Historia institucional cisterciense
El desafío de la Escolástica
El siglo XII fue la época de mayor
poder creador en la historia del cristianismo medieval. No llegaron a
materializarse las esperanzas gregorianas de un mundo gobernado por los
principios cristianos; sin embargo el reinado de Inocencio III llevó a la
Iglesia a un punto culminante de poder político y moral sin precedentes. No
cristalizó el intento de formar una comunidad cristiana integrada por las
naciones que estaban surgiendo en Europa, pero las Cruzadas fueron
testimonio del poder de los ideales comunes y de la voluntad para la acción
unida. El desarrollo de la piedad individual, la búsqueda incansable de la
verdad y la belleza condujeron a una renovación del misticismo y a una
originalidad sin par en la poesía y el arte. El ansia embriagadora de
alcanzar ideales elevados, pero fugaces, está genialmente expresado en la
poesía de Cristián de Troyes († 1190) y creyó la leyenda conmovedora del
Santo Grial, la fuente de vida nueva, conocimiento y bienaventuranza
celestial en la tierra, quintaesencia alegórica de todo lo que para esa
noble generación hacía la vida digna de ser vivida.
Dentro de las órdenes monásticas
renovadas, los cistercienses ofrecían lo que millares de almas piadosas
reconocían como la elección más remunerativa, una forma de vida que conducía
con toda seguridad a la salvación. De acuerdo con algunos estudiosos de la
piedad y poesía de aquella época, Claraval sirvió de modelo a Cristián para
el castillo místico del Santo Grial, y Parsifal hablaba el mismo lenguaje de
san Bernardo. Sea como sea, el mensaje de gran Abad, con su autoridad
irresistible, llegó al corazón de sus contemporáneos más calificados. En
1139 se dirigió a un grupo de eruditos de París y prometió a la audiencia,
fascinada, sabiduría y felicidad; no como Abelardo, por medio de la razón y
la lógica, sino por el amor. Los invitó a ir a Claraval, donde podrían
«encontrar el santuario admirable donde el hombre se alimenta con el pan de
los ángeles, el paraíso de delicias establecido por Dios…, un paraíso no
destinado a los sentidos, sino de felicidad interior. Éste es jardín al que
no se puede entrar con los pies, sino en alas del amor».
Mientras éste fue el ideal buscado por
los novicios cistercienses, no hubo necesidad de enseñanza formal alguna
dentro de las abadías. Aquellos que ya habían recibido instrucción en el
mundo antes de su «conversión», sintieron con más intensidad el atractivo
del Cister.
El advenimiento del siglo XIII
anunciaba un cambio drástico en esta atmósfera cultural enrarecida. El
vergonzoso fracaso de la Cuarta Cruzada, desviada por los intereses
comerciales de los venecianos, de Tierra Santa hacia Constantinopla, enfrió
el entusiasmo de los guerreros del siglo XIII por aventuras similares.
Después de la muerte prematura de Inocencio III, el papado se convirtió en
instrumento y eventualmente en víctima de intereses políticos antagónicos.
Federico II, el último de los grandes Hohenstaufen, en franco contraste con
su abuelo, el cruzado, fue capaz de cambiar el Sacro Imperio Romano por una
monarquía siciliana altamente centralizada, y vivió y gobernó
independientemente de las normas de la moral cristiana. La piedad popular,
en especial la fascinación que ejercía la pobreza, tomó un giro
particularmente peligroso en la herejía antisocial y anticlerical de los
albigenses. Los medios de defensa de los misioneros cistercienses resultaron
ineficaces frente a esos formidables adversarios. Santo Domingo luchó contra
esa herejía de excentricidad emocional con las armas de una lógica
despiadada, completada con la fuerza, cuando resultaba insuficiente. La
represión armada de los disidentes y la Inquisición fueron fenómenos tan
nuevos como la teología «escolástica», basada no ya en las enseñanzas
neoplatónicas de los Padres de la Iglesia, sino en la filosofía de
Aristóteles, que se acababa de descubrir. La nueva enseñaza se desvió del
misticismo afectivo y de la espontaneidad informal del siglo XII, y
transformó la teología en una disciplina rígidamente controlada por
profesionales, quienes firmemente establecidos en las nuevas universidades
dictaban en todas partes el mismo tipo de clases, basadas en los mismos
textos. El racionalismo triunfante imprimió su huella en todo campo del
quehacer intelectual o artístico. Todo lo que fuera digno de ser conocido se
recopilaba en summas o enciclopedias sistematizadas. La música era
una rama de la ciencia; la arquitectura fue dominada por la maestría de la
ingeniería, y aun la poesía tuvo que disfrazarse de erudición. La
comercialización de la economía y el desarrollo posterior de las ciudades,
habitadas por una burguesía bien educada, próspera y ambiciosa, no estaba
relacionada directamente con las corrientes intelectuales renovadoras, pero,
con toda seguridad, se sumaron también para caracterizar la diferencia tan
llamativa que distingue al siglo XIII del anterior.
Es evidente que las abadías
cistercienses, en su aislamiento rural y rústica simplicidad, no podían
estar ya en la primera línea de los acontecimientos del siglo XIII. Los
dominicos se adaptaban mejor para servir a la Iglesia como misioneros y
teólogos; los franciscanos podían hacer llegar el mensaje de pobreza a las
masas urbanas con mayor efectividad. El laicado o la clerecía secular,
educada profesionalmente podía reemplazar fácilmente a los
cistercienses como consejeros, agentes papales o reales. Y lo que es más
importante, la flor de las vocaciones religiosas se unían a los mendicantes,
más que a las órdenes monásticas tradicionales y, aun los hermanos conversos
encontraban un trabajo más remunerador en los conventos urbanos de las
nuevas órdenes, que en las granjas cistercienses. Los cambios en las
constituciones y en la administración habidos dentro de la Orden
cisterciense, indican claramente que el Capítulo General no sólo estaba al
corriente de lo que exigían los nuevos tiempos, sino que estaba dispuesto a
adoptar las modificaciones pertinentes. Pero, en el filo de 1230, se hizo
evidente por primera vez, que la vieja imagen pública de la Orden necesitaba
ser restaurada, si quería ser lo suficientemente atractiva como para
mantener y poblar las abadías con el personal adecuado. Durante el resto del
siglo, la figura del asceta cisterciense, pasando su día en oración y duro
trabajo manual, fue reemplazada por la del monje erudito, que distribuía sus
horas de trabajo entre la escuela y la biblioteca.
Buscando razones de más peso para
fundar el primer instituto educativo cisterciense, Mateo Paris, un testigo
contemporáneo bien informado, llega a la conclusión de que «los
cistercienses, para evitar el menosprecio de los dominicos, franciscanos y
seculares eruditos, especialmente hombres de leyes y canonistas…, deberían
poseer casas en París y otros lugares donde florecieran las escuelas, y
entonces establecerían allí sus propios colegios, donde pudieran estudiar
teología, cánones y Derecho Romano con mayor devoción, porque no querían
parecer inferiores ante los demás». El cronista mostraba ciertas reservas
acerca de las tendencias de las órdenes monásticas, y recordaba que el autor
de su Regla, san Benito, había abandonado la escuela en Roma para retirarse
al desierto. Sin embargo, no censuraba a las órdenes, sino a la influencia
corruptora de un mundo que ya no respetaba la simplicidad monástica.
Si duda alguna, el gran historiador
inglés se hacía eco de la opinión de sus perplejos contemporáneos, quienes
creían, con toda razón, que la existencia de elementos de rivalidad entre
las principales órdenes religiosas estaba íntimamente relacionado con la
búsqueda de niveles superiores de educación. En el caso de los
cistercienses, se unieron otros dos factores para agravar el problema que
necesitaba la más urgente solución. Uno de ellos fue la experiencia negativa
de muchos abades que habían predicado contra los albigenses, y cuya falta de
conocimientos teológicos era reconocida abiertamente como una de las causas
del fracaso cisterciense. Mas el factor decisivo lo determinó la aparición
de la personalidad extraordinaria de Esteban Lexington, otro gran inglés en
la historia de la Orden, quien no sólo comprendió la necesidad imperiosa de
monjes cultos, sino que poseyó la energía y el celo necesarios para iniciar
un programa afortunado enfrentándose a una poderosa oposición.
Esteban Lexington pertenecía a una
familia prominente de oficiales de alto rango que habían servido a la
iglesia inglesa y el gobierno real. Recibió una educación excelente,
estudiando primero en París y después en Oxford, donde fue discípulo de san
Edmundo Rich de Abingdon, luego arzobispo de Canterbury. En 1214, recibió
una prebenda en la iglesia de Southwell, pero probablemente bajo la
influencia de su santo maestro, se unió pronto a los cistercienses,
conjuntamente con otros siete compañeros, en la Abadía de Quarr, en la isla
de Wight. En 1223, se convirtió en el abad de Stanley y, desempeñando este
cargo, recibió del Capítulo General la misión de visitar las turbulentas
abadías irlandesas. Su gira de visitas en 1228 resultó una experiencia en
extremo difícil, y el Abad llegó a la conclusión de que la mayoría de los
desórdenes se originaban por razón de la total ignorancia y la torpeza de
los monjes, con los cuales ni siquiera se pudo comunicar, porque los
irlandeses ni hablaban ni entendían latín, inglés o francés. En 1229, fue
elegido abad de Savigny, y aprovechó su mayor autoridad para mejorar el
número y la calidad de las vocaciones por intermedio de la red que formaba
la extensa familia de Savigny. Sin pérdida de tiempo, emprendió una .gira de
visita, y en cada abadía ordenó que, después de completar el noviciado, el
joven monje debía pasar dos años más «leyendo, meditando y estudiando las
leyes y costumbres de la Orden, durante cuyo tiempo, ninguna otra actividad
debía interferir esos estudios». En 1241, se unió con los abades de Cister,
Claraval y otras casas para concurrir a un sínodo romano convocado por
Gregorio IX. Los barcos genoveses que conducían a los prelados fueron
interceptados por la flota imperial comandada por Enzio, hijo natural de
Federico II. La mayoría de los abades fueron capturados, pero Esteban pudo
escapar gracias al valor de su hermano, Juan Lexington. Hacia fines de 1243,
Esteban alcanzó la culminación de su carrera, cuando fue elegido abad de
Claraval. Su influyente posición le brindaba la oportunidad de !dar una
nueva orientación y perspectiva a la vocación cisterciense, abriendo un
nuevo camino a la institucionalización de la educación superior.
Este paso inevitable era una idea
largamente acariciada por Esteban. Como abad de Stanley, alrededor de 1227,
había escrito al abad Raúl de Claraval previniéndole sobre «la amenaza de
ruina y de extinción de nuestra Orden por razón de los defectos de sus
miembros, y justamente es así… porque ya no tenemos hombres recomendables
por su piedad e ilustración, como en la época de san Bernardo; hombres que
pudieran tender una mano, en esta situación, a nuestra Orden vacilante y
envejecida». Los rumores de una herejía que se había difundido entre los
cistercienses del sur agravaron la situación. Escribiendo a Juan, abad de
Pontigny (1233-1242), Esteban llama la atención sobre siete monjes herejes
de Gondon (filial de Pontigny), que habían caído en el error a causa de su
ignorancia. «Es de temer – agregaba – que se cumpla la horrible predicción
que nos hizo uno de los dirigentes dominicos; a saber, que dentro de una
década ellos estarían obligados a tomar la dirección y reformar nuestra
Orden, porque durante los últimos trece años no se nos ha unido ningún
estudioso eminente, en especial ningún teólogo, y los que todavía tenemos,
son muy ancianos».
Como conclusión, el Abad Esteban le
pidió a su colega de Pontigny que movilizara sus relaciones en Roma, para
que sus amigos informasen al Papa de los graves problemas de la Orden, con
la esperanza de que el Pontífice presionara al Abad de Cister y a los
protoabades, y los impulsara a actuar. El propósito concreto de Esteban era
una asamblea de abades «cerca de París, de modo que los dirigentes de la
Orden pudieran discutir el asunto entre ellos mismos y hallar los medios
para contrarrestar el peligro creado por la falta de instrucción».
No se conocen los detalles de los
hechos posteriores, pero debió triunfar su iniciativa, porque el Capítulo
General de 1237, a petición del abad Everardo de Claraval (1235-1238),
permitió que él, Everardo, enviara a sus monjes a París para estudiar, y con
ellos otro monje más y dos hermanos legos, para atender las necesidades
materiales de los estudiantes. Esta medida se hizo extensiva a otros abades
que quisieron mandar a sus estudiantes a París, para unirse con los de
Claraval. En realidad, Claraval ya poseía una casa en París, adquirida en el
año 1227 cerca de la Abadía de Saint-Germain-des-Prés, y es muy probable que
se haya formado allí el primer grupo de estudiantes cistercienses.
La institución se desarrolló a pasos
agigantados inmediatamente después de la elección de Esteban como abad de
Claraval, el 6 de diciembre de 1243. Sin pérdida de tiempo, informó a
Inocencio IV de su intención de construir un colegio completo para los
cistercienses en París, y consiguió el más decidido apoyo del Pontífice. Una
bula fechada el 5 de enero de 1245 autorizaba al Abad de Claraval a
establecer en París un studium «para la salvación y honor de la Orden
[Cisterciense], y para esplendor y gloria de la Iglesia universal». Debido a
que la propiedad original de Claraval no estaba bien equipada para este
propósito, Esteban la trasladó primero a una casa cercana a la abadía de San
Víctor. Luego, en 1246, adquirió una gran extensión de tierra en Chardonnet,
en la orilla izquierda, cerca del lugar donde las fortificaciones
construidas por Felipe Augusto alcanzaban el Sena. Sospechando que esta
iniciativa no sería aprobada por la mayoría de los abades de tendencia más
conservadora, se dirigió al Papa pidiendo su respaldo. En vísperas del
Capítulo General de 1245, Inocencio IV dirigió una carta a la asamblea
elogiando la casa parisina de estudios y recomendando calurosamente su
sostenimiento. Esto aseguraba el éxito, por supuesto, aunque los abades
recalcaron que eso se aceptó «por orden de su Señor, el Papa, y a petición y
por consejo de numerosos cardenales, especialmente del Señor Juan (de
Toledo), titular de San Lorenzo in Lucina». Es igualmente significativo, que
el mismo estatuto estimulara a todos los abades a promover estudios dentro
de sus propios monasterios, y ordenara que una abadía de cada región, por lo
menos, fuese designada para el estudio de la teología. Aunque todos los
abades pudieran elegir entre enviar sus estudiantes a esos centros
regionales o a la casa de París, ya en funcionamiento, la medida no se
imponía de forma obligatoria y, de esta manera, los estudios formales
seguían siendo completamente voluntarios.
Durante la década siguiente, el nuevo
colegio, que llevaba el nombre de san Bernardo, hizo progresos notables.
Donaciones importantes ensancharon sus perspectivas financieras, mientras
que los privilegios papales realzaban su status entre los demás
colegios de París. El documento más valioso fue firmado por Inocencio IV el
28 de enero de 1254, garantizaron al Colegio de San Bernardo todos los
derechos y privilegios que hasta ese entonces habían gozado los colegios de
los dominicos y franciscanos, status que lograron los cistercienses antes
que ninguna otra orden monástica, inclusive Cluny. Siguiendo la costumbre
parisina ya establecida, el Colegio de San Bernardo estaba dirigido por un
preboste, que tenía amplia autoridad tanto en materia disciplinaria como
escolar y era nombrado por el Abad de Claraval. El primer preboste fue
Guillermo, anteriormente procurador de Claraval, quien dirigió una comunidad
de veinte jóvenes estudiantes. Un breve papal que data de comienzos de 1254
autorizaba al Colegio a admitir novicios y conversos. Esta disposición fue
aprobada por el Capítulo General del mismo año, pero nunca se llevó a cabo,
debido probablemente al prematuro retiro del abad Esteban.
De acuerdo con el testimonio de Mateo
Paris, el Colegio de San Bernardo no sólo prosperó, sino que los estudiantes
cistercienses fueron más apreciados por las autoridades universitarias que
los provenientes de los mendicantes. A pesar de esto y a pesar de todo el
apoyo que el abad Esteban poseía en Roma, halló una hostilidad creciente
entre los miembros del Capítulo General, que estaban obviamente perplejos
acerca de la influencia que los estudios superiores podían ejercer sobre la
herencia de todo un siglo de tradiciones cistercienses, y que estaban
resentidos por el hecho de que, durante el proceso de fundación, el Abad de
Claraval se dirigió únicamente al Capítulo cuando ya contaba con el pleno
apoyo de las autoridades de Roma. Aunque las crónicas del Capítulo General
guarden absoluto silencio sobre el particular, la sesión de 1255 se volvió
contra Esteban Lexington y lo depuso como Abad de Claraval, después de lo
cual el digno prelado se retiró a la abadía de Ourscamp. Es muy probable que
la actitud del Capítulo estuviera motivada en gran parte por la muerte de
Inocencio IV, sólido defensor de Esteban, acaecida en diciembre de 1254. A
Inocencio sucedió Alejandro IV, quien se suponía no tomaría parte en la
controversia. Sin embargo, el nuevo papa, atento a los acontecimientos de
Cister, se puso firmemente de lado del depuesto Abad de Claraval. En una
carta a Guido, abad de Cister, exigía la restitución de Esteban, y cuando
Guido se negó a actuar, se dirigió a Luis IX. El rey, sin embargo, tomó
partido por Cister, mientras Esteban para evitar a la Orden complicaciones
posteriores, puso fin a la cuestión permaneciendo en Ourscamp, donde
falleció poco después.
A pesar de todos estos obstáculos, el
Colegio de San Bernardo continuó desarrollándose, y hacia finales de siglo
un grupo de edificios bastante grandes alojaban a unos treinta y cinco
monjes. Las donaciones iniciales fueron insuficientes para mantener una
institución de tal envergadura, y su financiación llegó a ser tan costosa
para Claraval, que lo vendió al Capítulo General en el año 1320, siendo
dirigido desde entonces en forma directa por éste y para beneficio de toda
la Orden. El apogeo de la institución coincidió con el reinado de un papa
cisterciense, Benedicto XII (1334-1342), quien inició la construcción de una
iglesia monumental, nunca terminada. La Guerra de los Cien Años y sus
penosas consecuencias, entorpecieron enormemente su funcionamiento, y esta
situación difícil se agravó durante las turbulentas décadas de guerras
civiles y religiosas del siglo XVI. La renovación operada en el siglo XVII
restituyó sin embargo a la institución su esplendor medieval, y continuó
como un colegio bien atendido y administrado hasta su supresión en 1791. En
el transcurso de cinco centurias, el Colegio de San Bernardo de París graduó
alrededor de quinientos doctores en teología; pocos de ellos llegaron a ser
pensadores originales y prolíferos, o eruditos, pero casi todos ocuparon
posiciones claves en la administración de la Orden, tanto en Francia como en
el exterior.
Aunque la idea de una educación a nivel
superior encontró obstinada resistencia en el Capítulo General de 1255, la
tendencia era irresistible y, después de algunos años, el mismo Capítulo
colmó de alabanzas el esfuerzo, e hizo todo lo posible para propulsar los
estudios en toda la Orden. En 1260, el cardenal Juan de Toledo estimulaba a
la abadía de Valmagne para abrir un colegio anejo a la Universidad de
Montpellier. El Capítulo General estuvo de acuerdo, y la institución comenzó
a funcionar en 1265. La sostenían los abades del sur de Francia, pero
siempre quedó muy a la zaga del studium parisiense, de mayor significación,
y se cerró después que los hugonotes capturaron la ciudad en 1567. El
Colegio de San Bernardo de Tolosa del Languedoc fue una institución más
importante, iniciada por Grandselve, y aprobada por el Capítulo General en
1280. Después de un devastador incendio de 1533, el edificio quedó vacío
durante varias décadas, pero las clases fueron reanudadas, y así continuó
hasta mediados del siglo XVIII. En 1281, las abadías inglesas fundaron un
colegio en Oxford. Pocos años más tarde la abadía alemana de Ebrach
construyó un colegio en Würzsburg y Camp erigió una institución similar en
Colonia.
La Fulgens sicut stella
de Benedicto XII (1335) proporcionó la primera carta para los estudios
superiores cistercienses, y como tal inspiró una ola de nuevas
construcciones de residencias universitarias. El Papa, renombrado canonista
de su época, otorgó el rango de studium generale a los colegios ya
existentes en París, Orxford, Tolosa y Montpellier, transfirió el colegio
español de Estella de la diócesis de Pamplona a la de Salamanca, ordenó la
fundación de un colegio en Bolonia para los italianos y otro en Metz para
las casas alemanas de Morimundo. Cada uno de estos colegios debía ser
sostenido económicamente por los abades de una zona específica, pero el
colegio de París quedaba abierto para todos los cistercienses, de cualquier
nacionalidad. No se trataba ya de una recomendación mandar estudiantes a
esos colegios, sino de una obligación. Las abadías que tuvieran por lo menos
treinta monjes tenían que mantener uno o dos estudiantes en París, y las
comunidades más pequeñas podían elegir entre mandar uno a París, o al
colegio más próximo. No estaban sujetas a esta obligación las casas que
tuvieran menos de 18 miembros. La administración de los colegios, cada uno
bajo la supervisión de un abad, estuvo regulada cuidadosamente, como también
lo estuvo el montante de la bursa o arancel, y la remuneración del
personal administrativo. Se planeó también el curso de estudios, los
requisitos para la graduación y los principios básicos de disciplina, y se
dio un renovado énfasis a la prohibición tradicional de estudiar derecho
canónico. Los profesores estaban severamente advertidos de abstenerse de
cualquier «tipo de vida ostentosa y turbulenta, debían enseñar con humildad
y devoción, y conformarse con la comida a su disposición y con los servicios
de un clérigo». Tanto en ésta como en otras partes del mismo documento,
Benedicto XII se preocupó mucho de los detalles de la administración de las
rentas, y tenía buenas razones para ello. El mantenimiento de los
estudiantes en París o en cualquier otro lugar exigía un tremendo esfuerzo a
cada comunidad, debido a la larga duración de los estudios y a los gastos de
graduación. A más de los seis años requeridos para estudiar Artes, el curso
de Teología exigía otros seis años antes que el estudiante pudiera ser
promovido al grado de licenciado. Los estudios formales de licenciatura
concluían después de dos años adicionales de enseñar las Sentencias
de Pedro Lombardo; y por lo menos debía pasar otro año hasta que pudiera
llegar a ser «maestro» o doctor en teología. La condición de la
Benedictina, fijando el límite de 1.000 libras de Tours para los gastos
de graduación puede explicar muy bien la fuerte tentación que los abades
experimentaban de retirar a sus estudiantes antes que completaran todo el
curriculum.
El siglo XIV no fue una era de
prosperidad para los cistercienses, pero la escolástica estaba tan en boga,
que la publicación de la Benedictina motivó la fundación de un cierto
número de colegios, particularmente al este del Rhin. De este modo, poco
antes de establecerse la Universidad de Praga en 1348, se había inaugurado
un colegio cisterciense en una casa llamada «Jerusalén», donada por el
emperador Carlos III. Siguiendo el estilo de la de París, fue organizada
bajo la supervisión del Abad de Königsaal. Cuando irrumpieron los husitas en
1409 y expulsaron a los monjes de la ciudad, los estudiantes cistercienses
de la zona se dirigieron a la Universidad de Leipzig, donde Altzelle
apadrinó un nuevo colegio, completado en 1247. De acuerdo con los registros
de la Universidad estudiaron teología más de trescientos cistercienses entre
1428-1522, a los que se debe sumar los estudiantes de Artes.
En Viena, gracias a la generosidad del
duque Alberto III, abrió sus puertas el Colegio de San Nicolás en 1385, poco
después de que se organizara la facultad de teología en la Universidad de
Viena. Dado que el antiguo colegio de Würzburg había dejado de atraer
estudiantes, el Abad de Ebrach inició en 1387 otra institución en Heidelberg
con más éxito: el Colegio de Santiago. Otras universidades alemanas, tales
como Erfurt, Rostock y Greifswald formaron también a muchos otros
estudiantes cistercienses, mientras la Universidad de Cracovia recibía a los
monjes polacos, y hacia fines del siglo XV se construyó allí un colegio bajo
la autoridad del Abad de Mogila. Las abadías de los Países Bajos, ricas y
muy pobladas, enviaban sus estudiantes a París, y tras la fundación de la
Universidad de Lovaina en 1425, los mandaron allí, aunque los estudiantes
cistercienses no vivían en un colegio, sino con más frecuencia en las
hospederías de sus respectivas abadías
Estrécheles económicas y la disminución
del número de monjes hicieron cada vez más difícil el mantenimiento de los
colegios y hacia el fin del siglo XV muchos de ellos luchaban por subsistir.
El destino del studium generale en Oxford puede servir como
ilustración de las condiciones, que empeoraban cada vez más. Esta
institución se inició en 1280 gracias a la generosidad de Edmundo, conde de
Cornwall. El Capítulo General de 1281 aprobó el proyecto, y reglamentó que
se establecería un monasterio regular como casa de estudios bajo el
padrinazgo del Abad de Thame. La nueva abadía de Rewley, formada por quince
monjes de Thame, abrió sus puertas el 11 de diciembre de 1281 y, para la
Fiesta de San Miguel, 29 de septiembre de 1282, llegaron los primeros
alumnos, que pagaban sesenta chelines anuales en concepto de manutención y
habitación. Se suponía que la casa iba a servir para todas las abadías
británicas y, en 1292, se decretó que toda comunidad que tuviera más de
veinte monjes debía enviar allí por lo menos uno. Pero la institución nunca
se granjeó la simpatía de los estudiantes, ni consiguió apoyo entre los
monasterios. La mayoría de los estudiantes jóvenes iban a la deriva entre
las distintas tabernas y hospedajes de Oxford, mientras su número disminuía
considerablemente. Ricardo II, observando una procesión universitaria,
alrededor de 1399, se escandalizó sobremanera cuando vio sólo a cinco
cistercienses en la misma. Como consecuencia, una asamblea reunida en Oxford
hizo un llamamiento para reunir fondos destinados a mejorar las condiciones
de Rewley, y un capítulo cisterciense nacional aprobó en 1400 un plan para
recaudar para tal fin ciento doce libras anuales. Las mejoras no se
materializaron hasta que Enrique Chichele, arzobispo de Canterbury,
presionado por cierto número de abades cistercienses, donó en 1438 una
propiedad en Northgate Street para la construcción de un nuevo colegio,
puesto bajo la advocación de san Bernardo. Los comienzos fueron prometedores
y, en 1446, el abad visitador, Juan de Morimundo, promulgó una serie de
estatutos, muy bien estudiados, para el funcionamiento del colegio, aunque
los gastos de la construcción seguían siendo un problema serio. En 1482,
estaba todavía sin terminar, a pesar de lo cual se presionó a todas las
comunidades que tuvieran más de doce monjes para que mandaran uno;
monasterios con veintiséis miembros o más debían pagar por dos estudiantes.
Finalmente, se pudo avanzar mucho en el proyecto gracias a la generosidad de
Marmaduke Huby, después que fue elegido abad de Fountains en 1494. Tenía la
forma de un edificio cuadrangular de dos pisos, con un patio central y una
torre cuadrada sobre la entrada principal, bien visible. Su capilla fue
consagrada en 1530, y el colegio estuvo listo para albergar a cuarenta y
cinco estudiantes, al preboste y al personal administrativo. La Disolución
de 1539 terminó con su vida, pero fue reabierto, sin embargo, en 1577 como
Colegio de San Juan Bautista. Entonces, la estatua de San Bernardo, sita
sobre la entrada, fue modificada para asemejarla a su nuevo patrono, san
Juan.
Intriga el hecho de que, mientras se
ejercía presión sobre las comunidades monásticas para difundir los estudios,
el estudio del Derecho estuvo incluido en la misma categoría que la
Medicina, y por ende estrictamente prohibido. Entre los cánones del II
Concilio de Letrán (1139), se condenaba tales estudios por parte de los
monjes, invocando como justificativos la avaricia y la gran tentación de
emplear la inteligencia con fines tortuosos. El Capítulo General
Cisterciense de 1188 señala en particular algunos trabajos de Derecho
Canónico y especialmente los Decreta Gratiani como libros que no
debían estar en las bibliotecas monásticas, «por los diversos errores que
pueden generar». Durante el Medioevo prevaleció la misma actitud oficial,
pero no pudo menguar la fascinación que los estudios de Leyes, ejercían
sobre las mentes ávidas. El procedimiento normal para sortear esos
obstáculos era procurarse una dispensa papal, que, según parece de acuerdo a
las crónicas disponibles, eran otorgadas liberalmente. En otros casos, los
estudiantes cistercienses seguían simplemente cursos de derecho canónico
fuera de sus propios colegios, y sin que sus superiores lo supieran. Tal fue
el caso de por lo menos siete estudiantes del Colegio de San Bernardo en
Tolosa, que estudiaron clandestinamente, pero fueron descubiertos y
despedidos sin más del colegio por orden del Capítulo General de 1334. Pero
acciones tan drásticas no lograron el fin deseado. Los monjes tenían amplia
oportunidad de estudiar leyes en sus propias bibliotecas. De acuerdo con un
catálogo confeccionado en 1472, la biblioteca de Claraval contenía no menos
de ciento cuarenta y tres códices de Derecho Canónico y Romano, sobre un
total de mil setecientos catorce volúmenes. La existencia de una colección
de trabajos sobre leyes tan respetables difícilmente se puede explicar sin
suponer que, a pesar de las prohibiciones, se los buscaba y usaba con
frecuencia.
La fundación de un colegio en Aviñón
destinado especialmente a la enseñanza del Derecho infligió un duro golpe a
la actitud oficial negativa. Fue obra de Juan Casaleti, abad de Sénanque,
quien se había graduado en la Universidad de Aviñón como doctor decretorum.
Abrió en 1496 el Colegio de San Bernardo de Sénanque con la estrecha
colaboración del cardenal Juliano della Rovere, el futuro papa Julio II, y
sólo en 1499 se dirigió al Capítulo General para su aprobación; la cual,
dadas las circunstancias no pudo ser denegada. Se había planeado una
institución para albergar a doce estudiantes adelantados, quienes, de
acuerdo con las costumbres de Bolonia, líder de las escuelas de Derecho de
su época, se gobernaban a sí mismos, eligiendo a uno de ellos como «prior».
Casaleti proporcionó un edificio amplio, biblioteca adecuada y dotación
considerable, pero el sistema de encomiendas en franca expansión arruinó las
abadías vecinas, incluyendo Sénanque. Una vista regular halló en 1603 que
sólo había tres estudiantes bajo un «rector», y poco después la institución,
que luchaba por subsistir, cesaba de funcionar; aunque la propiedad continuó
en manos cistercienses hasta 1790.
No puede evaluarse categóricamente la
medida en que este afán de conocimientos influyó en la rutina tradicional de
la vida monástica. Sin embargo parecía cierto que el impacto del cambio de
perspectivas fue acusado en forma gradual y esporádica. El número de
graduados universitarios fue siempre reducido; las comunidades pobres nunca
pudieron afrontar la educación de ninguno de sus miembros, a menos que los
familiares u otros benefactores pagaran los gastos. Más aún, la crisis
económica casi universal de postrimerías del siglo xlv y comienzos del XV,
redujo definitivamente la asistencia a los colegios. Con frecuencia, se
estimulaba la organización de escuelas de Filosofía y Teología en las
grandes abadías, pero las crónicas a nuestra disposición guardan silencio
acerca de su cantidad real, nivel de educación o número y calidad de sus
estudiantes. Por otro lado, los que retornaban a sus abadías después de
haber completado con éxito sus estudios eran premiados con honores. Gozaban
de preeminencia sobre otros miembros de la comunidad, se los prefería para
la misión de visitador, se los estimulaba a continuar sus estudios y
recibían fondos para libros y material para escribir. En algunos casos,
gozaban del privilegio de poseer una celda aparte del dormitorio común, como
en el caso de Raimundo Torti, un bachiller en Derecho Canónico en Boulbonne,
a quien el Capítulo General de 1402 permitió cerrar con llave su celda,
«porque debía preparar con frecuencia sus sermones, y temía que se perdieran
sus libros y alguna otra cosa perteneciente al monasterio».
Desde el punto de vista de los
estudiantes, la mayor compensación por los duros y largos años transcurridos
en los colegios era la casi inevitable promoción a las dignidades de prior o
abad. Los padres capitulares de 1560 estaban muy en lo cierto al hacer
notar, echando una mirada retrospectiva que «el famoso colegio parisino de
nuestra Orden, como se lo conoce comúnmente, ha servido de caballo de Troya,
del cual salieron la mayoría de los héroes, nuestros padres más
sobresalientes, tanto del pasado como del presente».
Sin embargo, es muy difícil aceptar que
la influencia de los estudiantes haya sido siempre constructiva en relación
con la disciplina monástica. A todo lo largo de los siglos XIV y XV, los
archivos del Capítulo General están llenos de amonestaciones y medidas
punitivas contra los estudiantes culpables, en particular los del colegio de
San Bernardo de París, donde la influencia de la ciudad y la vida
universitaria eran más notables. Los estudiantes que tenían parientes ricos
y poderosos tenían sus propios servidores y eran pródigos en las fiestas
para sus compañeros, muchos de los cuales vivían en la miseria. Los
bachilleres exigían un status privilegiado dentro del Colegio, y
daban mal ejemplo a los estudiantes más jóvenes. Se había notificado al
Capítulo de 1453, que los bachilleres no sólo se negaban a aceptar la
autoridad del preboste, sino que trataban de dominar y abusar de aquellos de
menor jerarquía. Con frecuencia, descuidaban participar en los oficios
divinos y pasaban el tiempo en sus propios cuartos comiendo, bebiendo y
jugando a los naipes o dados. En épocas de algazara general entre los
estudiantes universitarios, como el 6 de enero, Festividad de los Reyes
Magos, era difícil en extremo mantener la disciplina entre los estudiantes.
Probablemente, en tales ocasiones salían éstos a hurtadillas del colegio, se
confundían con los grupos que iban vestidos con trajes civiles y se ponían
máscaras o se pintaban las caras. El Capítulo de 1456 infligió el castigo de
excomunión para tales excesos. La cofradía tradicional de los estudiantes de
primer año, llamada bejani (béjaunes: picos amarillos), con
sus detalladas iniciaciones, fantásticas dignidades, títulos, rangos y
absurdos trabajos fue motivo constante de travesuras y chanzas, y blanco a
la vez de medidas represivas, hasta que toda la organización fue severamente
suprimida en 1493. Pero había excesos de otra naturaleza, que hasta las
autoridades se vieron obligadas a perdonar, como los banquetes y otros
agasajos cuando llegaba el momento de la graduación. Las costumbres
inculcadas ejercieron tal presión, que la pobreza ya no era una
justificación. El joven abad de Rigny, graduado en 1478, trató a sus
huéspedes con tal generosidad, que su abadía tuvo que ser dispensada del
pago de impuestos y contribuciones durante tres años.
El grado de desarrollo de las
bibliotecas monásticas podría darnos la pauta de la influencia de la
escolástica entre los cistercienses. Disponemos en verdad de un cierto
número de cifras, pero únicamente son concluyentes en el caso de Claraval,
aunque es difícil que pueda considerársele un caso típico, por tratarse de
la mayor abadía cisterciense. En las postrimerías del siglo XII, poseía
cerca de trescientos cincuenta códices, sin contar los libros litúrgicos. Al
concluir el siglo XIV alcanzaban a ochocientos cincuenta, y a mediados del
siglo XV se elevaban a mil quinientos, llegando a los mil setecientos
catorce volúmenes en 1472. Todavía están a nuestro alcance más de un millar
de ejemplares de esta impresionante colección, diseminados en distintas
bibliotecas del mundo occidental.
En las abadías más pequeñas, el
armarium constituía el núcleo de la biblioteca. Muchas veces era un
nicho en la pared de la sacristía, indicando claramente que, al principio,
la mayoría de los libros eran de naturaleza litúrgica. Dado, sin embargo,
que el horario diario de cada comunidad incluía la lectura espiritual, aun
las bibliotecas más primitivas deben haber tenido tantos libros como monjes
existentes.
A consecuencia de los estudios
escolásticos las bibliotecas se vieron bien pronto enriquecidas con textos
filosóficos y teológicos, así también con una colección de clásicos latinos
populares. Durante el transcurso del siglo XV, el Capítulo General animó
repetidas veces a los abades a organizar y mantener grandes bibliotecas,
porque tales colecciones debían ser consideradas como el auténtico «tesoro
de los monjes» (1454). En 1495, el Capituló autorizó al Abad de Fountains
para que solicitara a cada casa inglesa por lo menos de ocho a diez libros,
«buenos y decentes, dignos de ser incluidos en una biblioteca», para uso del
Colegio de Oxford.
Hacia las postrimerías del siglo XV,
muchas de las abadías más prósperas añadieron a la planta monástica
tradicional una biblioteca espaciosa, dotada de un número impresionante de
manuscritos. De este modo, Cister poseyó mil doscientos códices, y la
construcción de una biblioteca se terminó cuando moría el siglo, 1480, bajo
el abad Juan de Cirey. En la Biblioteca Municipal de Dijon, existe todavía
un fragmento de lo que fuera una rica colección. La biblioteca de Himmerod
contó más de dos mil volúmenes en 1453, y la construcción de su nueva
biblioteca data de comienzos del siglo XVI. Contemporáneamente, la
biblioteca de Lehnin, con mil códices, era considerada la más completa en
Brandenburgo. El scriptorium de Heilsbronn era reconocido como uno de
los mejores de Alemania; más de seiscientos volúmenes cuidadosamente
copiados en pergamino pertenecen en la actualidad a la Universidad de
Erlangen. Durante el siglo XV, la abadía de Altzelle llegó a ser un centro
de promoción de la enseñanza humanística, albergando gran número de clásicos
latinos en su biblioteca en franco desarrollo. Por el año 1514 contaba
novecientos sesenta volúmenes sumados al conjunto habitual de textos
litúrgicos. Después de la supresión de Altzelle en 1540, la colección
enriqueció la biblioteca de la Universidad de Leipzig.
En Portugal, Alcobaça desarrolló una
actividad única en el progreso cultural del país. En el siglo XIII, la
abadía estableció un colegio en Lisboa y participó activamente en la
organización de la famosa Universidad de Coimbra. La biblioteca de la abadía
estaba considerada como una de las más grandes del país. Aunque su rica
colección fue saqueada en 1810 y nuevamente en 1833, el catálogo de la
Biblioteca Nacional de Lisboa contiene todavía cuatrocientos cincuenta y
seis manuscritos de Alcobaça, la mayoría de los cuales fueron copiados en el
siglo XIII.
Aun las casas más pequeñas estaban
orgullosas de sus respetables bibliotecas; la abadía austríaca de Zwettl
poseía casi quinientos libros en 1451; la inglesa de Meaux tenía trescientos
cincuenta volúmenes en 1396. Para apreciar estas cifras debemos recordar que
las bibliotecas seculares más ricas de la misma época raramente igualaban
una biblioteca monástica común. La famosa colección de Carlos V de Francia
reunía solamente novecientos diez códices en 1373; y la de la familia Médici
en Florencia, casi un siglo más tarde, sólo albergaba ochocientos
ejemplares.
La Orden hizo uso de la imprenta poco
después de su invención. La primera se estableció en 1492, en Zinna,
Alemania, a la que siguió otra en Francia en 1496, que funcionó en La
Charité. En los siglos posteriores, algunas de las abadías más ricas
hicieron funcionar regularmente sus propios talleres de imprenta. La gran
producción de material impreso hizo que bien pronto se tomaran medidas
rigurosas para prevenir la circulación de libros y panfletos que defendieran
el protestantismo. Para proteger a las monjas, a las que se consideraba
incapaces de reconocer la orientación teológica de sus lecturas
espirituales, el Capítulo de 1531 les prohibió poseer otros libros que los
escritos en latín, y aun éstos requerían la aprobación especial de las
autoridades legítimas.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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