Historia institucional cisterciense
La restauración del siglo XIX: los Trapenses
Pocos fenómenos históricos son más
asombrosos que el poder regenerativo de las órdenes monásticas.
Independientemente de la naturaleza o frecuencia de los desastres, los
monjes siempre han estado ansiosos de reunir todas las piezas dispersas y
recomenzar sus vidas en una nueva casa de Dios.
Todavía no se habían extinguido las
llamas de la Revolución, cuando algunos cistercienses heroicos ya estaban
dispuestos a trabajar duro. Sin embargo, las comunidades que aparecían a
comienzos del siglo XIX no podrían ser consideradas como simples
sobrevivientes o continuadoras de las tradiciones monásticas del siglo
XVIII. Rescataron mucho del pasado, pero deseaban aprender. Después de la
Revolución Francesa, el mundo había cambiado en forma tan radical, que
ninguna institución del orden social derrumbado podría ser reincorporada
simplemente dentro de la nueva estructura. Los monjes no alimentaban
ilusiones vagas a este particular. El humilde lugar que los cistercienses
consiguieron asegurarse en las condiciones cambiantes, contrastaba mucho con
la posición privilegiada que la Orden había gozado antes; pero la pérdida de
la pompa externa no dejaba de ofrecer atractivas compensaciones.
La reforma cisterciense del siglo XII
comenzó como un movimiento de renovación espiritual, pero creció
inevitablemente hasta convertirse en un factor importante en la vida
económica y aun política de la Europa del Medioevo y comienzos de la Edad
Moderna. Luego, la violenta tormenta que azotó al continente por más de
veinte años acabó con la cubierta protectora de las abadías medievales. El
monje que surgió de las ruinas ya no era un ser privilegiado, reverenciado y
seguro de sí mismo por pertenecer a una gran Orden; era sencillamente un
pobre hombre a la búsqueda de Dios, rodeado por
una sociedad que perseguía metas muy diferentes.
La Orden Cisterciense del siglo XIX no
podía gozar ya de un papel prominente en la nueva sociedad o en su vida
económica o política. Mientras que, aun la más insignificante investigación
sobre la civilización medieval debe dedicar algunas páginas al monacato, el
lector de un libro voluminoso de historia contemporánea buscaría en vano una
referencia a los monjes, que repudiados por los arquitectos del nuevo orden,
fueron obligados a retornar a su misión original, ofreciendo asistencia a
unos pocos elegidos y tratando de alcanzar la perfección cristiana en medio
de un mundo no cristiano.
Pero, no fue sólo la Orden como
organización la que tuvo que enfrentarse al desafío del medio ambiente poco
propicio. La vocación religiosa como materia de elección individual quedó
también expuesta al ataque. Los votos de pobreza, castidad y obediencia
constituían un abierto desafío a los nuevos ideales de libertad absoluta y
de búsqueda incansable de riqueza y placer. La vida monástica era altamente
deseable en el Antiguo Régimen y, por consiguiente, las vocaciones se
estimulaban y ocasionalmente se forzaban por parte de los padres u otros
factores externos. El deseo de ser monje no era común en la atmósfera
materialista del siglo XIX y por tanto, la realización de tal deseo exigía
una cuidadosa reflexión y una voluntad firme para vencer obstáculos
formidables. Por tales razones, la superpoblación de las viejas abadías
incluía muchas veces un buen número de elementos inadaptados, y que causaban
problemas disciplinares crónicos. En cambio, el nuevo monje era en verdad un
voluntario, probado a causa de su idealismo. Su presencia en la comunidad
elevaba la observancia monástica a un nivel ejemplar. De esta forma,
mientras los cistercienses habían perdido su riqueza, posición prestigiosa y
florecimiento numérico, lograron asegurarse el éxito de una regeneración
puramente interior.
Tampoco fue el clima de comienzos de
ese siglo totalmente hostil a la renovación monástica. La desilusión por el
fracaso de la Ilustración dio origen al romanticismo, desplazando a
la razón y otorgando un papel más importante al corazón humano. El
romanticismo fue primitivamente un movimiento literario y artístico,
inspirado en un retorno al pasado, en especial al período formativo de las
grandes naciones europeas, el Medioevo. El estudio de esa época condujo
inevitablemente a una mejor inteligencia del cristianismo, comprendiendo el
verdadero mérito de los monjes, los primeros maestros de los jóvenes
bárbaros. La difusión del interés por todo lo antiguo, la resurrección de la
arquitectura gótica, la moda de las novelas históricas y la reincorporación
del canto gregoriano a la liturgia, fueron todos resultados favorables de la
nueva tendencia. También fue la época en que las «románticas» ruinas de los
claustros olvidados provocaban la curiosidad de un número de errabundos
caminantes por los bosques europeos, e inspiraba a poetas y pintores, todos
intrigados por el temperamento misterioso que una vez animó los enjambres de
encapuchados habitantes. Es difícil evaluar hasta qué punto este interés
renovado por el monaquismo pueda estar relacionado con el éxito del
renacimiento de La Trapa. Sin embargo, es innegable que la comprensiva
actitud de la nueva generación de intelectuales, facilitó considerablemente
las primeras etapas de la reconstrucción cisterciense.
Cuando se hizo evidente que todo estaba
perdido en Francia, el único esfuerzo organizado por salvar un núcleo
cisterciense viable para el futuro salió de La Trapa. Fue un grupo de monjes
generosos y rígidamente controlados que, después de un cuarto de siglo de
tentativas, volvieron a su patria y comenzaron a propagar la Orden con un
éxito poco común. El hecho de que todos fueran seguidores entusiastas del
abad Rancé, el gran reformador de La Trapa, tuvo una importancia capital y
decisiva en la historia futura de la Orden. Antes de la Revolución, la
observancia particular de La Trapa estaba restringida a unas pocas
comunidades. Después de 1815, la influencia de Rancé se convirtió en fuerza
dominante del renacimiento cisterciense en todas partes de Francia y
doquiera que el vigor de la expansión empujara a los Trapenses, nombre
popular que en esos países se convirtió en sinónimo de «cistercienses».
Las circunstancias extraordinarias
exigen personalidades a la altura de las mismas. El último maestro de
novicios de La Trapa, Agustín de Lestrange (1754-1827), constituyó uno de
esos caracteres extraordinarios. Actuando con la autorización de último
momento, del Abad General Trouvé y de Luis María Rocourt, abad de Claraval,
padre inmediato de La Trapa, Lestrange reunió alrededor de veintiún monjes
de su comunidad y huyó a Suiza. Las autoridades del cantón de Friburgo les
brindaron hospitalidad y les concedieron La Valsainte, una cartuja
abandonada, donde el 1 de junio de 1791 comenzó a desarrollarse uno de los
capítulos más notables de la vida cisterciense.
En su deseo ardiente de ofrecer
sacrificios en reparación por los crímenes del terror revolucionario, los
monjes, guiados por el autoritario Lestrange, rivalizaban unos con otros en
introducir mortificaciones cada vez mayores, hasta que llegaron a los
límites de la resistencia humana. En La Valsainte se desconocía cualquier
medio de calefacción. Los monjes dormían sobre el suelo desnudo, usando
únicamente una almohada rellena con paja y una sola manta. Su dieta se
limitaba a pan, agua y legumbres hervidas. Estos nuevos atletas de la
mortificación dormían únicamente unas seis o siete horas, ocupaban 5 o 6 en
arduo trabajo manual y dedicaban el resto del tiempo a la oración, que en
las grandes festividades podía llegar a durar hasta doce horas. En 1794, se
hizo un intento de introducir la laus perennis, es decir, el servicio
divino ininterrumpido en la iglesia.
Lestrange estaba deseoso de regular la
vida diaria de los monjes hasta el menor detalle. Sólo podía hacerse aquello
que figurara en la regla, o fuera autorizado por el superior. Los
reglamentos fueron aumentando hasta constituir un libro de gran tamaño
debidamente publicado en Friburgo en 1794. Animadas por el deseo ardiente de
crear para los monjes una vida de penuria, esas prescripciones tan
elaboradas iban mucho más allá de la Regla de San Benito, de los primeros
estatutos de Cister y aun sobrepasaban en severidad al código de Rancé para
los monjes de La Trapa. Aunque parezca extraño, el ascetismo sin precedentes
de La Valsainte no fue ningún obstáculo para acobardar vocaciones. El número
de monjes comenzó a crecer, y Pío VI autorizó a la comunidad a elegir un
abad, hecho que tuvo lugar en 1794. La elección recayó, naturalmente, en
Agustín de Lestrange, que continuó con vigor renovado un programa de
expansión, que se vio obligado a frenar porque el Senado de Friburgo había
limitado la población de La Valsainte a veinticuatro miembros.
El lema del Abad Lestrange fue «la
santa voluntad de Dios», y estuvo fuertemente inclinado a suponer que todo
lo que se le ocurría era, en verdad, voluntad
divina, y debía llevarse por consiguiente a la práctica con todo celo. Sus
incesantes esfuerzos en pro de nuevas fundaciones fueron más impulsivos que
realistas, ejecutados en la forma más heterodoxa. Enviaba a tres o cuatro
monjes por vez, sin mayor preparación preliminar, confiando en que la
Providencia cuidaría de los detalles. Algunas de esas fundaciones fueron
puramente fortuitas: en 1793, después de recibir noticias sobre las
oportunidades que brindaba Canadá, Lestrange despachó
sin pérdida de tiempo a dos monjes y un hermano lego, entre ellos el Padre
Eugenio de Laprade. Pero Inglaterra estaba en
guerra con Francia y los tres hombres se encontraron varados en Amsterdam.
Mientras esperaban una oportunidad, el obispo de
Amberes los animó para que se establecieran en su diócesis, en una granja
cerca de Westmalle. Lestrange accedió, pero sin abandonar su proyecto
canadiense. En 1794, otro grupo de tres dejó La Valsainte para cruzar el
Atlántico. Fueron más afortunados que sus antecesores, pero no pudieron ir
más lejos de Inglaterra, donde recibieron un ofrecimiento de tierra para un
establecimiento permanente en Lulworth en Dorsetshire. Esto también fue
aceptado, aunque por ese entonces Westmalle ya no existía. El avance del
ejército francés había obligado a la colonia de Laprade a trasladarse a
Westfalia, donde en 1795 encontraron un hogar en Darfeld. Mientras tanto, se
hicieron otras fundaciones libradas a su suerte en Italia y España y estaban
listos los planes para Hungría y Rusia.
El infatigable Lestrange, como
auténtico producto de su época que era, deseaba probar al mundo que su
concepción del momento tenía gran utilidad social. Reunió a cierto número de
muchachos en La Valsainte y abrió una escuela para
ellos. Algunos de los maestros provenían de aquellos que, ante las
privaciones de la abadía, eran incapaces de perseverar para profesar. Otros
eran laicos piadosos unidos informalmente a La Valsainte. En 1796, Lestrange
congregó a monjas refugiadas de distintas órdenes en el cantón suizo de
Valais, y las estimuló para abrir una
institución educativa semejante para niñas. Bautizó a las dos escuelas, con
sus maestros y cuerpo supervisor, como la «Tercera Orden de La Trapa», otra
innovación revolucionaria en la historia
cisterciense.
Pero los tiempos eran muy poco
propicios para iniciar una empresa que pudiera persistir y continuar. Las
tropas victoriosas de Napoleón invadieron Suiza en 1798, y Lestrange tuvo
que comprender que La Valsainte estaba en peligro mortal. Lo más grave era
que las autoridades lo culpaban, con cierta justificación, porque la
desbordante población de la abadía incluía a un cierto número de evadidos
del alistamiento y desertores del ejército francés. Pero los porfiados
monjes no tenían intención de dispersarse, y Lestrange aceptó la invitación
del Zar Pablo 1, para buscar asilo en Rusia.
Con santo abandono, el abad
Lestrange dio órdenes de marchar a su fiel rebaño, que incluía a sus monjes,
a las monjas, y a su «Tercera Orden», que contaba con unos 60 niños y 40
niñas, en conjunto 254 personas. Todas ellas dejaron La Valsainte el 1798, y
comenzaron la famosa «odisea monástica». Durante casi dos años hicieron
funcionar una verdadera abadía sobre ruedas, una proeza logística que se
dice dejó estupefacto aun al gran Napoleón. Para reducir los problemas de
encontrar víveres y albergue, la extraña peregrinación se dirigía al este en
tres columnas. Después de una travesía azarosa de seis meses a través de
Austria y Polonia, llegaron finalmente a la Rusia Blanca, pero por entonces
Lestrange estaba muy desilusionado de la hospitalidad rusa, y había fijado
sus ojos en América. Con esa meta en su mente, el intrépido Abad se retiró
de Rusia y el 26 de julio de 1800 pudo embarcarse con todo su pintoresco
grupo en el puerto de Danzig.
La intervención de fuerzas
superiores frustraron de nuevo su esfuerzo. Una tormenta obligó a los barcos
a buscar refugio en Lübeck,
donde monjes, monjas y niños se desparramaron buscando
albergue. Por fortuna, a la victoria de Napoleón en Marengo, sucedieron
algunos años de paz relativa. Una de las primeras fundaciones, la de
Darfeld, pudo ser revitalizada sin grandes problemas; las autoridades suizas
permitieron la restauración de La Valsainte y, por último, una pequeña
colonia guiada por Urbano Guillet alcanzaba en 1803 las costas de América en
Baltimore. Más aún, la
firma de un concordato
con Pío VII cambió la actitud de Napoleón hacia los trapenses. Como
emperador recién coronado, apoyó personalmente varias fundaciones, entre
ellas una casa en los altos Alpes, en Mont-Genèvre, para servir de lugar de
descanso a los soldados heridos o enfermos de paso entre Francia e Italia.
Pero la paz tan frágil que el concordato
parecía asegurar no duró por mucho tiempo.
La ocupación francesa de los
Estados Papales (1809) y la excomunión de Napoleón que causaron el arresto y
exilio de Pío VII, expusieron a las jóvenes fundaciones trapenses a una
nueva violencia. El mismo Abad Lestrange se convirtió en un fugitivo. Fue
arrestado, pero pudo escapar y, después de un viaje lleno de aventuras a
través del Atlántico, concluyó en Nueva York. Allí adquirió, con miras a una
fundación, el terreno donde fue emplazada posteriormente la Catedral de San
Patricio. La caída de Napoleón (1814) cambió la idea de
Dom Agustín y quedó en suspenso
el plan de un establecimiento en América. Lestrange y sus monjes volvieron a
Europa con la firme determinación de retornar a Francia y restaurar La
Trapa.
Ninguna de las muchas fundaciones
realizadas durante los años de exilio persistió (aunque Westmalle fue
restaurada en 1814), pero el retorno de los trapenses a Francia en 1815
significó el comienzo de una expansión realmente notable, gracias a la
afluencia de un gran número de vocaciones. Al restablecimiento de La Trapa
por Lestrange siguieron en rápida sucesión Port-du-Salut, Aiguebelle,
Bellefontaine, Bellevaux y Melleray. Esta última fue restaurada por Antonio
Saulnier de Beauregard, abad de Lulworth, cuya comunidad se vio obligada a
emigrar de Inglaterra en 1817 por una serie de razones, una de las cuales
fue la inflexible de Lestrange de permitir que sus monjes rezaran por el rey
«hereje» Jorge III. Los
monjes franceses de Darfeld volvieron a ocupar la antigua abadía
cisterciense en
Notre-Dame-du-Gard en 1816, mientras que los miembros alemanes que quedaban
abandonaron Darfeld y se mudaron en 1835 a Clenberg, en Alsacia. La visita
regular a las casas francesas hecha por el Abad Saulnier en 1825 reveló que,
en el plazo de una década, los prolíficos trapenses se habían arreglado para
fundar o dar nueva vida a once casas para monjes y cinco para monjas, al
mismo tiempo que mantenían dos establecimientos para la «Tercera Orden», uno
para la educación de varones y otro para mujeres. La más poblada era
Melleray, con ciento setenta y cinco miembros profesos, seguida por
Port-du-Salut, Aiguebelle y Notre-Dame-du-Gard, cada una con cerca de
ochenta monjes. Sin embargo, en cada casa, la mayoría estaba constituida por
hermanos legos, ocupados en trabajos de agricultura a gran escala.
La expansión trapense continuó
durante todo el resto del siglo XIX, no sólo en Francia, sino en el resto de
Europa, lo mismo que allende el Océano. En 1855, los monjes poblaban
veintitrés abadías, incluyendo cuatro casas
en Bélgica, dos
en los Estados Unidos, una
en Irlanda, una
en Inglaterra y una
en Argelia. Por
ese mismo tiempo, las casas
afiliadas de monjas habían
aumentado a ocho. Hacia
fines de siglo
(1894) ese
número, ya
de por sí
importante, se había
duplicado y aún
más, agregándose
a los
países habitados por los trapenses Alemania,
Italia, Austria, Hungría, Holanda,
España, Canadá,
Australia, Siria, Jordania, Sud
África y China; cincuenta
y seis monasterios en
conjunto, que albergaban
un total de tres
mil monjes, seiscientos
de ellos
sacerdotes.
El éxito
de la fundación
americana permaneció dudoso
por mucho tiempo. En
1814, se abandonaron los
intentos por lograr una
instalación permanente,
cuando todos los monjes
menos uno volvieron
a Europa. El único monje
francés que quedó, el
Padre Vicente’ de Paul Merle,
lo hizo por
un accidente fortuito.
Mientras estaba comprando
víveres en el puerto
canadiense de Halifax su
barco partió, dejándole
en tierra. Vivió como
misionero entre los
indios por una década, hasta que,
en 1825,
con la ayuda de
un grupo
reducido proveniente de
Bellefontaine, estableció el Pequeño
Claraval en Nueva Escocia.
Durante muchos años, los
monjes lucharon por
sobrevivir, y finalmente,
después de dos desastrosos
incendios, encontraron un nuevo hogar
cerca del pueblo
de Lonsdale, en el
estado de Rhode Island,
Estados Unidos, donde en
1900 construyeron el monasterio
de Our Lady of the Valley.
Es esta misma comunidad,
la que después
de otro incendio en
1950 se trasladó
a Spencer,
Massachusetts, donde
establecieron Saint Joseph’s
Abbey.
Entre todas
las tentativas
trapenses en los Estados Unidos,
tuvieron éxito
Gethsemaní, en Kentucky,
y Nueva
Melleray, en
Iowa. La primera fue
fundada en
1848 por monjes
de la abadía
francesa de Melleray; la
segunda, unos meses más tarde,
fue poblada por Mount
Melleray de Irlanda. Ambas casas americanas
experimentaron dificultades
crónicas por razones financieras, al mismo
tiempo que por falta de vocaciones
locales. La Guerra Civil
creó problemas
adicionales, en particular a
Gethsemaní, pero ambas
casas alcanzaron pronto
el rango de
abadía, y
continuaron defendiéndose hasta
fin de
siglo.
Mientras los
líderes trapenses podrían
sentirse confortados y estimulados por
el alto
nivel moral
alcanzado, el aprecio popular y
vigoroso crecimiento de
la Orden, varios
problemas quedaban sin
resolver, creando dificultades
constantes, que por momentos
llegaron a ser muy
serias. Una de ellas fue la
cuestión de las
observancias.
Pronto se hizo evidente para
muchos refugiados trapenses, que las normas de Lestrange tal como se
practicaban en La Valsainte, iban más allá de la capacidad normal de
resistencia humana y eran incompatibles con las genuinas tradiciones
cistercienses. La oposición se
alineó alrededor de Eugenio de Laprade (1764-1816), quien silenciosamente
abandonó en Darfeld las reglas de Lestrange y, contando con la aprobación
papal, volvió a los reglamentos de Rancé, escritos para La Trapa. La
división se acentuó posteriormente, cuando después de 1815 ambos abades se
mostraron muy activos en la restauración de los monasterios franceses y
representaban puntos de vista antagónicos en materia de disciplina. Esto dio
por resultado que, en 1825, seis de las once abadías francesas todavía se
mantenían fieles a Lestrange y La Valsainte, mientras que las otras cinco
habían vuelto a las reglamentaciones de Rancé. El abad Lestrange, que por
entonces controlada La Trapa, estaba amargamente resentido por lo que
significa un desafío a su autoridad, pero era incapaz de obtener la tan
deseada aprobación papal para su extremadamente severo código monástico.
Cuando murió Lestrange en 1827, la
Congregación Romana de Obispos y Regulares nombró al abad Saulnier de
Melleray como «superior y visitador general» de todas las abadías trapenses
de Francia, con la esperanza de que, bajo el nuevo
liderazgo, pudiera efectuarse la unión de las dos observancias trapenses. No
obstante, esto no fue posible antes de 1834, cuando un decreto promulgado
por la misma autoridad unía a todas las abadías francesas en una
Congregación (Congregatio Monachorum Cisterciensium Beatae Mariae de
Trappa) y les impuso la «Regla de San
Benito y las constituciones del
Abad Rancé».
Sin embargo, el documento no pudo
eliminar la tensión entre ambos grupos. Por lo tanto, Pío IX anuló en 1847
el decreto de 1834, y aceptó la formación de dos
congregaciones trapenses autónomas, cada una regida por códigos
disciplinares diferentes. Dado que no se consideraba un retorno a las
observancias de La Valsainte, las abadías primeramente bajo la autoridad de
Lestrange constituyeron la «Nueva Reforma», y, dirigidas por el Abad de la
Gran Trapa, juraron lealtad a la Carta de Caridad y a los usos
primitivos de Cister. El otro grupo de abades, que una vez siguieron a
Laprade, continuaron fieles a las reglamentaciones de
Rancé, aceptaron el liderazgo de Sept-Fons y se auto denominaron la «Antigua
Reforma». En 1864, estos últimos contaban ocho abadías con cuatrocientos
ochenta y tres monjes; la «Nueva Reforma» contaba por
ese mismo año con quince abadías con un conjunto de
mil doscientos veintinueve profesos.
La cuestión de las observancias se
complicó aún más a causa de problemas estrechamente vinculados entre sí e
igualmente espinosos: el gobierno central efectivo y las relaciones legales
con las comunidades de la antigua Común Observancia, que habían sobrevivido
y se multiplicaban de forma sostenida.
Para mayor seguridad, el abad
Lestrange gobernó a sus monjes con mano de hierro y rechazó someterse tanto
al Vicario general de la Congregación de Alemania Superior, que todavía
funcionaba, como al Procurador general en Roma, que había asumido las
funciones del Abad general después de la disolución de Cister. Pero una
nueva situación se creó en 1814, cuando Pío VII retornó a la Ciudad Eterna
y, con su ayuda, volvieron a la vida algunas abadías
cistercienses diseminadas en toda Italia. No
parecía oportuno la creación de un «Abad general», pero la Santa Sede otorgó
el título de «Presidente general» al Abad de Santa
Croce, que fue considerado cabeza titular de la
Orden, incluyendo a los trapenses y a la Común Observancia.
La intención de la Santa Sede
quedó expresada con toda claridad, porque al Presidente general se le
otorgaba el derecho de confirmar las elecciones abaciales dentro de toda la
Orden, «de tal forma que su unidad e integridad quedaran intactas para
siempre». Por desgracia, no se especificaron sus demás funciones en la
Orden, una omisión que dio lugar a muchos malentendidos en materia de
jurisdicción. En 1827, el Abad Saulnier fue nombrado directamente visitador
trapense en Francia por la Congregación de Obispos y Regulares, e interpretó
puntualmente ese nombramiento como el reconocimiento de su independencia;
más aún, esperaba que «la Reforma de La Trapa estaría separada por completo
de la Orden de Cister». La ambigüedad de esta relación persistió, y el
decreto de unión de los trapenses en 1834 repetía simplemente que «la
confirmación de cada abad constituía el derecho y el deber del Moderador
General de la Orden cisterciense».
El mismo principio fue reiterado en 1836, cuando las
abadías trapenses de Bélgica formaron su propia congregación. Por otro lado,
el decreto de 1834 otorgaba autoridad absoluta al Vicario general trapense
para gobernar su congregación, y autorizaba a los abades a convocar
capítulos anuales. Además, después de 1838, los trapenses mantuvieron a su
propio Procurador general en Roma y gozaban también de la distinción de
tener un Cardenal protector propio.
La separación de 1847, aumentó
simplemente las complejidades legales. De nuevo había no sólo dos
observancias, con netas diferencias entre sí, más cuatro grupos autónomos de
abadías alineables en las «Nueva» y «Vieja» reformas, la Congregación belga
bajo Westmalle, y Casamari, una fundación trapense del siglo XVIII en
Italia, que no tenía filiación clara con ninguna de las tres organizaciones.
Mientras la Común Observancia,
desorganizada y condescendiente, no estuvo en condiciones de oponerse a la
virtual independencia de los trapenses, la maraña legal, confusa como era,
no creaba problemas urgentes. Pero la necesidad de una solución definitiva
se hizo patente de forma bien notoria en 1869. En ese año, Teobaldo Cesari,
abad de San Bernardo en Roma y Presidente General, consiguió convocar el
primer Capítulo General desde 1786, para el cual fueron invitados únicamente
los abades de la Común Observancia. Aun más perturbador fue el hecho de que
el mismo Capítulo General decidió elegir un Abad General, pero de nuevo,
sólo monjes de la Común Observancia eran elegibles para este puesto, que
implicaba también jurisdicción sobre los trapenses.
Otro acontecimiento que creó
malestar dentro de la Orden fue la apertura del Concilio Vaticano I en
1869. De acuerdo con los
reglamentos referentes a la participación de institutos
religiosos, se establecía que los jefes de congregaciones
independientes debían ser invitados a ocupar un lugar en el Concilio. Esta
disposición autorizaba al recién elegido Cesari como Abad general
cisterciense, pero desautorizaba
a los vicarios de las congregaciones trapenses, los
dirigentes de la rama más numerosa de la Orden. La intervención personal de
Pío IX, en el último momento, dispuso dos lugares para los Vicarios de la
«Nueva» y «Antigua» congregaciones trapenses.
Estas desagradables experiencias
convencieron a los abades trapenses de mayor influencia, de que, a menos que
se resignaran a un papel subordinado en la Orden, deberían zanjar su
división interna y esforzarse por formar una organización completamente
independiente.
Durante la década del 70, varios
capítulos trapenses se ocuparon de esos temas.
En 1876, el capítulo reunido en Sept-Fons decidió pedir
al Papa el nombramiento de un abad general trapense. La sesión de 1877
trabajó acerca de la proyectada unión de las congregaciones
trapenses. En 1878, el plan estaba más adelantado y se
hacían preparativos para convocar una asamblea general para todas las
congregaciones trapenses en 1879, con miras a la elección de un superior
general independiente.
Aunque el abad
Timoteo Gruyer de La Trapa
expresó serios reparos acerca de la oportunidad de
una unión que implicaría uniformidad en las observancias, a fines de 1878,
fue sometido el proyecto a la Congregación de Obispos y Regulares para su
aprobación final. El examen de la petición fue tarea del consultor de la
Congregación, el dominico Raimundo
Bianchi. Su detallado análisis
señalaba los muchos inconvenientes que acarrearía un cisma definitivo e
irreversible dentro de la Orden cisterciense,
por lo cual la Congregación rechazó el plan. No
obstante, Bianchi admitió que un
punto de la propuesta trapense merecía considerarse con toda atención: la
unificación de las cuatro diferentes congregaciones bajo un mismo vicario
general y con un representante en Roma, quienes reconocerían al Abad General
como cabeza de toda la Orden. Esta organización
unificada, concluía Bianchi, no excluía la
posibilidad de conservar ambas observancias básicas, para que se las
practicara del mismo modo que antes de la unión. En resumen, el informe
sostenía que, mientras era deseable la unión
trapense, no debía forzarse una uniformidad en las observancias, y debía
evitarse un cisma dentro de la Orden cisterciense.
Analizando en forma retrospectiva
es difícil negar el buen criterio del informe
Bianchi, pero los dirigentes trapenses de la
época, especialmente los de la Congregación de Sept-Fons estaban
contrariados. La presión en pro de los mismos objetivos continuó bajo el
liderazgo de Sebastián Wyart (1839-1904), un ex-oficial del ejército papal y
héroe condecorado de la guerra franco-prusiana. Entró en los trapenses como
vocación tardía, fue ordenado sacerdote en 1877, pero se le permitió que
continuara sus estudios hasta que obtuvo el título de doctor en teología. A
su erudición excepcional y firmeza de carácter se añadían sus valiosas
conexiones en Roma: tanto Pío IX como León XIII le profesaban una alta
estima personal. Cuando, en 1887, Wyart fue elegido abad de Sept-Fons,
convirtiéndose de este modo en vicario de la «Antigua Reforma», se reabría
la puerta para la independencia trapense.
Después de informarse de cerca de
los problemas, León XIII convocó un capítulo extraordinario, que debía
reunirse en Roma en octubre de 1892, con la participación de representantes
de las cuatro congregaciones trapenses, incluyendo
hasta a Casamari. Esta asamblea tenía un triple
propósito: la fusión de las congregaciones; la elección de un superior
general, y el acuerdo acerca de las observancias comunes. Aunque los tres
representantes de Casamari habían decidido mantener su
independencia y guardar las distancias, hubo casi unanimidad
al tratar el primer tema; y los trapenses unidos asumieron pronto una nueva
denominación: «Orden de los Cistercienses
Reformados de Nuestra Señora de La Trapa». Tampoco hubo
disensiones significativas en cuanto a la necesidad
de tener un superior general, aunque hizo reflexionar la posible relación de
un tal superior con el Abad General de la Común Observancia.
Sin embargo, pronto se decidió que una simple congregación autónoma no era
suficiente, y la independencia total exigía un Abad
general independiente. En la elección, que se realizó pocos días después,
Wyart recibió veintiocho votos, sobre un total de cincuenta y uno
escrutados.
Pero, sobre la cuestión de las
observancias, las opiniones estaban, como siempre, divididas. En principio,
la adhesión a la Regla de San Benito
recibió amplio apoyo, pero quedaba abierta la puerta
para introducir modificaciones a ciertos detalles de la jornada. Durante los
infructuosos debates sobre los méritos relativos a los horaria de San
Benito y de Rancé, la atmósfera
se volvió tan densa que Wyart, para evitar una votación fatalmente
divisoria, propuso que ese tema fuera remitido al arbitraje de la Santa
Sede. La moción fue aceptada de mala gana, pero la Congregación declinó el
desafío, aconsejando simplemente al Capítulo general que difiriera la
decisión para una fecha posterior, cuando se pudiera considerar una solución
de compromiso cuidadosamente estudiada. A despecho de tales contrariedades,
el capítulo todavía podría estar satisfecho de haber establecido una rama
totalmente independiente de la familia cisterciense,
lo cual recibió la aprobación solemne de León
XIII por medio de un Breve el 17 de marzo de 1893.
Sobre la base de un trabajo
preparatorio realizado por un comité, el Capítulo
general de 1893, reunido en Sept-Fons, resumió el debate sobre el
horarium en disputa. El punto neurálgico de
la disensión se
relacionaba con el horario, número y calidad de las comidas monásticas.
Aunque la solución dada por la Regla tenía una ligera
mayoría, la forma habilidosa con que Wyart manejó a la exhausta asamblea
terminó por asegurar la prevalencia de las regulaciones de Rancé. La nueva
constitución, dando preeminencia a los principios básicos de la Carta de
Caridad y las primitivas costumbres
cistercienses, según la
interpretación de Rancé, pudo ser publicada en 1894.
Antes de finalizar el siglo, una
importante donación hizo posible que los trapenses adquirieran las ruinas de
Cister (1898) e infundieran nueva vida a la antigua abadía. El mismo Wyart
asumió el título abacial.
El cambio simbolizaba la sinceridad de la nueva
organización en su esfuerzo por retornar a las genuinas tradiciones
cistercienses. Este logro tan
notable fue solemnemente reconocido en 1902, cuando, en una nueva
constitución apostólica, omitió el Papa el nombre de La Trapa y llamó a la
rama del viejo árbol «Orden de los cistercienses
reformados, o de la Estricta Observancia»,
auténticos herederos de todos los derechos y privilegios
cistercienses.
Si bien es cierto que el
crecimiento numérico sostenido, la expansión territorial y la unión real de
las casas trapenses eran signos inequívocos de un vigor interior, la vida
diaria de algunas comunidades presentaba problemas económicos gravosos
durante toda la centuria.
Aunque los monjes y muchos de los
conversos de las fundaciones nuevas o resurgidas volvieran al tipo de vida
agrícola, tradicionalmente cisterciense,
el modesto campo de acción de sus operaciones era
insuficiente para proveer los fondos requeridos para la expansión física y
aún para que sus familias monásticas vivieran sin sobresaltos. A comienzo de
siglo, era frecuente que los monjes se vieran obligados a mendigar de puerta
en puerta. Ya en 1835, el capítulo reunido en La Trapa, aunque todavía
toleraba tales prácticas, admitía que «pedir por caridad era completamente
ajeno a la mentalidad de nuestros padres». En 1839, se decidió que no podían
hacerse colectas abiertamente, a la vista del público, sino por intermedio
de amigos laicos de confianza. El mismo enfoque fue aprobado por el capítulo
de 1847. Entretanto, los capítulos recomendaban encarecidamente a los abades
que sólo admitieran el número de monjes que podían sustentar. Se permitían
nuevas fundaciones sólo si se probaba que contaban con fondos suficientes
para respaldarlas.
Para aliviar la constante presión
económica, se autorizó a las comunidades a recibir donaciones de los futuros
novicios, incluyendo pensiones o anualidades prometidas por parientes
pudientes. La falta de mano de obra en las granjas y talleres monásticos
justificó que se aceptara la ayuda libre de laicos piadosos, aunque se dejó
de lado la idea de establecer para ellos una «tercera orden». Con todo,
continuaron siendo empleados ayudantes laicos, como «oblatos», en alguna
abadía. Hasta 1850 se alquilaban frecuentemente habitaciones o departamentos
en las abadías a individuos con los cuales los monjes sostenían relaciones
amistosas; sin embargo después de esa fecha se prohibieron estancias de
«huéspedes» por más de dos meses. Los estipendios de las mismas constituían
una fuente de ingresos firme y substancial, aunque el número relativamente
reducido de sacerdotes limitaba tales servicios. En ciertas ocasiones, misas
a largo plazo producían grandes sumas; por ejemplo, en 1871 Chambarand
aceptó 25.000 francos por misas a que debían rezarse diariamente durante 100
años a intención del donante.
Dado que la agricultura era
frecuentemente poco lucrativa, algunas abadías comenzaron a vender productos
alimenticios u otros artículos de la industria doméstica. Se fabricaron
cerveza, vino y bebidas alcohólicas, aunque no se vendieron en locales
monásticos. La propaganda a nivel nacional de un licor vendido por
Grace-Dieu bajo el nombre de «Trappistine»
originó tales complicaciones que el capítulo reunido en
Sept-Fons en 1863 prohibió ese y todas las formas similares de promoción. La
horticultura y fruticultura estaban igualmente difundidas. La fabricación de
queso ayudó a casi una docena de abadías francesas; la calidad del queso de
Port-du-Salut les valió a los monjes fama universal. Westmalle, como otras
abadías, tenían imprentas bien equipadas donde se publicaban todos los
libros litúrgicos cistercienses.
Generalmente, se consideró
incompatible con la vocación contemplativa el sostener instituciones
educacionales o de asilo, lo mismo que ejercer el ministerio pastoral, pero
circunstancias locales hicieron que se asumieran con frecuencia tales
responsabilidades. De esta suerte, las instituciones de la «Tercera Orden»
iniciada por el Abad Lestrange, continuaron funcionando hasta mitad de
siglo. La abadía de Notre-Dame
des Neiges
tuvo, por poco tiempo, un hospital para epilépticos
(1870-71). En 1872, el Abad du Désert
recibió autorización para abrir un orfanato. En 1876,
se permitió a la floreciente Mariastern, en Bosnia,
que aceptara una suma considerable para una
fundación en Austria, con la obligación a perpetuidad de educar doce
huérfanos. Aunque esta fundación nunca se materializó, durante unos veinte
años la propia Mariastern cuidó de ciento treinta y dos niños.
Mount Melleray y Gethsemaní
tuvieron escuelas primarias. La Trapa educó oblatillos, y hasta contó con
dos parroquias atendidas por monjes. En Sudáfrica, Mariannhill diversificó
su actividad asumiendo tareas misionales entre los nativos.
El trabajo intelectual,
desaprobado por Rancé, no fue alentado durante todo el siglo XIX. Muchos
monjes trapenses reconocidos por su erudición se unieron a la Orden después
de haber completado su carrera universitaria. Los ideales ascéticos de las
comunidades trapenses no daban ningún énfasis especial al sacerdocio y, en
realidad, los sacerdotes constituían sólo una minoría en el total de
miembros. Los sacerdotes que eran ordenados como trapenses recibían
únicamente instrucción privada en sus propias abadías con éxito diverso. El
Capítulo de 1861, reunido en La Trapa, discutió el problema de la
instrucción inadecuada para el sacerdocio que evidentemente había
desencadenado críticas adversas. Los padres se quejaban de que tenían muy
pocos sacerdotes con instrucción suficiente, que pudieran ser confesores,
directores espirituales o superiores. En consecuencia proponían que se
establecieran seminarios en La Gran Trapa y Aiguebelle, aunque a las casas
que tuvieran por lo menos «un profesor capaz» se les permitía educar a sus
propios sacerdotes.
Otra fuente de problemas fue un
legado de la espiritualidad de Rancé: considerar a los monjes en primer
lugar como «penitentes». La idea imperante de que las abadías trapenses eran
«refugio de pecadores» dificultaba la selección de los novicios. El capítulo
de 1843 se vio obligado a tomar una posición contraria a esas creencias
populares, e insistía en el examen cuidadoso de las vocaciones antes de su
admisión. Por la misma razón, se convirtió en práctica general la
prolongación del año de prueba. El capítulo de Sept-Fons fue más lejos aún,
en 1847, sugiriendo que la duración del noviciado «se extendiera dos años o
más» en casos de necesidad. La actitud cauta del capítulo de 1835 sobre la
comunión frecuente de los novicios, y también frente al hecho de que a los
sacerdotes novicios no se les permitiera decir misa, fue considerada
posteriormente como reliquia anacrónica del rigor del siglo XVII.
La fama de la piedad y ascetismo
de las abadías trapenses se mantuvo bien alta durante
todo el siglo XIX. Una vida contemplativa estrictamente apartada y protegida
de compromisos políticos de dudoso valor; aunque de ninguna forma quedaron
inmunes de los ataques anticlericales. Cuando, en 1832, Melleray fue
injustamente acusada de simpatizar con el levantamiento
legitimista acaudillado por el
Duque de Berry, los
monjes fueron dispersados durante varios años. Sin embargo, la calamidad se
transformó en bendición. En 1832, miembros de la
comunidad original de Lulworth establecieron en Irlanda Mount
Melleray, y el mismo grupo volvió a Inglaterra,
fundando en 1835 Mount Saint Bernard.
La Kulturkampf
de Bismark en la década de 1870 hizo peligrar las dos
fundaciones trapenses en Alemania y, por lo menos
temporalmente (1875-1887), los monjes de Mariawald tuvieron que buscar
refugio en Holanda. En 1880, una campaña anticlerical amenazó en Francia la
existencia de varias abadías y produjo una interrupción de la vida religiosa
en Sept-Fons por ocho años. Estas penosas experiencias sirvieron como
poderoso incentivo para acelerar el programa de fundaciones en países donde
el futuro del monacato parecía ser más seguro.
Debido quizás a razones de
inestabilidad política y a la vinculación superficial que
unía a los trapenses con el Presidente General en Roma, un
decreto de 1834 ponía a todas las casas francesas bajo jurisdicción
episcopal y, en 1837, Gregorio XVI calificaba los votos hechos en las mismas
comunidades como «simples» en lugar de «solemnes». Los monjes, ofendidos,
consiguieron no obstante restaurar sus privilegios: en 1868, se volvieron a
introducir los votos solemnes, mientras que, en 1892, se reconoció la
exención completa.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
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