Economia
La opinión pública hostil
La
esporádica erradicación
de aldeas no
fue la única causa por
la que
la opinión pública se
volvió hostil a
los cistercienses. Por una
ironía, la asombrosamente
rápida expansión
y el
aumento sostenido de
las posesiones de
tierra pertenecientes a
la Orden, se
convirtieron en motivo de
preocupación, primero dentro de
la sociedad eclesiástica
que observaba con envidia, luego
entre los
círculos gubernamentales,
temerosos de las consecuencias
financieras y políticas de una
combinación todopoderosa de
privilegiada riqueza y de influencia extendida
a todos los
niveles.
Ya en la
década de 1160, los verdaderos
cargos hechos
contra los
cistercienses no estaban
dirigidos contra la expansión
de la Orden
como tal, sino contra los
abades aparentemente codiciosos
y avarientos,
que no ponían límite
a su voracidad
por la tierra
y contra este espíritu
de codicia
que se había
infiltrado en
todas partes, incompatible con
los ideales iniciales de pobreza y
austeridad. El grito de protesta
se hizo tan fuerte, que
hasta un buen amigo de
los cistercienses como
Alejandro III, no
pudo ignorarlo por más
tiempo y,
en 1169,
promulgó una
amonestación en términos
muy duros, dirigida
al Capítulo General, acusando a
la Orden de
haberse alejado de «sus
instituciones originarias» y que
«aquellos que
han hecho el voto de abandonar
el mundo y,
cubiertos con ropa de pobreza,
decidieron servir a
Dios, ahora se
ocupan de
intereses seculares».
No hay
lugar a dudas
sobre que la Orden tuvo
que hacer
frente, por primera
vez en su
vida, a una crisis,
una crisis
de prosperidad.
Es cierto
que los
cistercienses estaban
seguros de sobrepasar y
en mucho a todos sus
competidores; no, por cierto,
por razón
de una búsqueda
decidida de riqueza, impropia
de los monjes,
sino a través del trabajo
duro, planificado con
inteligencia y una eficiente
organización. Como
señala R. W. Soutrem, «estos
puritanos de la vida
monástica incurrieron en el
pecado de puritanismo; se hicieron
ricos porque renunciaron a la gloria de la riqueza, y poderosos porque
invirtieron con sabiduría. Aquellos que buscaron la gloria e invirtieron
mal, los culparon de ser ricos y poderosos».
En su afán defensivo, el Capítulo
General trató de conseguir lo imposible: silenciar las críticas y conservar
en cambio las legítimas aspiraciones de la Orden. Después de haber legislado
contra la adquisición y retención de fuente de ingresos «ilegales», como
diezmos, aldeas y molinos, la asamblea de 1190 resolvió tomar medidas
severas: para poner freno a la codicia y terminar con la acumulación de
bienes, «todas las abadías ya establecidas tenían estrictamente prohibido en
el futuro la adquisición de tierras, cultivadas o sin cultivar». Sin
embargo, los abades agregaron con segunda intención que «a aquellas casas
pobres que hasta ahora no lograron un estado de desarrollo apropiado…, se
les permitía mayor expansión, dependiendo del juicio del propio abad y de
otros dos abades que estuvieran familiarizados con las circunstancias». Es
inútil destacar que el decreto fue tan poco práctico, que su observancia
nunca fue exigida; de hecho, sólo sobrevivió el texto en un manuscrito
descubierto en épocas recientes.
El Capítulo General de 1190 se
embarcó en un tipo de acción menos controvertida y resolvió que, «a partir
del próximo Capítulo, y desde entonces a perpetuidad, nos abstendremos de la
compra de tierra y de cualquier otro tipo de posesión inmobiliaria», con
excepción de las comunidades donde las posesiones fueran insuficientes para
mantener a treinta monjes y un número comparable de hermanos legos. Empero
las donaciones no gravadas (in puram eleemosynam) podían seguir
siendo aceptadas universalmente.
Las limitaciones artificiales a un
crecimiento todavía espontáneo fueron en gran parte ineficaces, y los
críticos de la Orden se sintieron justificados para presentar más cargos
contra los «avaros» cistercienses.
Impresionado por tales acusaciones, Inocencio
III renovó, en una carta al
Capítulo General de 1214, las amonestaciones de Alejandro
III, y afirmaba que «en esas y
otras materias similares, desafiando los estatutos originales de vuestra
Orden, habéis relajado (las reglas) a tal extremo que, si no se les restaura
pronto. con la debida fuerza, se puede temer la ruina inminente de vuestra
Orden».
Los reyes, que no estaban
completamente libres de codicia, se hicieron eco de los papas con todo
entusiasmo. Como ya se ha señalado previamente, Enrique II de Inglaterra
frenó la expansión cisterciense,
así que entre 1154 y 1200 se fundaron solamente seis
abadías nuevas. Cuando a su libertino sucesor, Ricardo I Corazón de León
(1189-1199) se le reprochaba su orgullo, lujuria y avaricia, protestaba que
se había librado a sí mismo de tales vicios, diciendo: «he casado a mis
hijas: orgullo con los Templarios, lujuria con los monjes negros y avaricia
con los cistercienses».
La Orden tuvo que pagar su mala
fama a alto precio. Los monjes de Inglaterra tuvieron que contribuir con el
producto de la esquila de un año para el rescate del
rey, cuando fue capturado después de la famosa cruzada, y a su regreso el
propio rey extorsionó la misma suma para otro año más.
Su hermano, Juan Sin Tierra (1199-1216), sobrepasó a su
predecesor en brutalidad hacia los monjes. En un año,
solamente 1210, consiguió mediante extorsión una suma entre 25.000 y 30.000
marcos de los aterrados cistercienses. La gran
Fountains tenía su ganado
y ovejas embargadas y se vio forzada a vender los vasos sagrados de la
iglesia. Los monjes de Meaux, conjuntamente con los
de otras abadías, fueron dispersados por falta de sustento; el abad de
Waverley, en un momento de pánico, huyó y permaneció escondido de los
secuaces del rey. Enrique III (1216-1272) tampoco se comportó mucho mejor,
obligando a las abadías cistercienses a pagar
una y otra vez por cédulas de confirmación de sus privilegios fiscales. De
esta forma, los monjes pudieron conservar sus preciados privilegios,
mientras el rey conseguía el dinero que quería. Eduardo 1 (1272-1307)
continuó la misma política de extorsión y mandó a un cierto número de sus
servidores retirados o incapacitados a las abadías cistercienses
para que se les mantuviera.
En 1274, Beaulieu y sus tres
filiales (Wetley, Hailes, Newenhan) fueron obligadas a contribuir con 222
libras para una cruzada que nunca se organizó. En 1276, el rey Eduardo
exigió 1.000 libras a los cistercienses,
y en 1283, otros 1.000 marcos para financiar sus
distintas aventuras. El hecho de que se haya podido
afrontar estos pagos, indica el
estado general de prosperidad
de las
abadías cistercieness a fines del siglo
XIII.
El sustrato
de las quejas reales
contra la propiedad
monástica radicaba en
que tales tierras estaban
normalmente libres de
obligaciones militares. El status de donativos
no gravado privaba al rey
de los
derechos concomitantes a la posesión
feudal, y al hecho
de que al
no haber posibilidad
de transferir la tierra
a otros, ésta permanecía
perpetuamente en la
«mano muerta»
de la institución
eclesiástica. Durante el
transcurso del siglo
XIII, se hicieron varios
intentos para restringir la expansión
territorial monástica, hasta que
en el estatuto De viris
religiosis (1279), Eduardo I prohibió
totalmente aceptar tierra
como donación
no gravada. Con
toda liberalidad
se otorgaron exenciones, sin
embargo, a trueque
de importantes pagos, que
convirtieron a la ley en
una nueva fuente
de ingresos,
compensando a la Tesorería
real por las inmunidades
fiscales de los monjes.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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