Los Cistercienses

Economia

Economía durante el antiguo régimen

La recuperación del siglo XVI fue considerablemente más lenta en Francia, debido al hecho de que el 90% de los establecimientos cistercienses tenían que compartir sus ingresos con abades comendatarios. Sólo unas pocas casas pueden ser consideradas como ricas, mientras la mayoría de los monasterios debían conformarse con entradas modestas y algunos bordeaban la miseria. Las causas de tan limitada prosperidad monástica son múltiples. Aunque en el siglo XVIII se restauraron con éxito los edificios de la mayoría de las abadías, pocas pudieron recobrar sus posesiones medievales. Por esa época, eran insignificantes las concesiones de tierra o las donaciones de valor, mientras que las emergencias conducían con frecuencia a repetidas enajenaciones de la propiedad monástica. Los monjes ya no cultivaban ese remanente, cualquiera que haya sido su extensión, sino que lo arrendaban bajo distintas condiciones a labriegos del lugar. Algunas rentas y algunos de los antiguos derechos feudales establecidos siglos atrás se pagaban en efectivo, pero su valor estaba muy disminuido por una constante tendencia inflacionaria. Con no poca frecuencia, se entregaban parcelas a labradores más pobres en métayage, es decir, a cambio de la mitad de las cosechas, cantidad que no sólo dependía de la honradez y habilidad del trabajador, sino también de las condiciones climáticas, sumamente variables.

En los casos de abadías in commendam, estos ingresos tan modestos tenían que ser compartidos con los abades comendatarios. Las entradas debían dividirse en tres partes teóricamente iguales: una para el abad, otra para los monjes y la tercera (tiers lot), se dejaba aparte los gastos de mantenimiento y reparaciones. Mas en la práctica, la mayor correspondía al abad y la menor al tiers lot. El método seguido para la repartición efectiva difería de un lugar a otro. Cuando tanto las posesiones como los ingresos eran reducidos, los monjes quedaban por lo general a cargo de la propiedad indivisa y pagaban al abad la pensión anual fijada por contrato. Tal fue lo acontecido en Boquen en 1691, cuando el abad Pedro Juan Le Chapellier, un doctor de la Sorbona, renunció a todos sus derechos por una pensión anual de 300 libras. En casos raros, tal como el de Quincy, parece haberse dado la situación contraria: el abad controlaba las entradas, dando a los monjes, como limosna, lo que necesitaban. Muchas veces no se dividía la renta, sino la finca, y los monjes administraban en forma independiente la tierra a ellos asignada, mientras que el representante del abad comendatario dirigía la explotación de su parte.

Con frecuencia, los comendatarios sospechaban que los ingresos de los monjes iban en aumento. Así, en el caso de Lanvaux, en un lapso de setenta años la pensión del abad se modificó cuatro veces, aumentando de 1.500 libras en 1717 a 2.400 en 1786. Pero aun esta cifra le pareció demasiado baja y reclamó que la suma total de ingresos de su monasterio ascendía a 12.548 libras. Con seguridad, siempre fue muy complejo calcular en efectivo las entradas, porque una gran parte ingresaba regularmente en forma de productos agrarios. Los dos monjes de la pequeña Aubignac recolectaron sólo 262 libras, pero se las ingeniaron para sobrevivir y mantener la casa mediante la venta del excedente de las cosechas.

El hecho de que las rentas fijas y los derechos feudales constituyeran sólo una parte de los recursos monásticos, explica la fluctuación de los ingresos, influidos en gran escala, tanto por la cantidad y calidad de las cosechas, como por los precios reales del mercado. Un estudio digno de destacar sobre las condiciones económicas de la casa francesa de Belloc (Bealieu) durante estos años cruciales, pueden darnos una idea de la complejidad del problema. Belloc era una pequeña abadía in commendam en la diócesis de Rodez (Aveyron) que mantenía solamente entre tres a cinco monjes, los que no obstante llevaron la contabilidad con gran detalle e interés. Aquí el comendatario trabajaba en forma independiente de su parte en la finca, mientras los monjes hacían lo propio con la suya, sin ninguna intervención externa. Nunca figuró en sus cuentas la cifra correspondiente a la «parte del abad». Por otras fuentes sabemos que el ingreso anual de este último ascendía a unas 7.000 libras, lo que indica que cultivaba la mejor porción de la heredad monástica.

Los registros de Belloc cubren desde 1766 a 1779. En 1767, por ejemplo, había un superávit de 882 libras, resultante de los años anteriores; las rentas fijas sumaban más de 2.000 libras; la venta de productos agrarios rendía cerca de 1.000 libras, las que sumadas a diversas entradas resultaban un total de 4.526 libras. La recolección de granos, el grueso de la cosecha, fluctuaba entre doscientos trece sacos (1779) y quinientos siete sacos (1775). Esta disparidad explica porqué en un año extraordinariamente bueno, los monjes pudieran recaudar 9.824 libras. Sobre la casa pesaba una hipoteca de 3.000 libras pero el pago de un interés moderado (150 libras) no causaba dificultades. Los impuestos eclesiásticos (décimas) eran bastante altos (506 libras), pero como no había costosos proyectos en marcha, con una entrada promedio de 6.200 contra 5.800 de salida, la comunidad terminaba todos los años con un pequeño ahorro. Esto hacía posible que los monjes vivieran en forma tranquila y confortable muy lejos del lujo de la aristocracia, pero dentro de las comunidades de la próspera burguesía, a la cual pertenecía la mayoría. Consumían un poco de rapé. En cambio, no perdían el tiempo en aumentar sus conocimientos, ya que no gastaban nada en libros. El hecho de tener siete criados les ahorraba trabajos domésticos desagradables.

Las treinta y cinco abadías regulares (no comendatarias) gozaban de las rentas monásticas intactas, aunque muy pocas eran en verdad ricas. La entrada anual de Claraval avanzaba a unas 100.000 libras; Cister sumaba 70.000. Trece abadías regulares ingresaban menos de 10.000 anuales. Los magros recursos de estas últimas, no las hacían deseables a los abades comendatarios, esto hizo posible que siguieran en manos de los cistercienses.

Un caso penoso fue el de Grace-Dieu, en la diócesis de Besançon, donde el abad, aunque siempre era un cisterciense, estaba nombrado por el rey. Las entradas anuales de la abadía ascendían sólo a unas 6.000 libras, compartidas por seis monjes, el abad y nueve sirvientes. Dado que en el siglo XVIII la manutención de un monje, conocida popularmente como «pensión». exigía por lo menos 500 libras, no quedaba mucho para el resto. Lo peor de todo era que la comunidad arrastraba una fuerte deuda, y el interés de la misma agregaba 3.000 libras a las salidas anuales. Pero esta situación precaria se vio agravada aún más por el hecho de que el último abad, Federico Leonardo Rochet, tenía que pagar 700 libras anuales de pensión a su antecesor, a las que se agregaban 1.400 que por orden real debían abonar a dos eclesiásticos pensionados. No había forma de equilibrar el presupuesto y, en 1790, en vísperas de la secularización. la abadía tenía una deuda de 63.566 libras.

Los derechos abonados a la Curia romana por promulgar la «bula» del abad – el documento de su confirmación papal – era otra carga financiera importante que pesaba sobre las abadías regulares. En teoría, toda propiedad de la Iglesia estaba libre de impuestos directos, pero en la práctica una cifra considerable (décimes) se recaudaba regularmente por vías eclesiásticas para cubrir los «regalos voluntarios» otorgados periódicamente al rey. Todos los monasterios tributaban esas décimas, las más prósperas pagaban más, las más pobres menos, pero en la mayoría de las casas el impuesto significaba cerca del 10% de sus ingresos. Las contribuciones exigidas por la Orden para gastos de administración eran mucho más moderadas. Un número sorprendente de abadías regulares estaban obligadas a pagar pensiones forzosas, por orden real, a individuos favorecidos así por la Corte. En Clarmarais este Capítulo ascendía a 24.000 libras sobre un ingreso de 45.000; Beaubec tenía que pagar 12.000 libras sobre 28.000; Prières, aunque en graves dificultades económicas crónicas, devengaba 10.000 sobre un total de 26.000 libras. La Charmoye, Châtillon y Le Pin, bastante pobres por sí mismas, tenían que soportar proporcionalmente extorsiones de la misma naturaleza.

La mayoría de las casas aprendió finalmente a vivir dentro de los límites de sus ingresos, y sólo unas pocas arrastraban deudas importantes a causa de costosos proyectos de construcción. Pero aún así, sólo en casos aislados resultaron incontrolables. Uno fue el de Châlis, donde la década de 1780, la deuda había aumentado hasta arrojar la increíble cifra de un millón de libras. En 1785, la abadía fue declarada en quiebra y cerrada por orden real, aunque el Capítulo General del año siguiente inició un plan para salvarla, con el esfuerzo mancomunado de toda la Orden. La mala administración y la rivalidad interna fueron el trasfondo de los problemas económicos tanto de Barbeaux como de La Charmoye durante el siglo XVIII. En la última, las deudas alcanzaban a 138.518 libras, que, sin embargo, bien pronto se redujeron a la mitad.

La falta de deudas en la mayoría de las casas es un índice seguro de la estabilidad financiera de los monasterios franceses de la Orden durante toda la segunda mitad del siglo XVIII. Más aún cuando se disponen de cifras de ingresos que cubren un período mayor no se puede dejar de reconocer una tendencia alcista, prueba que los economistas monásticos no siempre han sido incapaces ni dejaron escapar las nuevas posibilidades. Es evidente, que cuando la nobleza hubo descubierto métodos variados, mucho más ventajosos para explotar su tierra, los monjes siguieron el ejemplo y obtuvieron resultados igualmente satisfactorios. En Fénières, donde en 1725 la porción de los monjes consistía en sólo 1.305 libras, en 1766 recibieron 2.030. En Fontaine-Jean en 1716, la parte de los monjes era tan pequeña como de unas 1.900 libras en 1715 y en la década de 1770 se acercó a las 10.000. Teniendo en cuenta la aparente inflación progresiva, la tendencia general de incremento de recursos debe haber sido algo más reducida, pero todavía sigue en pie que, por lo menos en el campo de la economía monástica, el siglo XVIII no fue en modo alguno un tiempo de decadencia, sino de modesta pero continuada prosperidad.

Sólo una docena de abadías cistercienses diseminadas en el Imperio austríaco sobrevivieron a la ola de secularización. Esos monasterios lograron conservar importantes porciones de su patrimonio medieval, y los ingresos provenientes de la agricultura cubrieron muchas de sus necesidades a todo lo largo del siglo XIX, aunque la mayoría de los monjes estuvieran en la práctica ocupados en la enseñanza o con tareas pastorales.

La renovación trapense puso nuevo énfasis en la agricultura, y tanto los monjes como un número aún mayor de conversos emplearon sus energías físicas en trabajos de granja. Sin embargo, el rendimiento de esas tareas no fue nunca suficiente para el mantenimiento adecuado de instituciones muy pobladas, que descansaban en gran parte en protectores acaudalados o en la producción industrial. Tal es el caso del mundialmente famoso queso de Port-du-Salut.

Es imposible generalizar sobre la economía cisterciense contemporánea. Con la secularización de Zirc en Hungría (1950), desapareció el último latifundio cisterciense, aunque algunas abadías austríacas todavía poseen varios miles de hectáreas valiosas. El trabajo de granja, empero, se ha hecho cada vez menos rentable y los monjes de ambas observancias logran sus ingresos de una gran variedad de fuentes, desde estipendios de misas a la fabricación de dulces, desde la enseñanza y las publicaciones, hasta la guía de turistas que a diario visitan muchos monasterios, algunos de ellos conjuntos medievales de gran valor; y ofrecer retiros a personas acogidas en las hospederías situadas en el recinto monacal.

El Capítulo General y la administración central de la Orden de ambas Observancias siguen manteniéndose gracias a las contribuciones de cada monasterio.

 

Bibliografía

(…)

L.J. Lekai, Los Cistercienses Ideales y realidad, Abadia de Poblet Tarragona , 1987.

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