblada
por monjes austríacos en 1928, que bien pronto se encontraron con graves
dificultades financieras, agravadas por las leyes de inmigración, que
impedían a los hermanos legos transformarse en residentes permanentes del
país. La pequeña comunidad sobrevivió, pero por bastante tiempo su futuro
fue incierto. La segunda fundación americana, en el estado de Mississippí,
denominada Nuestra Señora de Gerowval (1935) no pudo elevarse más allá del
nivel de una pequeña residencia que funcionaba como parroquia misionera.
Durante el curso de la Segunda
Guerra Mundial pocas casas de la Común Observancia en Europa sobrevivieron
sin haber sufrido daños materiales considerables y, en Alemania y Austria,
donde los monjes no fueron eximidos del servicio militar activo, algunos
murieron en los distintos campos de batalla, mientras otros pasaron años de
cautiverio como prisioneros de guerra. Mucho más trágico aún fue el pacto de
postguerra que aseguró a los comunistas el control de los países situados
detrás del «Telón de Acero». Las dos florecientes comunidades de
Checoslovaquia (Hohenfurt y Ossegg) fueron secularizadas, y dispersados los
monjes. En Hungría, se llevó a cabo la misma política (1948-1950) y terminó
con la vida de Zirc y
todas sus casas y escuelas afiliadas. Muchos monjes, incluso el abad
Vendelino Endrédy (†),
fueron encarcelados; otros fueron obligados a encontrar empleos seculares.
Sólo una fracción de sus casi doscientos cincuenta miembros pudo huir al
extranjero.
En Polonia, aunque todas las
instituciones religiosas cayeron bajo un régimen de control estatal, la
Orden ha sobrevivido. Las vocaciones jóvenes posibilitaron a la Congregación
Polaca obtener y repoblar varias casas antiguas de la Orden y, de acuerdo
con los últimos cálculos, un total de seis monasterios albergan a ciento
diez cistercienses.
Un contingente considerable de
refugiados húngaros pudo encontrar nuevas oportunidades en los Estados
Unidos. Al principio, ayudaron a revitalizar la despoblada
Spring Bank, Wisconsin, luego,
en 1956, la mayor parte participó en la fundación de la Universidad de
Dallas, donde pronto erigieron su nueva abadía de Our
Lady of Dallas, y su propio colegio secundario
para muchachos. Después de la partida de los húngaros,
Spring Bank admitió a un pequeño
grupo de ex-trapenses. Este mismo grupo fundó en 1967 un
priorato en
New Ringgold, Pennsylvania,
cerca de Allentown. En el ínterin, monjes de la suprimida
Ossegg pudieron reagruparse en
Rosenthal, cerca de Dresde, y en Langwaden,
cerca de Düsseldorf.
En 1958, la abadía de Hohenfurt se unió a la abadía
austríaca de Rein.
Durante los difíciles años de la
posguerra, Casamari demostró ser la congregación más vigorosa dentro de la
Común Observancia y, entre 1950 y 1974, no sólo aumentó el número de casas
afiliadas, sino que el total de sus miembros se elevó de ciento cincuenta y
uno a doscientos seis. Esta Congregación incluye Our
Lady of Fatima, una pequeña comunidad americana
fundada en 1967 en Moorestown, Nueva Jersey.
La crisis vocacional de la década
del 60 resultó fatal para varias comunidades europeas. En 1967 tuvo que ser
suprimida, por falta de vocaciones, Seligenporten, en
Alemania. En Francia, la Congregación de la Inmaculada Concepción (Sénanque)
se vio obligada a abandonar Sant Miquel de Cuixá, luego Pont-Colbert y hasta
Sénanque para asegurar monjes suficientes a Lérins. Otra pérdida importante
fue Boquen, que después de la muerte del Abad Alexis Presse
se convirtió en una «domus experimentorum» de
renovación para la juventud, perdió su carácter monástico y fue suprimida
por consiguiente en 1973. Por otro lado, Poblet fundó
una segunda casa en Catalunya en 1967: Solius, en la comarca de la Selva.
Dentro de la Común Observancia, la
exigencia de «renovación» no creó una revolución comparable con la ocurrida
entre las filas de la Estricta Observancia. La idea de «pluralismo» –
autonomía local-, respuesta positiva a las necesidades de la Iglesia
contemporánea y una fructífera interacción entre el monasterio y el mundo se
practicaban desde hacía tiempo en la mayoría de las Congregaciones de la
Común Observancia. A pesar de lo cual, el Capítulo General dedicó dos
sesiones especiales para considerar las nuevas exigencias, una en 1968 en
Roma, y en 1969 la otra, en la abadía alemana de Marienstatt.
Fruto de esas asambleas fue la
publicación de una Declaración detallada (cincuenta y dos páginas impresas)
sobre la misión del monaquismo cisterciense
en el mundo moderno y una nueva Constitución para el
supremo gobierno de la Orden.
La nueva constitución define a la
«Orden Cisterciense» (O.
Cist), en ciento nueve artículos, como «una unión de
congregaciones» gobernadas por un Capítulo General bajo la presidencia de un
Abad General. Sumados a todos los abades, los miembros del Capítulo General
incluyen a delegados de cada casa o congregación, proporcionales
al número de
monjes. El
Capítulo debe
ser convocado cada cinco años,
para legislar sobre la
Orden en conjunto. El
Abad General debe
ser elegido por el
Capítulo General por un
término de diez años, aunque
siempre sigue siendo reelegible. Debe residir
en Roma, y está
ayudado por
un consejo
de cuatro miembros, también
elegido por el
Capítulo. El histórico
definitorium, que ha sido
rebautizado como «Sínodo»,
debe incluir
al Abad General,
al Procurador General, a
los Presidentes de cada
congregación y a
otros cinco
miembros elegidos
por el Capítulo General.
El Sínodo debe reunirse al
menos año
por otro,
y debe
tratar los asuntos
urgentes que se susciten
entre las reuniones del
Capítulo General.
La reglamentación
de la
vida monástica a nivel
local reservada a las Congregaciones
autónomas, cada una bajo un Abad
Presidente y un
«Capítulo congregacional» que
regulan temas tan
importantes como el tiempo
de duración del
abadiato, la posición
legal de los
conversos, la
reforma litúrgica
y las observancias
monásticas. La tarea
primordial de cada Abad
Presidente es la
visita trienal a cada casa de su
congregación. Su propia abadía es visitada por
el Abad General.
El Capítulo General de 1974, reunido
en Casamari,
contó con la participación, por
primera vez, de
algunas abadesas cistercienses
como observadoras. La asamblea confirmó, con
ligeras variantes, el
trabajo de las sesiones
extraordinarias previas de
renovación y
consideró, entre
otras cosas,
asuntos litúrgicos y
la persistente
crisis vocacional.
Las estadísticas
compiladas para esta sesión del
Capítulo demostraron
que la disminución
de miembros
durante la
década pasada
no ha sido tan
acentuada, a despecho
de las pérdidas
trágicas e irreparables tras el «Telón de
Acero». En 1950, el total de miembros alcanzaba a mil setecientos
veinticuatro, en 1974 era de mil quinientos cuarenta y siete, un descenso
algo mayor del 10%. El número de novicios no mostró gran fluctuación. Era
llamativo el alto porcentaje de novicios que han salido: de seiscientos
veintitrés novicios de coro admitidos entre 1961-1965, sólo perseveraron
doscientos sesenta y cuatro, y la proporción de deserciones es aún mayor
entre los novicios para hermanos legos. Entre 1966 y 1970, fueron admitidos
menos novicios de coro (quinientos veinticinco), pero un porcentaje
relativamente mayor (doscientos cuarenta y siete) alcanzó a hacer la primera
profesión.
Otro elemento en la general
disminución del número de miembros ha sido los que dejaron la Orden después
de la profesión solemne. Entre 1964 y 1968, catorce monjes pidieron dispensa
de sus votos antes de la ordenación; veinte sacerdotes fueron secularizados;
trece recibieron autorización para vivir en forma permanente fuera del
monasterio; dos sacerdotes pasaron al estado laical. Entre 1969 y 1974, las
cifras para las mismas categorías y en el mismo orden habían aumentado a 20,
31, 12 y 30. Es particularmente notable el gran incremento de las
reducciones al estado laical.
Los que buscan consuelo en el
hecho de que la disminución dentro de la Orden ha sido mucho más baja que en
otros institutos, fueron advertidos por los abades austríacos, quienes
señalaron la alarmante desproporción entre jóvenes y viejos. En 1974, sobre
un total de trescientos veintinueve monjes y novicios austríacos, más del
19% contaba más de 70 años de edad y sólo el 10% menos de 30. El grupo que
acusaba netamente un mayor porcentaje (26,3%) reunía a aquellos cuyas edades
oscilaban entre 60 y 70 años. En realidad, sólo el aumento muy reciente del
número de novicios mantiene alguna esperanza de un apreciable desarrollo de
la Orden en un futuro cercano.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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