Historia institucional cisterciense
San Bernardo y la expansión
Es comúnmente aceptado que las
vocaciones religiosas eran abundantes en «la edad de la fe». La primera
mitad del siglo XII se destaca, aun en el medioevo, como una época única por
su entusiasmo piadoso, cuando el monacato se convirtió en un movimiento de
masas de una magnitud sin paralelo. Como en otros fenómenos similares, por
ejemplo las Cruzadas, tampoco puede darse ninguna explicación racional al
anhelo de incontables miles de seres humanos, deseosos de abandonar el mundo
y buscar a Dios detrás de los muros de instituciones, donde todo estaba
preparado para darles amplia oportunidad de practicar una vida de
austeridades heroicas.
También los contemporáneos, cabalmente
conscientes de lo que acontecía, estaban tan desconcertados como nosotros,
buscando las razones que los motivaron. Se cita con frecuencia a Orderico
Vital, quien señaló: «Aunque el mal abunde en el mundo, la devoción de los
fieles en los claustros crece con más abundancia, y fructifica el ciento por
uno en el campo del Señor. Se fundan monasterios en todas partes, en valles
y planicies, observando nuevos ritos y vistiendo hábitos diferentes; el
enjambre de monjes encapuchados se extiende por todo el mundo». Este autor
estaba igualmente asombrado que una de las órdenes más austeras, la
cisterciense, fuera la que obtuviera más éxito. La atracción de los monjes
blancos parecía romper todas las barreras sociales e intelectuales: «muchos
guerreros nobles y filósofos profundos han acudido multitudinariamente a
ellos a causa de la novedad de sus prácticas y han abrazado voluntariamente
el insólito rigor de su vida, cantando alegremente himnos de gozo a Cristo,
porque van por el camino derecho». Un contemporáneo suyo algo mayor, el
obispo Otto de Bamberg († 1139), que observó y fomentó el desarrollo
monástico, trató de explicarlo con un argumento extrañamente apropiado para
la actualidad, aunque un poco prematuro para esa época: «Al comienzo del
mundo, cuando había pocos hombres, la propagación de los mismos era
necesaria y por eso no eran castos… Ahora, sin embargo, en el fin del
mundo, cuando se han multiplicado sin medida, es el tiempo de la castidad,
ésta fue mi razón, mi intención, al multiplicar los monasterios».
No hay duda de que, en tales
circunstancias, Cister tenía todas las posibilidades de lograr el éxito. Su
programa ascético era la encarnación de todo lo que buscaban sus
contemporáneos; estaba organizada bajo una dirección capaz e inspirada y su
constitución aseguraba la cohesión del movimiento, cuando éste se difundiera
más allá de los confines de Borgoña. Grandmont, Savigny, la Grand
Chartreuse, y otras reformas similares, prosperaron con menos elementos
potenciales de éxito que Cister. El hecho asombroso de que la Orden
Cisterciense estallara con tanta fuerza, y hacia la mitad del siglo XII,
poseyera cerca de trescientas cincuenta casas en todos los países de Europa,
puede explicarse únicamente por el carácter dinámico y la actividad del
«hombre del siglo»: San Bernardo. Es una exageración perdonable el concepto
vertido con frecuencia, de que fue el verdadero fundador de la Orden, pero
no es injustificado que durante siglos se conociera a los cistercienses como
bernardos.
Bernardo nació en 1090, de noble linaje
borgoñón, en Fontaines, cerca de Dijón. Tras su educación en el seno de una
familia profundamente religiosa, fue enviado a Châtillon, donde concurrió a
la escuela de los canónigos de Saint-Vorles. Al volver a su casa, vivió la
vida de cualquier joven de su época con sus hermanos mayores, pero este
muchacho, silencioso y reservado, decidió muy pronto que su lugar estaba en
Cister, ya bien conocido en la vecindad. Apenas estuvo seguro de su
vocación, comenzó a convencer a todos sus hermanos, sus parientes más
cercanos, y sus amigos para que se le unieran en la santa empresa. Ésta fue
la primera ocasión en que demostró ser un líder nato, con una voluntad
inquebrantable y un atractivo personal irresistible. En la primavera de
1113, él y sus compañeros pidieron ser admitidos en Cister. La austera
preparación religiosa en la abadía no cambió con ello su carácter; al
contrario, Bernardo encontró en Cister el medio ambiente más acogedor para
su propio temperamento espiritual, y a su vez demostró ser el intérprete más
elocuente y efectivo para el mensaje de Cister al mundo. El abad Esteban lo
reconoció como un genio enviado por Dios, y en 1115, el joven de veinticinco
años se convierte en fundador y abad de Claraval (Clairvaux, en francés).
Las pruebas y penurias de los fundadores de Cister se revivieron durante los
primeros años de Claraval, mas la fe y la determinación de Bernardo
permanecieron inalterables. El espíritu heroico del Abad atrajo tantos
prosélitos que, en sólo tres años, Claraval pudo fundar su primera casa hija
en Trois-Fontaines.
La fama de su santidad y sabiduría se
divulgó con rapidez en Francia, apenas aparecieron sus primeros escritos;
aunque nunca se preocupó por alcanzar renombre, pronto se encontró
convertido en el centro de atracción de una época que buscaba
desesperadamente un liderazgo capaz y competente. Le tocó actuar en una
época de tumultos políticos en todo Europa central y occidental. En
Alemania, el poderoso emperador Enrique V, el último miembro de la dinastía
sálica, murió sin dejar heredero (1125), y el país se vio desgarrado entre
los partidarios de las dos familias rivales, Güelfos y Gibelinos. En
Inglaterra, se produjeron disturbios similares después del reinado de
Enrique I, mientras el rey niño de Francia, Luis VII, era todavía demasiado
joven e inexperto para desempeñar el papel de su padre. Simultáneamente, en
Italia las ciudades poderosas y las familias más influyentes, aprovechando
la debilidad de sus vecinos del norte, comenzaban de nuevo sus sangrientas
rivalidades. Cuando en Roma, el Papado fue otra vez víctima de los bandos en
conflicto, se produjo un Cisma peligroso en la Iglesia. Después de la muerte
de Honorio II en 1130, dos partidos opuestos eligieron el mismo día dos
papas, Inocencio II y Anacleto II. El mundo cristiano, confundido, era en
aquel entonces absolutamente impotente para solucionar el problema; el único
poder capaz de restaurar el orden en Roma habría sido Roger II de Sicilia,
que sólo trataba de sacar provecho de la ocasión, para extender
territorialmente su nuevo reino.
Una asamblea de clérigos y nobles
franceses en Étampes encomendó la decisión de este problema crucial a san
Bernardo, quien se declaró partidario de Inocencio II. Eran mucho más
difíciles de resolver las ramificaciones políticas de la doble elección, es
decir, la tarea de convencer a los poderes en pugna para reconocer
unánimemente a Inocencio y arrojar al usurpador de su baluarte romano. Para
alcanzar esa meta fueron necesarios ocho años de tedioso trajinar,
conferencias, encuentros personales y centenares de cartas. Durante todos
esos años, san Bernardo fue literalmente el centro de la política europea,
aunque nunca actuó simplemente como diplomático. Jamás cedió ante una
amenaza de fuerza, ni la usó; pero tampoco transigió. El secreto de su éxito
fue su superioridad moral, su generoso desinterés y el magnetismo de su
personalidad. Por lo demás, el hecho de que todo el mundo europeo obedeciera
al pobre y humilde Abad de Claraval, indica que todavía se trataba de una
era en que prevalecían los ideales morales sobre la violencia brutal.
La vida pública de san Bernardo alcanzó
el pináculo, cuando su discípulo, antiguo monje de Claraval, fue elegido
papa como Eugenio III (1145-1153). Por orden del mismo, el Santo inició la
Segunda Cruzada en 1146. Su prédica movilizó a cientos de miles de personas,
y no fue obstáculo para ello que no pudieran comprender su lenguaje. Su
palabra poderosa y su irresistible personalidad hizo maravillas en otro
campo de su actividad, entre los herejes maniqueos de Francia y Alemania. El
sur de Francia estaba al borde de una abierta rebelión contra la Iglesia.
Sin embargo, san Bernardo, con su creencia firmemente arraigada «de que la
fe es materia de persuasión, no de coacción», rehusó propugnar medidas
violentas contra ellos. Aunque su misión sólo tuvo efectos temporales, sus
sermones y milagros dejaron honda huella. No tanto por su elocuencia, como
por su inteligencia penetrante y su profunda erudición, luchó con éxito
contra aberraciones doctrinales; su triunfo más notorio fue el registrado
frente a Abelardo, y posteriormente contra Gilberto de la Porrée.
La actividad pública de Bernardo no se
limitó a temas de importancia política y eclesiástica. Durante unos treinta
años, él y sus cartas, escritas en un latín magistral, estaban presentes
cada vez que la paz, la justicia o los intereses de la Iglesia reclamaban su
intervención. La Orden Cisterciense creció y se expandió juntamente con su
fama y popularidad, siempre en aumento. Sus biógrafos hacen notar que el
poder de su elocuencia era tal «que las madres escondían a sus hijos y las
casadas a sus esposos intentando ponerlos a salvo de los esfuerzos del santo
por reclutar voluntarios, que fluían constantemente, desbordando su amado
Claraval». Esta abadía, por sí sola, estableció sesenta y cinco filiaciones
en vida de Bernardo. Algunas otras abadías tuvieron casi el mismo éxito de
Claraval, y pronto Francia contó con unos doscientos establecimientos
cistercienses. Sin embargo, no todas eran nuevas fundaciones. Una tendencia
irresistible condujo a muchos monasterios ya existentes a entrar en el grupo
cisterciense. Así, por ejemplo, en 1147, de las cincuenta y una casas nuevas
registradas, veintinueve habían pertenecido a la congregación reformada de
Savigny, mientras algunas otras habían sido miembros de organizaciones más
pequeñas, bajo los monasterios de Obazine y Cadouin. Por esta época, los
monjes blancos estaban listos para cruzar los límites de Francia y
establecerse permanentemente en otros países de la Europa cristiana.
Reformas monásticas anteriores, incluyendo Cluny, se habían visto limitadas
en su mayoría a su región de origen; ya sea porque a sus programas les
faltaba atractivo universal, o porque eran incapaces de controlar con
eficacia un gran número de casas afiliadas distantes. Cister fue la primera
que tuvo éxito aboliendo tales barreras, y convirtiéndose así en la primera
Orden religiosa verdaderamente internacional en la historia de la Iglesia.
En 1120, un grupo de monjes de La Ferté
cruzó los Alpes y fundó Tiglieto en Liguria. La misma La Ferté fue
responsable del establecimiento de Locadio (1124), en la diócesis de
Vercelli y, mucho más tarde (1210), de Barona. Tiglieto se convirtió en
madre de Staffarda (1135) y Casanova (1150), en la diócesis de Turín. La
fundación francesa de Morimundo dio vida a la italiana Morimondo Coronato
(1136), en Lombardía; mucho más numerosas fueron las fundaciones italianas
de Claraval, que los viajes de san Bernardo a través de la región dejaron
como huella. Chiaravalle, cerca de Milán (1135), y Chiaravalle della Colomba
(1136), en la diócesis de Piacenza, se convirtieron a su vez en madres
de otras muchas casas cistercienses dispersas por toda la península. Los
cistercienses reformaron buen número de monasterios ya existentes, tales
como el antiguo de Santos Vicente y Anastasio en Roma, conocido
posteriormente como Tre Fontane y ofrecido a san Bernardo por Inocencio II.
Su primer abad cisterciense (1140), Bernardo Paganelli de Pisa, fue
discípulo y amigo personal del santo, y llegó a ser el primer papa
cisterciense con el nombre de Eugenio III (1145-1153). Otra conquista de
gran significado en el futuro fue la de Casamari, al sur de Roma (1140),
primitivamente abadía benedictina y madre de Sambucina (1160), Matina
(1180), San Galgano (1200) y Sagittario (1202). Se llegaron a totalizar así
en Italia hasta ochenta y ocho fundaciones.
En el sur de Italia y Sicilia, fueron
muy favorecidos por el emperador Federico II (1212-1250), pero las
interminables revueltas que siguieron a su muerte marcaron el fin de la
prosperidad y expansión. Italia fue escenario de la primera escisión en la
férrea organización de Cister. El cisma se originó en Calabria, donde estaba
muy arraigada la tradición de ascetismo y eremitismo oriental, a la vez que
las florecientes comunidades cistercienses parecían no ser capaces de
satisfacer esas aspiraciones de gran austeridad. El iniciador del movimiento
continúa siendo uno de los caracteres más enigmáticos y abigarrados de la
historia religiosa medieval, Joaquín de Fiore († 1202). De joven, realizó
una peregrinación a Tierra Santa y, a su regreso, se unió a los
cistercienses de Sambucina y pasó posteriormente a Corazzo, donde llegó a
ser su abad en 1177. Dejó la Orden en 1189 y, con la firme esperanza de un
nuevo reino del Espíritu Santo, estableció en San Giovanni in Fiore una
nueva comunidad entregada a la absoluta renuncia del mundo. Pronto brotaron
otras casas, y la nueva federación fue aprobada por Celestino III en 1196.
Hacia la mitad del siglo XIII, la Congregación de Fiore o florense tenía
cerca de cuarenta casas. Habían adoptado los rasgos externos de los
cistercienses, mas su espiritualidad presagiaba ya a los franciscanos. Su
rápido crecimiento fue seguido por una disolución igualmente precipitada.
Con el tiempo, muchas abadías, inclusive Fiore, emprendieron su camino de
vuelta al rebaño de Cister.
La primera comunidad cisterciense de
Alemania fue fundada por los monjes de Morimundo, quienes establecieron la
de Kamp (Altenkamp), cerca de Colonia. Tanto éxito tuvo esta casa, que
gracias a su población siempre en aumento, pudo fundar en rápida sucesión
Walkenried en Brunswick (1129), Volkenrode en Turingia (1131), Amelunxborn
cerca de Hildesheim (1135), Hardebausen en Westfalia (1140), y Michälstein
en la diócesis de Halberstadt (1146). Mientras la familia de Morimundo se
fortalecía en el norte y nordeste, Claraval expandía su zona de influencia a
lo largo del Rhin, en los Países Bajos y Baviera. Monjes de Claraval
establecieron así Eberbach en Nassau (1131), Himmerod, en el electorado de
Tréveris (1134), la abadía de Las Dunas (Ter Duinen) en Flandes (1149), y
posteriormente Klaarkamp en Frisia (1165). Hacia el final del siglo XII, el
torrente de fundaciones cubría toda la tierra alemana, porque los monjes
blancos siguieron la expansión germana en Prusia y a lo largo de la costa
báltica durante todo el siglo XIII. La abadía más lejana en el nordeste fue
Falkenau, en Livonia, cerca de Dorpat (1234).
La primera casa cisterciense en Suiza
fue Bonmont (1131), originariamente monasterio benedictino. Luego se
sucedieron Montheron (1135) y Hauterive (1137), aunque las más grandes del
conjunto de ocho casas fueron las dos últimas: Saint Urban (1195), y
Wettingen (1227).
En Austria, la primera fundación fue
Rein, hoy el más antiguo de la Orden (1130), poblada a expensas de Ebrach,
de Baviera. Un futuro prometedor aguardaba a Heiligenkreuz (1135), cerca de
Viena, fundada directamente por Morimundo. Ambas casas fueron eficaces
propagandistas de la Orden; monjes de Heiligenkreuz construyeron la primera
abadía húngara, Cikádor en 1142. En tierras germánicas se contaba pues con
alrededor de un centenar de abadías.
Waverley, la primera fundación en
Inglaterra, fue iniciada en 1129 por la casa francesa de L’Aumône; si bien
fue un éxito, no tuvo consecuencias especiales. Al establecerse Rieval
(1132) (en francés Rievaulx) y Fountains (1135), ambas en el Yorkshire, se
creó una atmósfera de tal popularidad, que durante los veinte años
consecutivos, las más grandes familias de la región rivalizaron unas con
otras por el favor de tener monjes blancos en sus dominios. La historia de
la fundación de Fountains reúne todos los elementos de tensión, suspense y
amenaza de violencia que precedieron a la segregación de los monjes
disidentes de Molesme; únicamente eran distintos los nombres. De hecho,
eruditos modernos, al analizar los orígenes de la fundación de Fountains,
entrevén la posibilidad de que el paralelo puede haber sido trazado
intencionadamente por el autor, Hugo de Kirkstall; por eso, ciertos detalles
de tensión (como en el caso de Cister) podrían ser más literarios que
históricos. Sea como fuere, esta vez la rebelión tuvo lugar en la abadía de
Saint Mary de York, donde unos trece monjes fervorosos, tomando por ejemplo
a los cistercienses exigieron volver a una disciplina menos relajada. El
arzobispo Thurstan de York tomó partido por los reformadores, quienes,
después de una borrascosa discusión con la mayoría renuente, se separaron de
ellos bajo la dirección de Ricardo, su prior. Thurstan les dio un lugar en
Ripon, donde ese grupo reducido de almas heroicas acampó varios meses bajo
un olmo gigantesco, durante el invierno de 1133-1134. Eligieron a Ricardo
como abad, pero eran una comunidad sin abadía y sin una afiliación definida.
Volvieron sus ojos a san Bernardo, que había seguido su lucha con simpatía,
y les aceptó dentro de la familia de Claraval; enviándoles a uno de sus
monjes más experimentados para introducirles en la observancia cisterciense.
Con la ayuda de benefactores generosos, pronto comenzaron a construir la
gran abadía de Fountains, que aun en ruinas, ha quedado como un recuerdo
glorioso de la fe de sus constructores.
Fountains atrajo a muchos de los
clérigos más eminentes de Inglaterra; pero el poder de atracción de esta
comunidad fue eclipsado por el desarrollo asombroso de Rieval. Los terrenos
de la abadía cerca de Helmsley, unos 50 kilómetros al norte de York, fueron
donados por Walter Esper, un caballero entrado en años, de gran piedad,
quien al no tener herederos, pudo ser muy generoso con los cistercienses.
Junto con otros proyectos similares, apadrinó la fundación de Warden en
Bedforshire en 1135. Quedó en la memoria de los monjes de Rievaulx como un
anciano de agudo ingenio, de gran estatura, con miembros bien
proporcionados, cabello negro, larga barba, frente amplia y grandes ojos
penetrantes. Su voz sonaba como una trompeta. La fundación al margen del río
Rye fue cuidadosamente preparada por el mismo san Bernardo, quien mandó de
regreso a su tierra natal como pioneros, a algunos de sus discípulos
ingleses más prometedores. El ejemplo de Rievaulx revolucionó a Saint Mary
de York, pero la primera se convirtió en un verdadero centro magnético de
poder irresistible después de que se le uniera en 1134 un joven llamado
Elredo. Nacido en 1110 de padres ingleses, recibió su educación en la corte
del rey David I de Escocia como compañero de los príncipes; su atractivo
juvenil, talento eminente y precoz erudición le abrieron las puertas de las
más altas posiciones en la Iglesia y el gobierno, pero una visita casual al
recién fundado Rievaulx le hizo para siempre prisionero de los ideales
cistercienses. Fue maestro de novicios bajo el abad Guillermo, luego, en
1143, se convirtió en abad de Revesby, en el Lincolnshire, a poco de
fundado, y finalmente, en 1147, sucedió a Mauricio de Durham como tercer
abad de Rieval, puesto que ocupó hasta su muerte en 1167.
San Elredo, llamado con justicia «el
san Bernardo del norte», es uno de los caracteres más atractivos de la
historia monástica. No pudo alcanzar la talla de san Bernardo como estadista
y reformador, pero estuvo a su altura en cuanto a su amor compasivo y su
comprensión por el hombre de cualquier tipo de vida. Atrajo innumerables
vocaciones a Rievaulx por medio de sus escritos, marcados por una gran
piedad y profundidad, y aun en mayor grado por sus contactos personales.
Probablemente fue una exageración de su biógrafo que la abadía llegara a
contar seiscientos cincuenta monjes y hermanos legos bajo su administración,
pero el cuadro de la iglesia abacial «con los monjes formando una masa
compacta, estrechados unos con otros como enjambre de abejas», debe haber
dejado un recuerdo imborrable en sus visitantes. Como señaló su discípulo y
biógrafo Walter Daniel, «monjes necesitados de compasión y misericordia
acudían en multitud a Rievaulx desde pueblos extraños, y desde los últimos
confines de la tierra, para encontrar allí la paz y la santidad verdadera,
sin las cuales ningún hombre verá a Dios. Así, los que vagaban por el mundo
sin que se les diera entrada en ninguna casa religiosa, llegaban a Rievaulx,
la madre de misericordia, encontraban las puertas abiertas, y entraban
libremente, dando gracias a su Señor». Cuando la muerte de Elredo, ya había
pasado el cenit de la expansión cisterciense en Inglaterra, pero Rievaulx
había hecho cinco fundaciones, Fountains ocho, y cada una de las mismas
había hecho a su vez, de tal forma que en ese momento Inglaterra y Gales
juntas poseían setenta y seis abadías, trece de las cuales habían sido
originariamente miembros de la Congregación de Savigny.
En Gales, se dio calurosamente la
bienvenida a los cistercienses, porque eran considerados francos, más que
anglonormandos. En realidad, la mayoría de las catorce casas de ese
principado fueron pobladas directamente por monasterios franceses, aunque
las ubicadas en la región limítrofe, las «Marcas», tenían fuertes lazos
ingleses, como por ejemplo Tintern, fundada en 1131 por L’Aumône. Por otro
lado, Whitland (1140), apadrinada por prominentes nobles galeses y poblada
desde Claraval, era completamente galesa, y pronto se convirtió en madre
de otras, pobladas igualmente por galeses, como Cwmhir (1143), Strata
Florida (1164) y Strata Marcella (1170). Todas estas abadías iban a sufrir
mucho durante la conquista inglesa, aunque Eduardo 1 (1272-1307) fue
generoso, ofreciendo ayuda para la reconstrucción. El recrudecimiento de la
guerra de guerrilla y el desorden general del siglo XV explican la
despoblación y pobreza de la mayoría de las casas galesas, en vísperas de su
disolución.
En Escocia, los cistercienses fueron
popularizados por el protector de san Elredo, el rey David I (1124-1153). La
primera abadía escocesa, Melrose, fue establecida en 1136 por Rielvaux y, a
su frente, estaba un amigo de la infancia de Elredo, san Waldef, hermanastro
del rey David, anteriormente canónigo agustino y compañero de Elredo cuando
monjes en Rievaulx. Melrose fue una madre fecunda de cinco fundaciones. Con
la ayuda de Inglaterra, Escocia llegó a tener once abadías cistercienses al
terminar el siglo XIII.
La primera fundación en Irlanda,
Mellifont (1142), a unos 8 km. de Drogheda, fue fruto de la amistad entre
san Bernardo y san Malaquías, arzobispo de Armagh. Aunque en Claraval
prepararon cuidadosamente el primer contingente de monjes; las tradiciones
del monaquismo celta estaban muy arraigadas para ser reemplazadas por nuevas
observancias. A pesar de este primer revés, el desarrollo posterior fue tan
rápido y extendido como en todas partes, y finalmente llegó a contar
cuarenta y tres abadías, aunque muchas de las cuales eran pequeños
monasterios que con anterioridad habían sido celtas. La penetración inglesa
en la isla en 1171 añadió otro problema insoluble: el odio implacable entre
dos razas, que tendía a la separación de las abadías controladas por Irlanda
y las controladas por Inglaterra, donde cada grupo negaba la admisión a
miembros de la otra nacionalidad. No se aceptaban visitadores ingleses en
las abadías irlandesas, y resultó inútil todo intento del Capítulo General
por hallar un medio práctico de controlar las irlandesas. La situación se
hizo crítica al finalizar el siglo XII. En 1228, el abad Esteban Lexington
de Salley, acusado de reprimir la «Conspiración de Mellifont», visitó el
país con riesgo de su vida. No pudo encontrar entre los irlandeses ningún
vestigio de observancias cistercienses; una situación triste, que se fue
agravando hasta su disolución en el siglo XVI. La única excepción la
constituían las dos grandes abadías: Mellifont y Saint Mary en Dublín.
La cronología de las fundaciones
cistercienses en la Península Ibérica ofrece a menudo problemas. De acuerdo
con investigaciones modernas la primera abadía no fue Moreruela,
supuestamente instalada en 1130, sino Fitero, patrocinada en 1140 por el rey
Alfonso VII de Castilla y poblada por la casa gascona de l’Escale-Dieu,
aunque transcurrieron doce años hasta que los monjes establecieran la abadía
en su definitivo emplazamiento. La misma comunidad francesa fue responsable
de otras cinco fundaciones: Monsalud (1141), Sacramenia (1142), Veruela
(1146), La Oliva (1150) y Bugedo (1172), todas de la familia de Morimundo.
Claraval ejerció su influencia principalmente por intermedio de Grandselve y
Fontfroide, ambas muy activas en propagar la Orden en Cataluña, por entonces
recién conquistada a los musulmanes. Fontfroide estableció el gran Poblet
(1150), que a su vez se convirtió en madre de tres monasterios más, uno de
ellos La Real, cerca de Palma de Mallorca (1236). En 1150 Grandselve funda
la ilustre Santes Creus. Moreruela, mencionada anteriormente perteneció a la
misma filiación, pero fue fundada alrededor de 1158. Al concluir el siglo
XIII, la marea de fundaciones cistercienses en España, como en otras partes,
ya estaba en baja. Dado que por aquel entonces la parte sur de la Península,
o estaba bajo el control de los musulmanes o se consideraba. insegura, casi
todas las casas cistercienses se ubicaron en la zona norte del país.
Constituían excepciones San Bernardo y Valldigna, ambas cerca de Valencia, y
San Isidoro en Sevilla, todas fundaciones tardías. El número total de casas
cistercienses españolas fue de cincuenta y ocho, lo que incluía algunos
monasterios benedictinos.
Alcobaça (1153), el primer
establecimiento cisterciense en Portugal, situado entre Lisboa y Coimbra,
fue poblado directamente por Claraval. Creció convirtiéndose en uno de los
establecimientos monásticos más grandes de Europa y fue madre de todas las
otras doce casas situadas en Portugal.
En su mayoría, los primeros
establecimientos cistercienses en Suecia y Dinamarca fueron resultado del
esfuerzo del arzobispo Eskil de Lund, un amigo de san Bernardo, que terminó
sus días en Claraval (1181), y de Absalón su sucesor en Lund. Alvastra, en
Suecia, cerca del lago Wetter, fue establecida en 1143 directamente por
Claraval y llegó a convertirse en el santuario monástico más renombrado de
la región, por ser panteón de la familia real de Sverker, escenario de las
visiones de santa Brígida, y madre de otras tres casas en el mismo país. La
otra gran abadía sueca fue Nydala, otra hija de Claraval, nacida también en
1143, pero patrocinada por el obispo Gislon de Linköping.
Herisvad (Herrevad), situada en el sur
de Suecia, pero que por entonces pertenecía a Dinamarca, fue otro fruto de
la admiración que el arzobispo Eskil sentía por la nueva Orden. La poblaron
en 1144 monjes de Cister. Esrom resultó la abadía cisterciense danesa más
próspera; anteriormente benedictina, se incorporó a la familia de Claraval
en 1153, con la bendición del mismo Eskil. Esrom, a su vez, fue responsable
de la incorporación de otro monasterio benedictino, Soro cerca de Copenhage
(1161). La única hija de Nydala fue Gudvala (Roma) (1164), en la isla de
Gotland. Dentro de los límites políticos actuales, Suecia poseía en conjunto
ocho casas cistercienses, Dinamarca once, seis de las cuales fueron
originariamente comunidades benedictinas.
La Noruega medieval, con su escasa
población, sustentó únicamente tres monasterios de la Orden. El primero,
Lyse Kloster, cerca de Bergen, fue fundado en 1146 por monjes ingleses de
Fountains; Hovedo, en una pequeña isla de la bahía de Oslo, fue edificada el
mismo año también por monjes ingleses, que esta vez arribaron de Kirkstead.
La abadía cisterciense ubicada más al norte de Europa, Tuttero (Tautra),
sobre una isla en el fiordo de Trondheim, vio la luz en 1207, como hija de
Lyse.
Bohemia formaba parte del Imperio
Germánico, y sus tres primeras fundaciones cistercienses, Sedletz (1143),
Plass (1145) y Nepomuk (1145) fueron obra de monjes alemanes, estaban
ubicadas en la diócesis de Praga, y pertenecía a la familia de Morimundo.
Cuatro fundaciones posteriores, Ossegg (1192), Hohenfurt (1259), Goldenkron
(1263) y Königsaal (1292) gozaron con el tiempo de mayor fama y prosperidad
que las anteriores. El total de casas en el reino era de trece, incluyendo
Moravia, cuya abadía más notable fue Welehran (1205) en la diócesis de
Olomuc.
Dentro de las fronteras históricas de
Polonia, existieron veinticinco abadías, veinte de las cuales eran
filiaciones directas o indirectas de Morimundo. Sin embargo, sólo nueve de
ellas se establecieron en el siglo XII; el resto lo hicieron en un momento
en que el crecimiento de la Orden en Europa occidental estaba bastante
disminuido.
Las abadías polacas de este último
grupo alcanzaron su máxima expansión únicamente en el siglo XIV, una época
en la cual Occidente experimentaba el fenómeno contrario. Pero el número de
monjes en Polonia, y en particular el de los hermanos legos, se mantuvo,
siempre relativamente bajo, y en muchos casos abadías fundadas directamente
por Francia o Alemania continuaban reclutando sus miembros en el extranjero.
Sulejow, por ejemplo, poblado en 1179 directamente desde Morimundo, retuvo
su carácter francés durante todo el medioevo; de igual forma Lad, Lekno y
Obra todas hijas de la abadía alemana de Altenberg, cerca de Colonia, fueron
habitadas durante centurias por piadosos ciudadanos oriundos de esa ciudad
alemana. Según todo parece indicar, no había ningún plan político
nacionalista germánico de colonización detrás de tan extraño fenómeno; la
estructura de la misma sociedad polaca nos da la explicación. Los príncipes
y obispos fueron tan generosos hacia los cistercienses como los benefactores
de Occidente, pero en Europa oriental el aflujo de vocaciones era
problemático. De acuerdo con las leyes polacas de herencia, todos los hijos
de una familia noble tenían su parte en los bienes familiares. Por lo tanto,
los jóvenes no tenían ningún incentivo especial para unirse a las Ordenes
monásticas. En Occidente, la mayoría de las vocaciones provenían de la
burguesía y otras clases profesionales que no existían prácticamente en las
tierras eslavas. Los hermanos conversos occidentales eran frecuentemente
arrendatarios libres de granjas, mientras que los labriegos de la Europa
oriental no eran libres, sino siervos sujetos a la tierra, y normalmente no
podían ser hermanos. Por otro lado, la escasez de hermanos legos obligó a
los establecimientos cistercienses de Europa oriental a abandonar la idea de
cultivar directamente la tierra, y a aceptar siervos y aldeas campesinas,
que abrieron el camino hacia una expansión ilimitada de propiedades, sin
paralelo en Occidente.
Una situación semejante podría ser la
causa principal del modesto éxito obtenido en Hungría. El primer intento de
Heiligenkreuz de introducir la Orden en ese país, Cikádor en 1142, no tuvo
mayores consecuencias. Más prometedora fue la iniciativa del rey Béla III
(1176-1196), cuya segunda esposa, Margarita, era hermana del rey Felipe
Augusto II de Francia. Debido a tales conexiones, llegaron al país monjes
franceses que fundaron Egres (1179), bajo la paternidad de
Pontigny, Zirc (1132), de Claraval, Pilis (1184), de Acey, San Gotardo
(1184), de Trois-Fontaines, Pásztó (1190), de Pilis y Kerc (1202), de Egres.
Esta última, en la lejana Transilvania, señala la mayor distancia alcanzada
por la Orden en la Europa oriental. El número total de casas cistercienses
se acercaba a las 20, incluyendo tres monasterios anteriormente
benedictinos. Por desgracia, la invasión tártara (1241-42) hizo estragos en
las instituciones jóvenes, y debido a la falta de suficientes vocaciones
locales, la Orden continuó languideciendo en Hungría por todo el resto del
medioevo.
El P. Leopoldo Janauschek, en su hasta
ahora indispensable lista cronológica de todas las fundaciones cistercienses
para hombres hasta 1675, identificaba 742 monasterios. Debe señalarse, sin
embargo, que, en algún momento dado, el total de las abadías que coexistía
era considerablemente menor que ese. Ciertas fundaciones, por ejemplo
aquellas situadas en los estados que tomaron parte en las Cruzadas y en el
Imperio Latino, resultaron efímeras; algunas fueron suprimidas o se unieron
a otras comunidades. En verdad, es totalmente equivocada la idea de que
todas las abadías de la Orden tuvieran una población desbordante en el siglo
XII. A la sombra de gigantes como Claraval, Las Dunas, Fountains o Rievaulx,
había muchos establecimientos marginales, y el Capítulo General de 1189 se
vio obligado a recalcar nuevamente que cada casa debía tener por lo menos
doce monjes bajo el abad, «o de lo contrario debía reducirse a una granja o
disolverse». En 1190 el Capítulo ordenó al abad de Jouy visitar Bonlieu en
la diócesis de Burdeos, y lo autorizó a cerrar la casa si no podía asegurar
la presencia de por lo menos doce monjes que vivieran regularmente allí. En
1191, se decidió lo mismo con relación a San Sebastiano en Roma y a Lad en
Polonia. En 1199, se informó al Capítulo General de que a San Sebastiano se
sumaban otras cuatro casas italianas subpobladas (Falera, San Giusto, San
Martino del Monte, y Sala). Un poco más tarde (1232), se unió a la lista
Roccamadore, en Sicilia. A despecho de las medidas apropiadas, el Capítulo
General de 1204 todavía se quejaba «de que hubiera abadías en la Orden que,
debido a la deficiencia y escaso número de personal, provocaban ciertos
escándalos entre los fieles». La amenaza de supresión se llevó a cabo
inclusive en 1216, cuando el Capítulo decidió reducir San Vicente, en
Asturias, a una granja, porque «la casa es tan pobre que difícilmente podía
proveer a más de dos monjes».
Es muy raro encontrar información que
merezca confianza sobre el número real de monjes en un monasterio concreto
en el siglo XII. Aunque siga siendo valedero que una sucesión tan rápida de
fundaciones no puede explicarse sin una población sobreabundante en muchas
casas de la Orden, algunas cifras tradicionalmente aceptadas parecen haber
sido muy abultadas. Solía asignar a Claraval bajo san Bernardo, y aun a
Bellevaux, unos quinientos monjes, a Grandselve unos ochocientos, Rievaulx
bajo san Elredo unos seiscientos o más. Cifras algo menores, pero todavía de
más de un centenar, fueron citadas con frecuencia sin documentación
suficiente. Es igualmente difícil establecer la relación proporcional entre
monjes de coro y hermanos conversos. De acuerdo con toda la información
disponible, los hermanos legos sobrepasaban numéricamente a los monjes; por
consiguiente, una casa, por término medio, pueden haber tenido durante el
siglo XII quince monjes y veinte conversos. Si esta suposición fuera
correcta, se puede llegar a una aproximación de la población cisterciense
total. En consecuencia, en 1191 cuando el número de fundaciones
cistercienses llegó a 333, la población de la Orden debe haber superado los
11.600 hombres. Un siglo después, las 647 abadías de la Orden albergaban a
más de 20.000, incluyendo a los hermanos legos. Esta cifra comenzó a
disminuir poco después, debido al constante descenso de vocaciones para
conversos. A fin de obtener una apreciación total de tales estadísticas,
debemos interpretar estas cifras en el contexto de los valores de población
de los siglos XII y XIII, que probablemente eran menos del 10 % del nivel
actual.
El gran número de fundaciones que se
desarrollaron rápidamente en todo el continente europeo atestiguan la
atracción universal experimentada hacia los ideales cistercienses, que
afectaban a toda la sociedad contemporánea. Sin embargo, un número
asombrosamente alto de vocaciones provenía de la élite intelectual. Durante
los primeros años de Claraval, la famosa escuela de Châlons quedó casi
vacía, porque los estudiantes, conjuntamente con sus profesores,
respondieron a la llamada del joven Bernardo. Casos similares se repitieron
por doquier a que el Abad predicara, especialmente en Reims, Lieja y París.
Siguiendo a Arnaldo, uno de los primeros biógrafos del santo, Claraval fue
al monasterio donde «hombres de cultura, maestros de retórica y filosofía en
escuelas de este mundo estudiaban la teoría de las virtudes divinas». La
razón por la cual la generación de jóvenes estudiosos prefirieron a los
cistercienses, no puede atribuirse exclusivamente a la honda impresión
causada por la personalidad de san Bernardo, ya que muchos de ellos no
vivirían en Claraval, sino en otros monasterios. El factor decisivo para la
elección de estos intelectuales debe haber sido la atracción ejercida por la
vocación cisterciense.
Es ocioso preguntarse cual hubiera sido
el destino de Cister sin Bernardo. Su influencia personal en la evolución de
la Orden ha sido seguramente un factor de importancia capital. Sin duda
alguna, el programa de los Padres Fundadores de Cister fue puramente
contemplativo, animados como estaban por un celo admirable de heroico
ascetismo. El joven abrazó de todo corazón y sinceramente la vida de Cister
como era, y bajo la dirección del abad Esteban se convirtió en uno de los
más grandes contemplativos de todos los tiempos. Fue, sin embargo un genio
único y universal, con una misión providencial de liderazgo. Le resultó
imposible esconderse por mucho tiempo entre los muros de Claraval, pero aun
durante los años de su actividad febril siguió siendo, en lo profundo de su
ser, el mismo asceta y contemplativo cisterciense. A medida que crecía su fe
en los ideales cistercienses, trabajaba más arduamente para propagarlos.
Nunca ocultó su firme convicción de que la regla cisterciense era el camino
más seguro para la salvación, y nunca dudó en aceptar a nadie en Claraval,
desde criminales públicos hasta príncipes, desde monjes fugitivos hasta
obispos. El desarrollo prodigioso de la Orden durante la primera mitad del
siglo XII habría sido imposible sin él, y por lo tanto fue, aunque en forma
inconsciente, el principal responsable de las consecuencias de esto.
Debe observarse en este crecimiento el
inevitable antagonismo entre cantidad y calidad. Mientras que el siglo XII
fue una época excepcionalmente apropiada para engendrar y nutrir vocaciones
contemplativas, queda en pie el hecho de que la contemplación, de acuerdo
con su naturaleza, nunca pudo llegar a las masas. Por consiguiente, es muy
poco probable que esos cientos de nuevas fundaciones dieran refugio
únicamente a auténticas almas contemplativas. Citando nuevamente a Orderico
Vital, «muchas de ellas están inspiradas por la pobreza voluntaria, la
verdadera religiosidad, pero se les unieron muchos hipócritas y posibles
embusteros como la cizaña al trigo». El problema se hizo aún más agudo
cuando la Orden alcanzó el máximo de expansión, pero poco después, debido a
la proximidad del espíritu secularista del Renacimiento, se fueron
reduciendo el número de vocaciones monásticas. Al mismo tiempo, la
maquinaria del Capítulo General funcionaba con seriedad. Los visitadores
denunciaban año tras año las más pequeñas desviaciones a la disciplina
común, y los transgresores recibían siempre severos castigos. Pero la lucha
desesperada del Capítulo estaba dirigida únicamente hacia los síntomas, y
por supuesto era incapaz de controlar la causa real: el cambio en la
mentalidad europea. La Orden era un cuerpo demasiado grande para resistir
victoriosamente los vientos de una tormenta que amenazaba estallar en
cualquier momento.
Por lo demás, es asombroso lo
conscientes que eran los Padres Capitulares de los peligros ocultos tras la
espectacular expansión. Lejos de quedar satisfechos de su propio éxito,
procedieron con cautela creciente en materia de nuevas fundaciones, o para
incorporar a la Orden monasterios ya existentes. Una posteridad demasiado
reverente borró toda traza de disensión entre los miembros del Capítulo
General de esa época gloriosa. Sin embargo, hay algunos indicios de que, en
materia de fundaciones demasiado apresuradas, las opiniones distaba mucho de
ser unánimes. Inclusive es muy difícil de aceptar que la única razón de la
dimisión de Esteban Harding en 1133, fuera su edad avanzada. Seguramente, se
escondían en el trasfondo otras razones, ya que su retiro causó una seria
crisis. Su sucesor inmediato como abad de Cister, Guido, previamente abad en
Trois-Fontaines, fue depuesto poco después de su elección, y hasta borrado
su nombre de la lista de abades, sin especificar la razón. Luego Reinaldo,
monje de Claraval e íntimo amigo de san Bernardo, ocupó la posición central
de la Orden. Su abadiato fue una época de poderosísima expansión. Cuando
murió en 1150, Gosurino, abad de Bonnevaux (una hija de Cister) le sucedió
en el alto cargo. El Capítulo General se volvió inmediatamente contra la
política anterior y, en 1152, prohibió categóricamente la fundación o
incorporación de otras casas en el futuro. Aunque no podamos llegar muy
lejos con tales hechos, los mismos prueban terminantemente que era muy claro
el problema causado por el rápido crecimiento. La decisión del Capítulo
contrariaba las ambiciones cuidadosamente fomentadas por san Bernardo, que
por entonces yacía mortalmente enfermo en Claraval, falleciendo al año
siguiente. Es necesario decir, que la prohibición de nuevas fundaciones fue
desobedecida. En la cima de su popularidad, el crecimiento de la Orden no
podía ser frenado, aunque el ritmo de su expansión disminuyó
considerablemente.
Una consecuencia natural e inevitable
de la expansión en gran escala fue el aumento del prestigio, poder y
actividad de la Orden en la vida pública de la Iglesia. Bernardo fue el
primero en responder a la llamada de la Iglesia angustiada y él, el gran
contemplativo, desempeñó un papel sin igual en la conducción de la política
europea durante treinta años. Su ejemplo fue un desafío irresistible para la
posteridad cisterciense, tanto más cuando las más altas jerarquías
eclesiásticas y seculares confiaban esperanzadas en que la Orden, con el
poder de su inmensa fuerza moral, continuara prestándoles servicio como
campeones de la paz, justicia y orden entre las naciones cristianas. Este
papel de desfacedores de
entuertos en la Iglesia estaba lejos sin duda de los ideales de los Padres
Fundadores de Cister, quienes habían buscado una vida de perfecto silencio
alejada por completo de los negocios mundanos. No obstante, rechazar el
desafío y retirarse de nuevo a la soledad era tan imposible como reducir el
número de abadías a la proporción de las vocaciones, que ya habían comenzado
a disminuir.
La incorporación de monasterios ya
existentes, particularmente toda la Congregación de Savigny, planteó serios
problemas de naturaleza económica y disciplinaria. El rechazo de las rentas
feudales era concretamente una de las características básicas de la vida
cisterciense. Pero todas las abadías controladas previamente por Savigny
fueron admitidas sin la obligación de deshacerse de sus iglesias, diezmos,
siervos y otras fuentes similares de ingresos. Estas concesiones estimularon
a otras comunidades para alcanzar posesiones hasta ese momento prohibidas.
En 1169, el abuso estaba tan difundido, que el papa Alejandro III dirigió
una severa bula a la Orden, llamando la atención sobre las alarmantes
desviaciones a las «santas instituciones» de los Padres Fundadores.
Es muy difícil suponer que san Bernardo, el mayor responsable de la
fusión de Savigny, ignorara la discrepancia existente entre las bases
económicas de la abadía recién admitida, y las de las fundaciones
cistercienses originales; tampoco pudo haberse equivocado al valorar el
efecto potencial que concesiones semejantes al por mayor podrían tener sobre
el resto de la Orden. ¿Por qué, entonces, fue el promotor de la unión? La
única respuesta lógica es que, a su juicio, los beneficios espirituales del
arreglo sobrepasaban los inconvenientes del compromiso. Pero sería injusto
culpar únicamente al Santo por lo que aconteció más tarde. El Capítulo
General adoptó la misma actitud indulgente aún después de su muerte: la
consideración de las necesidades locales acaparó el interés de los Padres
Capitulares. Estaba muy lejos de la mentalidad cisterciense de la primera
época, principios preconcebidos y una adhesión rígida a posiciones
dogmáticas, que no admitiera excepciones.
A decir verdad, la eficiencia del
Capítulo General quedó muy debilitada por la enorme expansión territorial de
la Orden. Se suponía que el Capítulo anual debía reunir a todos los abades,
Las primeras reglamentaciones aceptaban una única excusa para la ausencia:
la enfermedad. La rapidez de la expansión geográfica hizo sin embargo
difícil, si no imposible, la asistencia regular de aquellas casas situadas
en tierras lejanas. Pronto se otorgaron excepciones por razones de gran
distancia, gastos y peligros del viaje. De esta manera, a los abades de las
casas en Siria se le exigía concurrir al Capítulo cada siete años, y otros
recibían concesiones similares, proporcionales a su distancia de Cister. No
nos han llegado cifras del número de abades participantes en las
deliberaciones del Capítulo durante los siglos XII y XIII. A pesar de esto,
por las quejas constantes motivadas por ausencias sin autorización, se puede
deducir que los problemas del viaje eran impedimentos poderosos. En todo
caso, las condiciones de espacio de Cister para su alojamiento eran muy
reducidas. Aun después de estar completamente terminado el claustro gótico
en 1193 (Cister III), el lugar regular de las reuniones, la sala capitular,
era una habitación de 17 m X 18 m, con una doble o quizás triple hilera de
bancos en torno a las paredes. Se estimaba que podía albergar a trescientas
personas, pero es muy dudoso que la sala estuviera alguna vez repleta.
Probablemente, lo más realista sería suponer una sesión con la asistencia de
alrededor de un tercio de los abades (250). ¿Cómo se notificaban a los
abades ausentes las resoluciones del Capítulo? Los documentos del siglo XII
guardan silencio sobre el registro, conservación y promulgación de
estatutos. El hecho de que los manuscritos existentes no den información del
desarrollo de cada una de las sesiones hasta cerca de 1180, parece indicar
que las discusiones quedaron sin recopilar y las resoluciones del Capítulo,
si había alguna, se transmitían oralmente. El problema se agudizó porque los
concurrentes a la asamblea cambiaban constantemente, de año en año. Así, una
parte considerable de los abades de una reunión dada ignoraba las
discusiones llevadas a cabo en años anteriores. El resultado fue, con
frecuencia, la aprobación de reglamentaciones incongruentes y
contradictorias, que conducían a la confusión y a una actitud escéptica con
respecto a la validez de estatutos individuales. La razón de la repetición
de decisiones importantes año tras año, no fue por consiguiente un
incumplimiento deliberado, sino un medio para conseguir que, mediante tales
repeticiones, todos los abades pudieran estar correctamente notificados.
La visita anual a cada monasterio por
el padre inmediato se deterioró en igual forma, por las penurias del viaje,
así como el excesivo número de visitas que estaban obligados a realizar
algunos abades con numerosas hijas. Cister tenía 24 casas afiliadas
directamente, Pontigny 16, Morimundo 27, y Claraval más de 80. Dado que, en
la práctica, era imposible que estos abades u otros en posición similar
visitaran tal multitud de establecimientos dependientes, o bien delegaban
sus poderes, o la visita se demoraba; pero, en ambos casos, se resentía la
supervisión efectiva de la comunidad subordinada.
La asombrosa ascensión de la Orden
cisterciense a partir de una pequeña comunidad de humildes monjes –
ermitaños hasta una red internacional de cientos de abadías durante la vida
de Bernardo, difícilmente puede ser explicado considerando solamente
factores naturales e históricos. Ni siquiera el genio del Abad de Claraval
puede dar cuenta adecuada de este fenómeno único y específicamente
religioso. El secreto debe radicar en el eco resonante y espontáneo que la
espiritualidad de Cister despertó en tantos miembros afines a esa devota
generación, ejemplo de espiritualidad para ricos y pobres, sabios e
ignorantes por igual, gracias a la vida austera y contemplativa de los
Monjes Blancos.
Mas la tarea de conservar el precioso
legado de Cister demostró ser una carga abrumadora. La ola de crecimiento
estaba obligada a bajar; ni Bernardo ni sus heroicos compañeros pudieron ser
reemplazados por gente de su talla. Mientras tanto, el cambio constante del
ámbito religioso y social planteó nuevos problemas y exigió nuevas
soluciones. La historia futura de la Orden es prueba convincente de que se
hicieron serios esfuerzos para asegurar el alto nivel de disciplina
monástica y para asumir nuevas y desafiantes responsabilidades. A pesar de
los continuos esfuerzos por mantener a la Orden actualizada frente a un
mundo que cambiaba con rapidez, exigieron que se comprometieran genuinas
tradiciones cistercienses.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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