Historia institucional cisterciense
Vida diaria y costumbres
Hasta la corriente actual del
aggiornamento,
el rasgo más durable y sobresaliente de la vida monástica tradicional fue
el horarium
diario. La propia Regla delineó la rutina de los monjes, basada
en el «número sacro de siete» horas para el Oficio Divino: Laudes, Prima,
Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas. El hecho insólito de levantarse
a medianoche para Maitines (o vigilias) encontró su justificación, además
de su valor ascético, en las palabras del Salmo 118, donde el salmista
dice: «A medianoche me levanté para darte gracias».
De acuerdo con la misma tradición
inmemorial, los intervalos entre las horas del Oficio se rellenaban con
trabajo manual y lectura espiritual. Todas las actividades de la jornada
habían de completarse entre la salida y puesta del sol.
En realidad, este astro fue el
principal reloj que tuvieron los monjes antes de que comenzaran a usarse los
de péndulo, en el siglo XVIII. Esta disposición daba por resultado más horas
de trabajo en verano y mayor tiempo para descansar en las largas noches de
invierno. Siempre resulta difícil circunscribir el horario monástico
medieval a la estimación moderna del tiempo, debido especialmente a que a la
diferente duración del día en las diversas estaciones se añaden
modificaciones producidas por la situación en distintos grados de latitud
geográfica. Teniendo en cuenta estos problemas, la tabla que presentamos a
continuación puede dar una
idea aproximada de
cómo transcurría el día de
los monjes entre
junio y mediados de
diciembre.
|
Junio |
Diciembre |
|
Levantarse |
1.45 |
1.20 |
|
Maitines (Vigilias) |
2.00 |
1.35 |
|
Fin de Maitines |
3.00 |
2.35 |
|
Intervalo |
|
|
|
Laudes |
3.10 |
7.00 |
(Comienza a la aurora). Misas
privadas y missa
matutinalis. |
Intervalo |
|
|
|
Prima |
4.00 |
8.00 |
Capítulo. |
|
|
En invierno la secuencia era
la siguiente: Prima, Misa, Tercia, Capítulo. |
|
Trabajo |
5.00 |
|
|
Tercia |
7.45 |
9.20 |
|
Misa |
8.00 |
|
|
Lectura |
8.50 |
|
|
Sexta |
10.40 |
11.20 |
|
Almuerzo |
11.00 |
13.35 |
|
Siesta |
|
|
En invierno Nona se decía
antes del almuerzo, al cual seguía un período de lectura. |
Nona |
14.00 |
|
|
Trabajo |
14.30 |
|
|
Vísperas |
18.00 |
15.30 |
|
Cena |
18.45 |
|
En invierno no había cena. |
Completas |
19.30 |
16.00 |
|
Acostarse |
20.00 |
16.30 |
|
Sin contar
el tiempo de
la misa, el Oficio Divino
exigía entre
tres y
cuatro horas
diarias según el rango de
las fiestas. En verano, dedicaban casi
seis horas al trabajo
manual, que se reducían
a menos de dos en invierno.
Durante esta última
estación, pasaban más
tiempo meditando y
leyendo, especialmente en
el largo intervalo entre
Maitines y Laudes. En
pleno verano, el
descanso nocturno era algo inferior a
las seis horas, compensado
con una
siesta después
del almuerzo. En invierno, no había necesidad de eso,
porque los monjes gozaban de un descanso ininterrumpido de más de ocho
horas.
El horario de los conversos
difería completamente. Se levantaban después que los monjes terminaban
maitines, pero pasaban mucho más tiempo trabajando, excepto los domingos y
fiestas, cuando participaban en algunos de los oficios de los monjes.
Como siempre fue difícil calcular
las horas nocturnas, existieron diversas costumbres para determinar el
tiempo exacto de levantarse. El Capítulo General de
1429 trató de lograr uniformidad completa,
ordenando que en cada abadía el sacristán diera la señal de levantarse a las
dos durante todo el año y a la una los domingos y festividades. De acuerdo
con Capítulo General de 1601,
la hora de levantarse los días de semana debía
retrasarse hasta las tres. El Capítulo de 1765
otorgó mayores concesiones a comunidades de hasta seis
miembros, a los que se les permitía comenzar su jornada a las cuatro. Por
entonces, en La Trapa, y posteriormente en todas las abadías de la Estricta
Observancia, se siguió, hasta la década de 1960,
el horarium
cisterciense original.
Un hecho importante en la rutina
diaria de las abadías lo constituía el «capítulo» (capitulum)
realizado generalmente después de prima, en la sala capitular, ubicada al
lado de la sacristía en el ala oriental del claustro. Estaban presentes
todos los miembros profesos de la comunidad; los novicios y conversos
mantenían capítulos separados. Se trataba de que la reunión fuera, a la vez,
una oportunidad para la dirección espiritual, y una ocasión para tomar
decisiones administrativas, si era necesario.
Primero, se leía el
martirologio conmemorando todos
los santos que se celebraban ese día. Luego seguía la Pretiosa, una
breve oración monástica matutina, y la lectura de un capítulo de la Regla de
san Benito, con un
comentario o aplicación realizada por el abad o prior que presidía. Los
domingos – y festividades se leía y explicaba el Libro de los Usos o los
estatutos del Capítulo General.
Una parte menos formal y más
vivida comenzaba con el requerimiento del superior a todos los presentes que
dieran un paso adelante y se acusaran de sus faltas públicas y
transgresiones a las numerosas reglas y reglamentos de la Orden. En casos de
notoria reticencia, se permitía a los otros monjes acusar al miembro en
cuestión. A cada infractor se le daba una penitencia, que consistía de
ordinario en actos de humillación, ayuno, remoción del cargo o imponiendo la
disciplina regular. Por delitos muy graves, los castigos consistían en
excomunión, prisión o expulsión, pero se permitía siempre apelar de dichas
sentencias ante las autoridades superiores.
Aunque la Regla no las mencionara,
las penas de prisión eran medidas punitivas monásticas ampliamente
difundidas en otras órdenes. Tal es el caso de Cluny. Pero aparecieron
apenas en Cister en las actas del Capítulo General de 1206, permitiendo
simplemente que se construyeran cárceles en cada abadía. En 1230 se lo
ordenaba, y el estatuto insistía en que tenían que ser «sólidas y seguras».
Dado que las fechas coinciden con brotes de cierta indisciplina en algún
monasterio por parte de los conversos, se puede suponer que estas medidas,
tomadas de la justicia secular, eran adoptadas por las autoridades de la
Orden con el fin de reprimir tales indisciplinas. Los archivos del Capítulo
General proporcionan detalles sobre tales hechos.
El Capítulo diario era también la
ocasión para anunciar acontecimientos importantes, nombramientos o
elecciones de colaboradores, y el momento en que el prior asignaba a los
monjes sus trabajos o tareas particulares. En ocasiones más festivas se
esperaba que el abad pronunciara un sermón alusivo. También se llevaban a
cabo durante el capítulo la admisión de los novicios, tomas de hábito y
profesiones. La sesión terminaba con el recuerdo de los miembros fallecidos
de la comunidad y la recitación del Salmo 129, el
De profundis, y sus
preces finales. La importancia y frecuencia del capítulo disminuyó mucho en
el siglo XV, como sucedió con otras costumbres, pero fue completamente
restaurada dentro de la Estricta Observancia.
El trabajo manual dependía por
completo de las estaciones: más pesado en verano, más ligero en invierno.
Las tareas habituales de las granjas estaban a cargo de los conversos, pero
en época de arado y cosecha todos los monjes que estuvieran en condiciones
participaban del trabajo en el campo el tiempo que fuera necesario. En esas
ocasiones, se rezaba la misa matutinal
a una hora temprana, y toda la comunidad marchaba
llevando los aperos a los campos, donde pasaban el resto del día, rezando y
comiendo en el lugar de trabajo. En esos casos, se suspendía la ley del
ayuno y se servía mayor cantidad de bebida. Los
Ecclesiastica officia
especifican la distribución de unos
700 gr. de pan y una mezcla de
leche y miel para beber.
Con el arriendo progresivo de la
tierra monástica disminuyó en gran parte la necesidad de trabajar los
campos. Las huertas cercanas a las abadías, que todavía tenían que ser
cuidadas fueron asignadas a los hermanos legos que quedaban. El problema de
un trabajo significativo para los monjes de coro quedó como un problema
debatido y básicamente sin solución hasta la Revolución Francesa.
Citando la Regla de san
Benito, tanto los Capítulos como
los padres visitadores castigaban sin compasión la ociosidad, pero ambos
fracasaron en prescribir el remedio realmente adecuado. No podía pensarse en
el retorno a una actividad agrícola extensa y organizada, cuando la mayoría
de las fincas monásticas eran cultivadas por arrendatarios libres. Una
actividad pastoral de cierta intensidad iba en contra de la tradición
monástica y de los intereses del clero secular. El trabajo intelectual
habría requerido organización, disponibilidad de bibliotecas y constante
aliento, todo lo cual faltaba entre los
cistercienses. Cuando los Capítulos Generales de
los siglos XV y XVI intentaban organizar los archivos y mantener las
bibliotecas querían satisfacer simplemente necesidades prácticas, pero no
abrigaban ningún anhelo de facilitar la investigación. ¿Qué podían hacer los
monjes, cuando no estaban ocupados en sus tareas religiosas o ejercicios de
piedad?
La naturaleza de esta situación
bastante patética quedó al descubierto con toda crudeza, cuando el Capítulo
de 1601 ordenó que «para evitar la ociosidad, todos deberían estar ocupados
a ciertas horas en el estudio concienzudo de las letras y lectura espiritual
u otros actos de piedad, y si hubiera monjes poco inclinados al estudio,
debía asignárseles otros trabajos, tales como pintar, tejer en telares,
remendar ornamentos litúrgicos, encuadernar libros y otras actividades
similares, ocupándolos siempre en algo, no sea que el demonio, buscando a
quién devorar, los encuentre ociosos». Por supuesto, todo esto no era
sustitutivo para el trabajo organizado e institucional que había logrado que
el monacato fuera próspero y reverenciado en siglos más felices. Tampoco
resultó de gran ayuda que el mismo Capítulo confiara la limpieza del
monasterio a los miembros más jóvenes de la comunidad todos los sábados y
vigilias. Finalmente, se ordenó que todos los monjes realizaran trabajos
físicos dos veces por semana. Indudablemente debió ser muy
edificante ver la
fila de religiosos marchando a realizar
algún trabajo de
mantenimiento o
jardinería. Sigue siendo dudoso, con
todo, si tales ocupaciones
proporcionaban campo suficiente para
las energías creadoras o
daban el grado de
satisfacción que es
indispensable para una vida
religiosa sana. Sin
embargo, el problema no
se sintió tan agudamente
en el Antiguo Régimen
como en la actualidad, ya
que grandes sectores de las
clases altas, incluyendo
al clero, disfrutaron
habitualmente de una vida cómoda,
mantenidos por pensiones y
prebendas.
Cuando los
legisladores monásticos abordaron el
tema de la alimentación, dieron
el debido énfasis a las
virtudes de la templanza
y mortificación. Aunque
la Regla de san
Benito muestra un
grado sorprendente
de moderación,
desde el
14 de septiembre (fiesta
de la Exaltación de
la Santa Cruz) hasta
Pascua, permitía comer
una sola vez al día, y
prescribía abstinencia
total y perpetua de carne durante todo el año.
Ambas
prescripciones seguían simplemente la tradición del
ascetismo primitivo, que se convirtieron
por medio
de la Regla en
rasgos característicos del
monaquismo medieval. Una
línea de autores
cristianos, que comprende
sin interrupción desde
los primeros Padres hasta
los últimos escolásticos,
compartía la convicción de que
un cuerpo mortificado
aumentaba la vigilancia
espiritual, y de que la abstinencia
era un
escudo efectivo contra los deseos carnales. La
actitud cisterciense está
perspicazmente resumida por
san Bernardo
en uno de sus
sermones sobre
el Cantar de
los Cantares
(n. 66): «Me
abstengo de
la carne, porque
sobrealimentando el cuerpo, también
alimento los deseos carnales;
trato de comer aun el pan
con moderación, no sea
que mi estómago
pesado me impida levantarme
para orar».
Santo Tomás de
Aquino, en cambio,
con su aguda
percepción, afirma:
«La Iglesia en materia de
ayuno, se
atiende a
lo más general. Y no
hay duda de que ordinariamente
agrada más comer carne que pescado, aunque haya
excepciones. A esa ley
común se atiende la
Iglesia cuando prohibe la carne…
Además, entre
los ayunos, tienen preferencia
los cuaresmales, ya
porque se imita a Jesucristo, ya porque nos
preparan a la devota celebración de los misterios de nuestra redención. No
hay, pues, porqué extrañarse de la prohibición de carnes en cualquier ayuno».
Las costumbres
cistercienses, siguiendo la
Regla, permitían que en la comida principal se sirviera una generosa porción
de pan, dos clases de legumbres cocidas y, como tercer plato, fruta del
tiempo. Cuando se cenaba se servían verduras y fruta con la porción de pan
que quedaba. En ocasiones de fiestas, se agregaba a la comida principal una
«pitanza», tal como pan blanco, pescado y quesos. Fundaciones para misas de
aniversario incluían con frecuencia pitanzas para la comunidad, de forma que
tales comidas llegaron a ser semanales, o más frecuentes todavía. Sin
embargo, no se podían servir pitanzas durante tres días consecutivos ni
durante las sesiones del Capítulo General. En Adviento y Cuaresma, las
restricciones de la dieta alcanzaban a los huevos, el queso y la grasa
animal. Los viernes de Cuaresma, los monjes ayunaban a pan y agua. En la
preparación de los platos, se podía usar sal, y sólo hierbas aromáticas
cosechadas en el monasterio.
A los miembros más jóvenes de la
comunidad, se les permitía tomar un desayuno (mixtum),
antes o después de la Sexta, franquicia que se
extendía a algunos más, a causa de sus enfermedades. Al comienzo, no era más
que un poco de pan mojado en vino, y aun esto se suspendía en Cuaresma. Sin
embargo, en siglos posteriores se daba el desayuno a todo el mundo y, en el
siglo XVIII, muchas abadías ofrecían la ración habitual de leche, té o café,
agregando a veces hasta un plato de sopa.
Otra costumbre primitiva y
ampliamente aceptada era servir una bebida (biberes)
después de Nona, especialmente en verano. Podía
ser vino, o si éste no abundaba, cerveza o sidra. La cerveza se producía
habitualmente en tres calidades diferentes, con mayor o menor contenido
alcohólico. La mejor era privilegio de la mesa del abad, o se servía en el
refectorio en ocasiones solemnes.
El abad habitualmente no comía con
su comunidad. Tenía su propia mesa que, de acuerdo con las instrucciones de
la Regla, debía compartir con los huéspedes, cuya presencia era casi
habitual. En el caso excepcional de que faltaran, el abad tenía libertad
para invitar a dos monjes, aunque, en todos los casos, tanto el abad como
los huéspedes debían seguir las mismas reglas alimenticias que el resto de
la comunidad.
Antes de entrar en el refectorio,
los monjes debían lavarse las manos en una fuente-lavabo, con frecuencia
primorosamente decorada, donde fluía constantemente el agua a través de un
cierto número de orificios. Luego, ocupaban sus lugares en el lado externo
de largas mesas dispuestas en forma de u. Encontraban ya el alimento
servido. Después de la bendición en latín se sentaban, pero no comenzaban a
comer, hasta que el prior, que presidía, descubría el pan.
Había silencio total durante toda
la comida, mientras un monje leía en voz alta pasajes selectos de la Biblia
Latina. En siglos posteriores, se elegía un párrafo de la Biblia, y luego se
leía un libro edificante en idioma vernáculo. El lector usaba un atril
situado sobre una plataforma elevada, pegada a la pared. En el comedor del
abad, se seguía la misma pauta, aunque pudiera acortar la lectura en
beneficio de los huéspedes, y dar oportunidad a una conversación edificante.
Muchas abadías terminaron por adoptar esta práctica también en el refectorio
de los monjes. Por entonces, la lectura durante toda la comida se había
convertido en signo especial de austeridad, practicada generalmente en las
casas de la Estricta Observancia.
En los países donde se podían
cultivar viñas, la bebida era el vino, que había sido aprobado con cierta
reticencia por san Benito.
De acuerdo con la Regla, la cantidad diaria de vino que
un monje podía beber era una hemina,
que está calculada como 0,275 l. Se colocaba en
un jarro de barro cocido frente a cada monje, pero la misma cantidad debía
alcanzarle, si desayunaba y cenaba. En climas más fríos, en donde no se
produce vino, se tomaba cerveza o sidra. Se evitaba en lo posible el consumo
de agua, dada a veces la conocida insalubridad de la mayoría de los
suministros y conducciones.
El correcto comportamiento de los
monjes estaba sujeto a minuciosas reglamentaciones, dando a la ocasión un
carácter semilitúrgico. La urbanidad cisterciense
en la mesa exigía que los monjes tomaran las
tazas para beber con ambas manos, que se sirviera la sal con la punta del
cuchillo, y se frotaran los cubiertos con un pedazo de pan y no con la
servilleta. Las comidas se concluían con una acción de gracias, durante la
cual toda la comunidad marchaba en procesión a la iglesia, donde terminaba
la ceremonia.
Como ocurrió en otras áreas de la
disciplina, la regla de la alimentación tendió hacia una gradual mitigación,
especialmente en materia de abstinencia perpetua. El proceso comenzó en la
enfermería del monasterio, donde se permitía comer carne a los
enfermos hasta que recuperaran
sus fuerzas. La fácil admisión en la enfermería dio ocasión de comer carne.
El Capítulo General de 1439, aprobando silenciosamente esta costumbre,
insistía simplemente en que, en cualquier caso, por lo menos los dos tercios
de la comunidad debía seguir la dieta regular en el refectorio, y que nadie
debería comer carne más de dos veces por semana.
A comienzos del siglo XIV fueron
otras causas las exigencias de la hospitalidad y la dificultad de obtener
legumbres. En un cierto número de casos, las dispensas papales otorgadas a
abadías particulares habían debilitado la ley de abstinencia en tal grado,
que aun la bula de reforma de Benedicto XII, la
Benedictina de 1335, no sólo fracasó en
hacer cumplir las observancias primitivas, sino que eximió de la abstinencia
perpetua a los abades dimisionarios y a los comensales de la mesa del abad.
Hacia el año 1473, las prácticas
locales de abstinencia eran tan divergentes, que el Capítulo General decidió
dirigirse a la Santa Sede para nuevas reglamentaciones. La aclaración de
este tema, entre otras
cosas de mayor importancia, fue confiada a la delegación de abades con tanta
frecuencia mencionada, que se envió a Roma en 1475. Una bula promulgada por
Sixto IV el 13 de diciembre de 1475 no otorgó dispensa absoluta, pero
facultaba al Capítulo General y al Abad de Cister para adoptar la ley de
abstinencia a las circunstancias modificadas. Incluso se multiplicaron las
concesiones del Capítulo en favor de un cierto número de abadías de forma
tan rápida, que, en el plazo de diez años, la abstinencia perpetua llegó a
ser del pasado. Los términos de la autorización dada a la casa alemana de
Eberbach, en 1486, sirvieron como nueva norma de observancia: podían comer
carne tres veces por semana, los domingos, martes y jueves.
En Whalley, Inglaterra, la
administración de su último abad, de trágico destino, Juan Paslew
(1507-1537) fue una era de magnificencia y abundancia, disfrutada por toda
la comunidad. En 1520, los monjes gastaron alrededor de las dos terceras
partes de su presupuesto anual en comida y bebida, y su mesa se
caracterizaba por servir en ella, higos, dátiles, y dulcería. Los hermanos
hasta pagaban abultadas cifras por entretenimientos, cantores, y
espectáculos con osos.
La vuelta a la abstinencia
perpetua se convirtió en la exigencia principal de la Estricta Observancia
en el siglo XVIIi. La Constitución Apostólica de Alejandro VII
In Suprema
de 1666, elogiaba la intención de los «abstinentes», pero permitía comer
carne al resto de la Orden tres veces por semana, es decir, aprobaba la
dispensa difundida y practicada desde antiguo. No obstante, el movimiento de
reforma reintrodujo un cierto número de austeridades de la primera época. El
delegado de Bohemia en el Capítulo General de 1664, el abad Lorenzo
Scipio de
Ossegg, relataba las comidas en
Cister con franca desaprobación por tales mortificaciones: «en el momento de
comer, que siempre era muy regular, la lectura proseguía sin
benedícite
(signo de concluir la misma), y toda la comida se
terminaba en menos de una hora. Nunca se servían más de dos platos, a lo
sumo tres, todos preparados en el miserable estilo borgoñón, prácticamente
sin especias. Pero el vino era bastante bueno, y si alguien prefería, podía
mezclarlo con agua».
En el siglo XVIII, mientras la
Estricta Observancia continuaba fiel a la abstinencia perpetua, la Común
Observancia, sin relajarse lo más mínimo en la austeridad monástica, y
obligada, en muchos casos, por la superior carestía del pescado, tomaba
carne algunos días de la semana. De acuerdo con los libros de cuentas del
Colegio de San Bernardo, en Tolosa
de Languedoc,
la comunidad (una docena de monjes) y sus huéspedes
consumieron en 1755 una cantidad considerable de carne, de gran variedad de
animales: vaca (80 kg.), carnero (120 kg.), ternera (90 kg.), caza, cerdo
(40 kg.), gallinas (214), palomas (138), codornices (50), pollos (228),
pavos (15), gansos (6), patos (14). El hecho de que el pescado (300 kg.) y
los huevos (7.422) fueran los dos elementos de mayor consumo en la lista
parecería indicar que la comunidad todavía seguía prefiriendo la dieta
monástica tradicional. Era característica de la localidad conseguir con
facilidad frutas del Mediterráneo, que los monjes encontraban con frecuencia
en sus mesas: naranjas, limones, castañas, aceitunas, higos y pasas. El
café, por entonces una rareza, se servía sólo en ocasiones festivas. Por
otro lado, la comunidad bebía vino con la moderación habitual. En el año
lectivo de 1753-1754, diez monjes, con sus sirvientes y huéspedes
ocasionales, consumieron quince barriles de vino común, pero téngase en
cuenta de que el Colegio era una residencia de estudiantes y no un
monasterio propiamente dicho. A veces los monjes salían de su frugalidad
cotidiana, especialmente en fiestas señalas como la de san Bernardo que
coincidía con la terminación del año académico. Después de la misa solemne,
con un predicador de nota, la comunidad acompañada de amigos se sentaba en
la mesa, aquel día mejor aderezada que de costumbre en donde se servía una
comida extra.
Hasta el siglo XVII, el horario
diario cisterciense no
incluía recreación. Esto no quiere decir que los monjes no pudieran abrir
sus corazones unos a otros, en especial si la conversación tenía una
motivación espiritual que la justificara. En esta línea, el Capítulo General
de 1232 estableció con claridad que, «para evitar conversaciones ilícitas,
se ordena que, cuando el «guardián del orden» (una autoridad monástica de
menor rango) estimulara a los monjes para hablar, la conversación debía
girar sobre los milagros de los santos, objetos de santificación y temas
relativos a la salvación de las almas, excluyendo siempre detracciones,
controversias y otras vanidades».
La carta de visita regular de 1523
para el colegio de san Bernardo de París permitía excursiones anuales a la
campiña cercana bajo estricta supervisión. El Capítulo General de 1601
aprobó caminatas para recreación, al decir que «cuando fuera conveniente
salir del claustro para tomar aire fresco o recreación, las caminatas
realizadas con dicho propósito no deben llegar muy lejos, ni durar más de
dos o tres horas y (son permitidas) únicamente cuando toda la comunidad,
conducida por el prior, pueda salir». Períodos diarios de conversación
después de las comidas aparecen en los horarios del Colegio Parisiense en la
década de 1630. Es probable
que disposiciones similares fueran bastante comunes
también en otras casas, excepto aquellas bajo control de la Estricta
Observancia. Una costumbre monástica peculiar, impuesta por la regla de
silencio estricto, fue el uso de un lenguaje de signos. El abad Odón
(926-942) lo introdujo en Cluny, y se difundió entre las congregaciones
reformadas de los siglos XI y XII. Cister no dictó reglas obligatorias para
su aplicación, pero adoptó probablemente el lenguaje de señas que se
practicaba en Molesme. Los signos, formados con dedos y brazos, no debían
ser usados para desarrollar una conversación, y estaban ideados simplemente
para transmitir mensajes e instrucciones. Un manuscrito de Claraval que ha
llegado hasta nosotros contiene un «diccionario» de doscientos veintisiete
signos, correspondientes al mismo número de palabras o términos latinos. En
otras partes, usaban para expresarse una cantidad más o menos similar.
Distintas reglamentaciones restrictivas dictadas por el Capítulo General
parecen indicar que el lenguaje de señas era usado con frecuencia para
bromear, en lugar de favorecer el espíritu de silencio y recogimiento. La
relajación gradual de la regla de silencio estricto eliminó los motivos del
lenguaje de señas, que fue restaurado posteriormente por la Estricta
Observancia.
En sus dormitorios los monjes del
Cister primitivo hicieron un valiente esfuerzo por seguir las sugerencias de
la Regla de san Benito. En concordancia con la misma, los monjes, no importa
cuán numerosos fueran, debían dormir en el mismo dormitorio común y
acostarse completamente vestidos en sus duros lechos. La «cama» era un
simple catre provisto de un colchón de paja, una almohada y una manta. La
prohibición cisterciense
de tener cualquier fuente de calor en los dormitorios, constituía otra
penuria. En los climas nórdicos, donde el viento húmedo y helado penetraba
en esas salas inhóspitas desde fines de noviembre y apenas cedía a comienzos
de la primavera, en abril, la noche exigía a causa del frío tanta
resistencia de los monjes como el duro trabajo diario.
No es de extrañar que el Capítulo
General se viera pronto envuelto en una batalla en dos frentes en la que
llevaba las de perder: tratando de rechazar los esfuerzos constantes para
proveer de alguna calefacción a los dormitorios de los monjes; evitar la
partición de los dormitorios comunes en celdas pequeñas, que el creciente
énfasis por los estudios y el deseo de aislamiento hicieron más deseables.
Ya en 1194, el Capítulo castigó al abad de Longpont por tener un dormitorio
construido «irregularmente». Durante todo el siglo
XIII, aumentaron las irregularidades de tal
manera, que en 1335, la Benedictina
tuvo que aceptar el desafío y reforzar la
antigua ley con la autoridad papal. Aun así, la bula otorgó excepciones a
favor de los enfermos en la enfermería, y a un número no especificado de
«oficiales, que no podrían dormir convenientemente en el dormitorio». Mas
aún, se permitía a los priores y subpriores construir celdas individuales en
los dormitorios comunes, aunque todas las otras celdas dentro de .los mismos
debían ser destruidos en tres meses, bajo pena de excomunión. De acuerdo con
una interpretación posterior de la bula, se designaba con el término de
celda una habitación con una puerta provista de cerradura; por consiguiente,
podía tolerarse la simple separación por medio de paredes que no tuviera
puertas. De cualquier modo, el Capítulo General de 1392 permitió a un monje
de Boulbonne cerrar su habitación con una puerta.
Mientras tanto, la rápida
disminución del número de monjes y la orientación cada vez más intelectual
de muchas comunidades hicieron que los anticuados dormitorios comunes fueran
prácticamente insostenibles. El Capítulo de 1494 autorizó a los abades a
dispensar de los dormitorios comunes «por una causa justa» prácticamente a
todo el mundo, aunque el decreto insistía todavía en que las estufas debían
ser retiradas de los dormitorios comunes. En 1530, la abadía de Poblet
recibió autorización para dividir el dormitorio en celdas privadas. El
Capítulo de 1573 trató simplemente de evitar la construcción de celdas fuera
de los viejos dormitorios. El Capítulo de 1601 generalizaba el uso de celdas
individuales, porque permitía a los monjes estudiar en sus propios cuartos.
La destrucción de las chimeneas se ordenó por última vez en 1605, aunque
este decreto fue tan ineficaz como las incontables medidas anteriores. Por
último, la In Suprema
de 1666, aprobó las celdas individuales
amuebladas con moderación, «por el bien de una mayor modestia y honestidad
de vida». La Trapa y la Estricta Observancia del siglo XIX volvieron a los
dormitorios comunes y en esas casas, como en el Cister antiguo, y el único
cuarto con hogar era el calefactorio. Después del Concilio tienen celdas
particulares.
Las fuentes de que disponemos
ofrecen únicamente escasa información sobre la higiene personal de los
monjes. Sin duda no tenían ni tiempo ni oportunidad para lavarse antes de
Maitines, y el único lugar para hacerlo sería la fuente-lavabo a la entrada
del refectorio. El mandatum o
lavatorio de pies de los monjes todos los sábados a la
noche, desde Pascua hasta el 14 de septiembre, tenía con toda probabilidad
un fin práctico, aparte de su carácter litúrgico. En los
Ecclesiastica officia
se lo menciona por primera vez, y aparece todavía en
los estatutos del Capítulo General de 1601.
Al comienzo sólo se permitía
bañarse a los enfermos en la enfermería. Todos los demás que se atrevían a
frecuentar lugares donde corría naturalmente el agua eran hasta censurados y
castigados por el Capítulo General. Un estatuto de 1188 juzga que todos
aquellos que dejen sus monasterios buscando «baños calientes», no debían ser
readmitidos. En 1202, fue depuesto el abad de san
Giusto, en Toscana,
porque comió en compañía secular y, como dice el
texto lacónicamente, «gustó de bañarse sin su hábito fuera de la abadía». En
1212, se llamó la atención a un monje de Hautecombe por haber comido carne y
haberse bañado.
Como primera indicación de un
deshielo en la materia, el Capítulo de 1437 estableció que «a las personas
sanas, no se les debía permitir más de un baño por mes». Un estatuto de 1439
parece implicar que por entonces ya estaba institucionalizado el bañarse.
Todavía insistía en que el baño era una condescendencia mensual, pero
agregaba que no debía ser ocasión para un «comportamiento frívolo» y que los
bañistas debían contentarse con los servicios de hasta dos servidores.
¿Dónde estaba situado el baño? Quizá en la enfermería. Por último, el
Capítulo General de 1783 permitió hasta que se frecuentaran lugares donde
corría naturalmente el agua, si lo justificaban prescripciones médicas.
Al comienzo, era costumbre
afeitarse y hacerse la tonsura monástica siete veces al año, en las vigilias
de las fiestas principales. En 1257, el Capítulo General aumentó las
ocasiones a doce, y un estatuto de 1297 ordenó afeitarse dos veces al mes.
La In Suprema de 1666
prescribía todavía lo mismo, aunque el texto ponía más énfasis en la
prohibición de usar una barba acicalada, a la usanza de la época.
Las sangrías periódicas
(flebotomía) a los monjes obedecían a una combinación de razones médicas y
ascéticas. Se le hacía a todo miembro de las comunidades monásticas cuatro
veces al año, si no estaba enfermo, de viaje o realizando algún trabajo
pesado. Se creía generalmente, durante todo el medioevo y comienzos de la
Edad Moderna, que la sangría, aparte de su resultado benéfico en
determinados casos médicos, era un requisito indispensable para mantener una
buena salud, y un medio efectivo contra el apetito sexual. En la primitiva
legislación cisterciense,
aparece bajo el término
minutio, y su práctica continuó hasta el
siglo XIX. Se hacía en el calefactorium.
o en la enfermería y a los pacientes se les
hacía descansar varios días y se les daba comida y bebida extra.
El espíritu de la más profunda
consideración prevaleció en el cuidado de los enfermos y ancianos. Toda
planta monástica con. taba con una enfermería espaciosa, construida un poco
apartada del claustro. La sala principal de la enfermería de Cister medía 55
metros de largo por 20 metros de ancho, dividida en tres pasillos por dos
hileras de delicadas columnas soportando la elegante bóveda gótica. La
enfermería de Ourscamp, que todavía se conserva, sirve hoy de iglesia
parroquial. Esta última construcción incluye un piso superior provisto de
celdas individuales para los enfermos graves. Pero hasta las construcciones
más pequeñas incluían comodidades para los enfermeros, y estaban equipadas
con una farmacia, cocina y amplia chimenea.
Aunque se suponía que los enfermos
posibilitados para caminar concurrían a los oficios en las iglesias, con
frecuencia se agregaba una capilla donde se pudiera decir misa y administrar
los sacramentos. Se suponía, que tanto los pacientes como el personal de
servicio debían respetar la regla de silencio, pero las leyes sobre
alimentación estaban en suspenso de acuerdo con la gravedad de cada caso. El
comedor de la enfermería se llamaba con frecuencia
misericordia, porque allí, por conmiseración, se
permitía a los miembros delicados comer carne.
La asistencia dada en la
enfermería no excedía en general de las medicaciones y remedios caseros. Si
algunos de los monjes que las atendían habían tenido alguna experiencia en
Medicina, era pura coincidencia. Sólo desde el Renacimiento, muchas abadías
prósperas emplearon a un seglar como clínico o cirujano residente, que
estaba a cargo de la sangría regular de los monjes y pudo haber acompañado
al abad y su comitiva en los largos viajes de visitas regulares. De acuerdo
con las reglamentaciones del Capítulo General de 1189, no se permitía que
los monjes enfermos buscaran cura fuera de sus abadías, y fue sólo mucho
tiempo después cuando se permitió a los cistercienses
concurrir a reputados centros de salud.
Cuando un monje estaba próximo a
morir, el tañido de las campanas llamaba a todos sus hermanos al lado de su
lecho, para ser testigos de los últimos sacramentos y de su feliz partida.
En estas ceremonias, se sacaba el colchón de la cama y se depositaba en el
suelo, sobre una capa de cenizas. Después de que exhalara su último aliento,
la comunidad se retiraba y el cuerpo era llevado a una cámara adyacente y
depositado sobre una tabla de piedra. Luego era despojado de sus vestiduras,
y lavado con agua caliente de la cabeza a los pies. Esto era un acto
simbólico de una tradición cristiana inmemorial, pero también podría haber
sido una autopsia primitiva que revelaba los estragos visibles de su
enfermedad mortal y tal vez la causa de su muerte. Caso de tratarse de la
defunción de un monje notable por su austeridad, es posible que esta
ceremonia despertara deseos de comprobar para personal edificación si había
en el cuerpo del muerto señales de mortificaciones. La piedra de la cámara
mortuoria de Claraval donde fue lavado el cuerpo de san Bernardo se
convirtió en objeto de veneración. Algunos visitantes devotos aseguraban
haber visto la marca del cuerpo del Santo sobre la piedra pulida.
Si se puede dar crédito a la
extraordinariamente inverosímil historia que narra Cesáreo de Heisterbach en
el Dialogus miraculorum, fue justamente en esa ocasión que los monjes
de Schönau descubrieron que el «Hermano losé», que había muerto como
novicio, era en realidad una chica. Su nombre verdadero era Hildegunda, hija
de un honrado ciudadano de Neuss
del Rhin,
que había fallecido de regreso ambos de Tierra Santa.
Después de increíbles penurias, Hildegunda fue admitida en la abadía de
Schönau donde nadie advirtió su sexo. Su muerte ocurrió el año 1188. Cuando
Cesáreo contó su historia parece que estaba en vías de convertirse en
«santa» para ser tenida así parte de la Edad Media.
Después del lavado ceremonial, el
cuerpo del monje fallecido, vestido con el hábito y la cogulla
cisterciense habituales, era
llevado en procesión a la iglesia y se colocaba sobre un féretro en medio
del coro. Si todavía había tiempo para una misa de funeral, el sepelio se
realizaba el mismo día. De lo contrario, los monjes velaban el cuerpo toda
la noche y se disponía la misa y el entierro para la mañana siguiente.
Después de las exequias, se transportaba el cuerpo a través de la puerta en
la pared norte del crucero hacia el cementerio adyacente. El cadáver, sin
ataúd, era bajado a la tumba, y el lugar se dejaba sin señalar. Después del
siglo XVII, se colocaba sobre cada tumba una cruz de madera con el nombre
del monje y el año de su muerte. En los cementerios de las abadías muy
pobladas, como Claraval y Orval, siempre había una fosa abierta recién
cavada, esperando a su ocupante, quizás inesperado.
Los abades eran enterrados bajo el
claustro, entre la sala capitular y la iglesia, a veces también en la sala
capitular, o en una cripta bajo la iglesia. La situación de los cuerpos de
los abades estaba señalada por lápidas, más o menos decoradas, encastadas en
el piso del claustro o colocadas en la pared.
Una vida monástica, altamente
ritualista, ordenada con
tal rigidez que prácticamente no deja lugar a la iniciativa individual,
aparecería como antinatural, hasta inhumana a los ojos de los lectores
modernos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que muchas grandes abadías
albergaron a cientos de individuos, cada uno con su temperamento, grado de
inteligencia y posición social diferente; todas sus vidas transcurrieron en
lugares demasiado estrechos, sin las ventajas del aislamiento que el hombre
de nuestros días consideraría indispensable. En tales circunstancias, una
coexistencia armoniosa y una creatividad comunitaria significativa hubieran
sido imposibles de no haberse impuesto reglamentos estrictos, asignando a
cada individuo su propio lugar y limitada función, reduciendo de este modo
los roces producidos por voluntades antagónicas e intereses en conflicto.
Esta organización inteligente y
reglamentada logró que la vida monástica dejara su indeleble impacto en la
sociedad cristiana. Aun el espectador de mente más simple quedaría
impresionado por el éxito descollante de los monjes en todos los campos de
sus múltiples actividades. Los logros espirituales e intelectuales, la
monumental arquitectura, la eficiencia en la economía y los beneficios de la
seguridad personal, prueban con elocuencia la superioridad de una vida
basada en la aceptación voluntaria de la disciplina, dedicación al trabajo
duro y sumisión a la autoridad religiosa. La creencia inquebrantable del
mundo occidental de que hasta el trabajo manuales ennoblecedor, de que «la
ociosidad es enemiga del alma» y, de que, por consiguiente, el trabajo es la
única fuente moralmente aceptable de bienestar, constituyen elementos del
noble legado del monaquismo cisterciense.
Bibliografía
(...)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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