Historia institucional cisterciense
La restauración del siglo XIX: la Común Observancia
Los regímenes conservadores que
volvieron al poder después de 1815 no eran contrarios a la religión. En
algunos países, la cooperación voluntaria con la Iglesia se acercó a una
nueva alianza entre «trono y altar». A pesar de esto, las órdenes
monásticas no gozaron de la cordialidad oficial. Era todavía evidente la
aversión de los ilustrados hacia las «inútiles» abadías; tampoco se podía
permitir la reorganización de las comunidades disueltas sin poner en
peligro los bienes de los nuevos dueños de las propiedades monásticas
confiscadas; y por último, en una tensa atmósfera de nacionalismo, recaía
la sospecha de deslealtad o antipatriotismo sobre las órdenes religiosas
que tenía conexiones internacionales o superiores extranjeros. Estas
fueron sólo algunas de las razones por las cuales las abadías
cistercienses que sobrevivían
en Europa Central fueran incapaces de lanzar una campaña vigorosa de
renovación y se vieron condenadas a subsistir durante décadas enteras en
absoluto aislamiento.
Los Estados Papales fueron el
único país donde no pudieron prevalecer esas condiciones. En realidad, los
primeros pasos para la restauración, no sólo de monasterios individuales,
sino también de la Orden Cisterciense
como organización, se dieron en Roma, bajo los
auspicios papales. El papa Pío VII restableció Casamari en 1814, siguiendo
el mismo camino en 1817 dos antiguas abadías romanas: Santa
Croce in
Gerusalemme y la que fuera casa fuliense de San
Bernardo alle Terme.
Pronto, unos pocos monasterios sirvieron nuevamente, y los representantes de
seis casas pudieron reunir un capítulo en 1820. Tomaron el nombre de
«Congregación Italiana de san Bernardo», adoptaron la constitución de la
desaparecida Congregación de Lombardía y Toscana,
convocaron capítulos congregacionales cada cinco
años y eligieron un «Presidente general», por el término también de cinco
años.
Debe darse un significado
particular a la iniciativa italiana, porque la Santa Sede consideraba al
«Presidente general» de la Congregación heredero legítimo del Abad General
de Cister. El primero en ostentar este título fue
Raimundo Giovannini, al
que sucedieron Sixto Benigni
y José Fontana.
Todos ellos ejercieron el derecho de confirmar
elecciones abaciales, aun entre los trapenses, e hicieron repetidos, aunque
infructuosos intentos, para establecer relaciones más
amistosas con las abadías cistercienses
fuera de Italia. El más notable de estos esfuerzos fue
el acercamiento de Fontana
a la Congregación Suiza en 1825, proponiendo la
reanudación de las relaciones legales entre ambas
Congregaciones. Sin embargo, los abades suizos
declinaron el ofrecimiento, temiendo represalias de su gobierno. Una campaña
anticlerical posterior, que puso fin a la vida
cisterciense en Suiza, justificó ampliamente la
precaución de los abades.
La
revolución de 1830 separó a Bélgica de Holanda, y el nuevo gobierno belga, a
diferencia del régimen anterior, mostró mucha mejor voluntad hacia la
Iglesia Católica. Los supervivientes de los
cistercienses de Lieu-Saint-Bernard sin casa ni
hogar, que permanecían organizados bajo los sucesores
del último abad legítimo, no podían volver a ocupar su abadía. En 1833,
encontraron un hogar adecuado en Bornem, que fue reconocido como sucesor de
Lieu-Saint-Bernard dos años más tarde. Al año
siguiente, se restauró allí la vida monástica del
todo.
El último monje sobreviviente de
Val-Dieu, Bernardo Klinkenberg,
readquirió las ruinas de su abadía en 1840 y, con la
ayuda de Bornem, pudo restaurar la vida comunitaria en 1844. Las dos abadías
formaron el «Vicariato de Bélgica», y aceptaron como
estatuto básico la In Suprema, promulgada
por Alejandro VII en 1666. A la cabeza de la organización figuraba el
«Vicario general», elegido por cinco años. Cada cinco años se reunían
capítulos que representaban a ambas comunidades.
Después de la restauración, los primeros novicios belgas fueron educados en
Santa Croce, en Roma, pero, de acuerdo con sus
propios estatutos, aprobados por la Santa Sede en 1846, las abadías
conservaban su independencia.
El resurgimiento de la
Común Observancia en Francia fue iniciado como un esfuerzo
personal de un piadoso sacerdote diocesano, el abbé
León Barnouin, quien, en honor de la Inmaculada
Concepción (dogma definido en 1854), restauró la vida monástica en la
antigua abadía cisterciense
de Sénanque, en la diócesis de Aviñón, en 1855.
El abbé Barnouin
recibió el nombre de María Bernardo, concluyó su noviciado en Roma, y la
nueva Congregación permaneció afiliada a la Congregación de San Bernardo en
Italia por algún tiempo. Pero la floreciente
comunidad se independizó pronto y formó la Congregación de Sénanque en 1867.
En un breve lapso, la abadía restableció otros tres monasterios abandonados,
entre ellos el famoso centro del monacato pre-benedictino francés de Lérins
(Provenza), que posteriormente se transformó en centro de toda la
Congregación. Éste fue el único grupo en la Común Observancia que retenía un
tipo de vida de carácter puramente contemplativo. Sin embargo, su disciplina
no era tan estricta como la de los trapenses, razón por la cual
frecuentemente se hace referencia a esta Congregación como la «observancia
media» (observancia media).
El grupo de abadías que se
salvaron del desastroso reinado del emperador José II podrían haber iniciado
un movimiento de restauración a una escala
verdaderamente impresionante. Quedaban ocho abadías en Austria, dos en
Bohemia, dos en la zona de Polonia ocupada por Austria y una en Hungría,
trece monasterios en total, la mayoría de los cuales muy poblados, en
posesión de sus antiguos claustros y de buena parte de sus propiedades del
siglo XVIII. La política oficial que prevalecía
en la monarquía de los Habsburgo hasta 1850, llamada Josefinismo, el triste
legado de José II, impidió que los monjes tomaran iniciativa alguna dirigida
a una reconstrucción auténtica. Esta política estaba
basada en la premisa de que la Iglesia era un departamento gubernamental
encargado de inspeccionar la moral de los ciudadanos. Las comunidades
monásticas, que el gobierno terminó por tolerar, debían probar su utilidad
ejerciendo un ministerio pastoral activo, enseñando o realizando otras obras
de caridad. Pero se abolió la exención monástica, se prohibió cualquier
contacto con el Papado o superiores extranjeros y, dado que los monjes eran
considerados como simples auxiliares en el ministerio pastoral, todas las
abadías quedaron bajo la estricta supervisión de los obispos diocesanos. El
férreo control gubernamental sobre la educación de los clérigos, tanto
regulares como seculares, aseguró una nueva generación convenientemente
adoctrinada en el espíritu del josefinismo, y capaz de llevar a cabo las
tareas sacerdotales en concordancia con tales instrucciones por tiempo
indefinido.
Es fácil prever el impacto de esta
política en la vida interna de cada comunidad, y queda bien ilustrado con el
ejemplo de Zirc, en
Hungría, una casa que dependía originariamente de Heinrichau, en Silesia.
Después de la supresión de esta última abadía en 1810,
Zirc fue independiente. En 1814,
el emperador Francisco 1 nombró al abad de Pilis
y Pásztó,
recién unidas, como nuevo abad de
Zirc. De esta forma los tres
monasterios húngaros quedaban unificados de forma permanente bajo una sola
cabeza, el abad de Zirc.
Mas, en pago por el favor imperial, los monjes debieron asumir la dirección
de dos gimnasios, anteriormente a cargo de los
jesuítas, a más de otro en
Eger, que ya estaba regido por
los monjes de Pásztó.
Tales tareas aumentaron considerablemente la carga que ya significaba
atender a casi una docena de parroquias.
Debido a que el abad disponía de
unos treinta y cinco sacerdotes, prácticamente todos los monjes capacitados
estaban empleados en trabajos pastorales o de enseñanza, quedando en la
abadía de Zirc sólo los
novicios y el personal administrativo absolutamente necesario. En tales
circunstancias, no se podían observar ni el horarium tradicional, ni los
estatutos del siglo XVIII. El oficio divino recitado en común se redujo a
las horas del día, y todas las demás observancias monásticas sufrieron una
reducción similar.
Zirc,
incapaz de establecer contacto con las altas autoridades de la Orden, cayó
bajo la jurisdicción del obispo de Veszprém.
Éste realizó visitas periódicas a la abadía y, en 1817,
les dio una serie de reglas adaptadas a las nuevas circunstancias. En 1822,
una conferencia episcopal húngara emprendió la recopilación de nuevos
Estatutos para los monjes, pero el texto nunca recibió aprobación
gubernamental y pronto cayó en el olvido. Por consiguiente, hasta la década
de 1850, la vida de los monjes estaba basada puramente en costumbres
locales, que satisfacían las necesidades sacerdotales elementales, pero
ignoraban las tradiciones monásticas.
En las otras doce abadías
austro-húngaras imperaban condiciones similares. Habían desaparecido los
conversos, pero cuatro o cinco abadías tenían cada una alrededor de
cincuenta sacerdotes, con un número adecuado de nuevas vocaciones para
asegurar su continuidad. Las cargas, sin embargo, eran pesadas. Stams, en el
Tirol, tenía a su cargo
dieciocho parroquias, y las otras no le iban a la zaga. En 1854, las trece
abadías tenían a su cargo un conjunto de ciento treinta y ocho parroquias, a
las que se sumaban otras cuarenta y cinco iglesias no parroquiales, y
capillas atendidas por los monjes. Casi todas las parroquias tenían escuela
primaria. Neukloster y
Ossegg tenían a su cargo
gimnasios, y otras cinco abadías preparaban a cierto número de profesores
para escuelas secundarias de la vecindad. Zwettl mantenía un asilo para
treinta mendigos, y otras cinco abadías sostenían instituciones similares,
aunque más pequeñas. Heiligenkreuz,
Zwettl y Lilienfeld
organizaron pensionados para niños cantores. En ese
mismo año (1854), el número total de sacerdotes en las trece comunidades era
de cuatrocientos treinta y tres. Por consiguiente, es innecesario destacar
que, después de cumplir con sus tareas externas, los monjes no tenían ni
tiempo para entregarse a sus obligaciones monásticas con celo y devoción. En
realidad, sólo en Rein,
Stams, Ossegg y las dos
casas polacas de Mogila y Szcszyrzyc se recitaba el Oficio divino completo
en comunidad. En otros lugares el oficio comunitario quedaba notablemente
reducido. En Neukloster,
los monjes sólo podían cumplir con la Pretiosa (una parte de Prima) a las 7
de la mañana.
Se necesitaba dar a los monjes una
educación apropiada, para que pudieran ocuparse intensamente en la enseñanza
y el trabajo pastoral. Durante el régimen de José II, miembros de ambos
cleros, regular y secular, se vieron forzados a concurrir a «seminarios
generales» recién organizados, para poder ser educados en el espíritu del
josefinismo. En 1790, se permitió de nuevo a las comunidades religiosas
proveer independientemente a la educación de sus miembros, siempre y cuando
tuvieran profesores con títulos expedidos por el gobierno y aceptaran el uso
de textos impuestos en forma obligatoria.
Heiligenkreuz organizó una escuela de Teología
de acuerdo con estas normas, al cual concurrían también clérigos de otras
cuatro abadías. Stams abrió una institución similar, pero los otros
monasterios enviaban a sus estudiantes de teología a los seminarios
diocesanos más cercanos. La duración del curso de estudios era de cuatro
años, aunque en el tercero se permitía a los clérigos hacer los votos
solemnes, si tenían veintiún años, edad mínima prescrita por el gobierno.
Los maestros empleados en los gimnasios, además de los estudios ya
mencionados, debían obtener el título de habilitación en una Universidad
estatal.
Por otro lado, las
reglamentaciones gubernamentales, impuestas con todo rigor, no sólo impedían
que las abadías cistercienses
establecieran relaciones legales con el Presidente
general en Roma, sino que hicieron también que la cooperación organizada
entre ellas, dentro del imperio de los Habsburgo, fuera extremadamente
difícil y aun arriesgada, porque una organización de ese tipo les podría
hacer aparecer como sospechosos a los ojos de las autoridades. El Procurador
cisterciense en Roma pudo
recoger alguna información de las condiciones imperantes en Austria,
únicamente a través de cartas informales o de noticias traídas por viajeros.
En 1846, Alberico Amatori,
el Procurador general romano, dirigió una carta al abad
de Heiligenkreuz, en la
cual le confesaba su ignorancia de la situación, hasta del número de casas
cistercienses en Austria,
y le pedía información. Urgía al abad para que explorara la posibilidad de
una cooperación más íntima con Roma, y le ponía el ejemplo de la
Congregación Belga recién organizada.
El Procurador no recibió ninguna
respuesta optimista de Heiligenkreuz,
pero las revoluciones de 1848-1849 hicieron tambalear
los fundamentos de la monarquía y dieron por resultado un cambio fundamental
en las relaciones Iglesia-Estado. La nueva constitución de 1849 reconoció la
autonomía de la Iglesia en Austria y la subsiguiente
Conferencia episcopal en Viena comenzó a aprovechar tal concesión. En 1850,
el joven emperador Francisco José abolió el placet
(consentimiento) imperial, quedando libres de este modo
las comunicaciones con Roma. Por último, el
concordato de 1855 rompió
definitivamente con el josefinismo, con lo cual el clero de Austria volvió a
ser de nuevo parte de la Iglesia universal.
En ese clima político
profundamente cambiado, surgió la posibilidad de una asamblea
abacial en 1851. La agenda
propuesta incluía: la formación de una provincia
cisterciense austríaca: la restauración de la
exención monástica; el establecimiento de relaciones con el Presidente
General en Roma; los reglamentos para la administración de escuelas y
parroquias y, por último, la reforma de la disciplina monástica.
Dado que ninguno de los abades
había pertenecido a una organización de esa índole, la iniciativa fue tomada
por algunos de ellos en forma privada.
La reacción inmediata de
los otros fue cauta
en extremo. A pesar de sus
temores de provocar la
ira episcopal, los abades
llevaron a cabo sus
asambleas de forma
casi clandestina,
en Baden,
cerca de Viena, a fines de
octubre de 1851.
Entre los
numerosos problemas,
recibió atención especial
el de
la exención, pero los tímidos
abades se limitaron a
esperar a que la Santa
Sede tomara la iniciativa
en la materia. No se
hizo nada
en los otros campos, excepto
la resolución de
encontrarse nuevamente en un
futuro cercano; el esbozo
de una constitución
provincial y el establecimiento
de relaciones directas
con Roma.
Para preparar
ese segundo
encuentro, varios abades
visitaron al Nuncio Apostólico
en Viena,
oportunidad en que
escucharon por
primera vez que todos
los problemas relativos a
las órdenes religiosas
en Austria serían decididos por
medio de una visita
apostólica. Se les informó también
de que la
iniciativa había
sido tomada en la
Conferencia episcopal de 1849,
cuando los obispos se
quejaron del decadente estado de
la disciplina monástica
en toda
la monarquia, y
pidieron la intervención de
la Santa Sede
en un asunto tan delicado.
Estas
sorprendentes noticias
redujeron en gran parte
el significado de la
asamblea programada,
aunque los abades se
reunieron en Viena a mediados de
mayo de 1852.
Inmediatamente decidieron
preparar un informe
detallado a
la Santa Sede sobre
el estado dificultoso y triste
por el que
atravesaba la Orden en Austria. En un
documento muy
franco, los
abades admitían espontáneamente
que durante el siglo
pasado «la disciplina se
había debilitado, había
disminuido la regularidad y
las virtudes monásticas
habían desaparecido
en gran parte»,
pero hacían recaer toda
la responsabilidad en la
política anti-religiosa del gobierno. La
patética representación contenía
sólo tres peticiones específicas:
el nombramiento de
un cardenal protector;
la autorización para
tener un procurador
en Roma; y
la organización de una
provincia cisterciense austríaca
bajo la autoridad del Abad
General.
El documento
fue entregado
al Nuncio en Viena,
quien, a
su debido tiempo, lo remitió a
Roma. La respuesta de
Pío IX
estaba dirigida
al Abad de
Rein. El papa
elogiaba la solicitud y
buena voluntad de
los abades para realizar una
reforma, pero todas
las decisiones finales dependían del
resultado de la
visita apostólica.
El 25 de
junio de 1852, el
Papa eligió
a Federico Cardenal
Schwarzenberg, arzobispo
de Praga, para el
cargo de Visitador. En Hungría
se otorgó la misma
autoridad al Arzobispo de
Esztergom. Sin embargo,
como sólo había una
abadía cisterciense
en dicho país,
la visita a
los cistercienses,
incluida Zirc,
fue responsabilidad de
Schwarzenberg. El
Cardenal era
un prelado
con vastos
conocimientos y
gran celo, que
cumplió su tarea con seriedad, aunque delegó la
visita efectiva de cada abadía
al obispo Agustín Hille.
Fue este último el
que llamó
a la puerta
de las abadías
cistercienses acompañado en su
viaje por Salesius Mayer,
un monje piadoso y
erudito, perteneciente a
Ossegg, en Bohemia,
que después prestó
servicios como profesor
de teología
moral y rector
de la Universidad
de Praga, y terminó su
vida (1876) como abad
de Ossegg. El
infatigable Padre
Mayer influyó
poderosamente en la naturaleza,
alcance y éxito
de la
visita a las abadías
cistercienses.
Como
preparación de la
visita, se pidió
a cada casa que presentara un
informe completo sobre todos
los
su vida monástica,
incluyendo una copia de
los reglamentos observados
en la comunidad. Cosa
característica de las
condiciones imperantes, únicamente
Ossegg pudo
mostrar sus estatutos. Todos los
otros monasterios vivían sin reglamentos valederos, siguiendo simplemente
costumbres transmitidas por
generaciones anteriores de
monjes.
La visita a
las abadías cistercienses
se llevó a cabo entre
1854 y 1855, seguida por la promulgación
de cartas constitucionales
especiales para cada
comunidad. Esos documentos
estaban basados en una
declaración de
principios formulados por
el Cardenal, pero se
adaptaban a
las condiciones
locales. Como broche de todo
el proceso, el 12 de
agosto de 1856, Schwarzenberg
envió a Roma
un informe
detallado de
la visita y
recomendaciones.
Los padres
visitadores, establecía el Cardenal, fueron recibidos en
todas partes «con los
más grandes honores y aperturas de
corazón» y
la mayoría de
los monjes mostraron «amor por
la Orden y
deseo de
progreso». Sin embargo,
«la disciplina
estricta que
hizo una vez que
la Orden de
san Bernardo se
distinguiera, y que todavia es
practicada en la Estricta Observancia
de los trapenses,
está ausente de los
conventos austríacos, y considerando
los actuales monjes y
las condiciones presentes, no
puede ser
introducida». En verdad, como
el Cardenal observaba, mientras
que la mitad,
o incluso un porcentaje mayor
de miembros vivieran
fuera de la abadía en
forma permanente, realizando
tareas pastorales o docentes,
era completamente imposible introducir
una disciplina uniforme. Hizo
todo lo
que pudo
para dar énfasis a
los elementos
esenciales de
la vida monástica,
pero sólo esperaba mejoras sustanciales después
de un notable
aumento de los miembros
de las
comunidades y una reducción
gradual de las tareas
externas. También afirmaba el
Cardenal, que el primer
paso hacia el mejoramiento sería la organización de
una provincia
cisterciense autónoma. Los detalles prácticos
de la
reforma quedarían sometidos
a un
capítulo provincial, donde conjuntamente
con la nueva constitución debía
surgir un libro básico de
Estatutos uniformes.
La asamblea tan
anunciada, y preparada con
tanto cuidado, fue
inaugurada en
Praga por el cardenal
Schwarzenberg, el
30 de mayo
de 1859. Todos los monasterios
cistercienses estuvieron
debidamente representados, y
aun los cenóbios de monjas
afiliados enviaron a sus
capellanes como
delegados; en total
concurrieron veintiocho personas. También
apareció por primera
vez el
prior de Mehrerau, en nombre
de la comunidad Suiza
de Wettingen, exiliada,
que en
1854 pudo
encontrar un nuevo hogar en
Mehrerau, una abadía
benedictina abandonada en
Austria.
En cuanto a
los temas de
importancia, la conferencia
estaba muy lejos de
la unanimidad. Las
diferencias de opinión en materia
de disciplina monástica estaban
muy acentuadas por el
orgullo nacionalista.
Después que las
revoluciones de 1848-1849 fueran
sofocadas en forma
sangrienta, los polacos, checos y
en especial
los húngaros,
tenían sus
propios motivos de
quejas y se
mostraban habitualmente
desconfiados hacia cualquier movimiento
que implicara dominación
austríaca. Fue
una coincidencia
desafortunada que el hermano del
cardenal Schwarzenberg,
Félix, como primer
ministro de Austria
(1848-1853) fuera
odiado a muerte
como opresor.
No obstante, después
de unas semanas de ardua
labor se alcanzó el
propósito de la reunión:
se aceptó un
libro nuevo
de Estatutos, se construyó el
marco legal para una
Congregación autónoma, y hasta se
eligió al primer Vicario
General.
El conjunto de
reglamentos, los llamados
«Estatutos de Praga», alcanzaron
a formar un folleto
de cuarenta
y cuatro
páginas que pronto fue
publicado. Se supuso generalmente
que el
texto era obra de Salesius Mayer,
pero sus elementos más
importantes se basaban en los
estatutos de la provincia
cisterciense de Bohemia
y Moravia,
del siglo XVIII, que a
su vez
eran adaptación de
la In
Suprema de Alejandro
VII, promulgada en
1666. Mientras
que, por un
lado, eran manifiestos los
honestos esfuerzos
por mantener la continuidad
de
las tradiciones cistercienses,
por otro se
prestaba la debida atención a
las exigencias contemporáneas. La recitación
o canto de todo el
oficio canónico debía
estar precedida por el
oficio de la
Santísima Virgen, y eran
absolutamente obligatorios en todas las abadías. Se
dio nuevo énfasis a los ejercicios espirituales, tales como la meditación
diaria, la lectura espiritual y los retiros espirituales, lo mismo que las
reglas de ayuno y abstinencia. Aunque el carácter de las reglas estaba muy
lejos de la severidad de la de los trapenses, los Estatutos de Praga, si
hubieran sido observados, habrían restaurado la disciplina monástica a un
nivel respetable.
La constitución provincial exigía
un Vicario General electo por todos los abades por un término de seis años.
Debía ser ayudado en sus tareas por tres Asistentes elegidos en forma
similar. El Capítulo provincial debía ser convocado cada tres años. De igual
modo, la visita a cada abadía realizada por el Vicario General debía
efectuarse trienalmente. Los reglamentos también pedían un Procurador
general en Roma, y dejaban la puerta abierta para el nombramiento de un
futuro Abad General y Capítulo General, que volverían a entrar en funciones
en una fecha posterior. La fructífera asamblea concluyó con la elección del
primer Vicario general de la nueva Congregación, en la persona de Luis
Crophius, abad de Rein.
El Cardenal
Schwarzenberg aprobó los nuevos
Estatutos el 5 de abril y los envió conjuntamente con toda la documentación
pertinente a Roma, para su ratificación final por la Congregación de Obispos
y Regulares. El hecho de que los Estatutos de Praga nunca recibieran esa
sanción, redujo considerablemente su efectividad, pero todavía en 1859
constituían un paso decisivo en la historia de la Común Observancia. Un
pasado lleno de sinsabores había quedado atrás, y se abría el camino hacia
una mejor organización externa, un desarrollo más rápido y una
espiritualidad más profunda.
Mientras tanto, la condición de la
Iglesia en Austria había cambiado, estimulando al
Presidente General en Roma a hacer otro intento para lograr una cooperación
más íntima con sus hermanos cistercienses
de allende los Alpes. Cuando
Angel Geniani, abad de Santa
Croce, estuvo a punto de
convocar un Capítulo para la Congregación Italiana en
1856, envió una invitación a los abades de
Bélgica y Austria, y los estimuló para que concurrieran. Como todavía se
estaba desarrollando la visita en Austria, y no quedaba claro si se les
invitaba para participar activamente, o para ser simples
espectadores, la contestación fue negativa en ambos países.
El sucesor inmediato de Geniani,
Teobaldo Cesari, continuó
con el mismo ímpetu y presionó en favor de un Capítulo General, usando su
influencia en la Curia en beneficio de dicho proyecto. Siguió con gran
interés la evolución de
la reunión de Praga, donde
también se
discutió la función del Abad
General, aunque los
abades austríacos fracasaron en llevar
hasta las
últimas consecuencias
este tema. En
1856, renovó la invitación
de su predecesor
para concurrir
a un
Capítulo General, pero infructuosamente. En
1863, Cesari hizo otro
intento, esta vez por
medio del Nuncio en Viena, que se
había convertido
en entusiasta
sostenedor de
la idea. Las miras
del plan apuntaban a una
sesión plenaria del Capítulo
General, a la cual hasta
se invitó a
los abades
trapenses. Por
desgracia, ese proyecto tan
prometedor no recibió apoyo
de Austria,
y fue
igualmente rechazado por
Estanislao Lapierre, abad
de Sept-Fons y Vicario
de la «Antigua
Reforma».
No queda completamente clara
la razón de
la frialdad de
los austríacos
hacia la iniciativa de
Cesari, pero se
puede suponer, por
lo menos, que una de
las razones de sus
preocupaciones era
la constante
tensión política entre
Italia y
Austria, que
desembocó en abiertas
hostilidades en 1859 y
1866. Esta suposición
parece estar corroborada por el hecho
de que el infatigable Cesari
se valió
de los
húngaros, mucho más
amistosos, para sus sucesivos
intentos. Sin
embargo, expresó simplemente en
1865 su deseo
de visitar informalmente las
abadías austríacas, y
pidió al abad de Zirc
que explorara la actitud
de sus colegas respecto
a la misma.
El comienzo
de la
guerra austro-prusiana (1866) y, como
consecuencia, la entrada de tropas italianas
en Venecia, estropeó el plan. Pero, en
1867, Cesari hizo
una visita en
Bélgica de las
dos abadías del
país, y en su
viaje de retorno visitó algunas
comunidades austríacas y
la húngara de Zirc,
que le impresionaron muy
favorablemente, y llegó
a la convicción
de que era la
época apropiada
para convocar el muy
postergado Capítulo General.
A comienzos
de 1868, Cesari envió
sus planes a la
Congregación de Obispos
y Regulares y la
respuesta fue rápida y
favorable. El 27 de
marzo, la Congregación promulgó un documento
reconociendo a Cesari
como General de ambas Congregaciones, la
belga y la
austríaca autorizándolo
a convocar «tan
pronto como fuera posible» un
Capítulo General. Cesari
no perdió el tiempo,
e invitó
a todos los
abades de ambas Congregaciones
a reunirse el
próximo septiembre en
Roma. A petición
de los sorprendidos
abades, el
Capítulo se diferió, sin
embargo, hasta el
6 de abril de 1869, y ésta
es la
fecha en
que se inició la asamblea en la abadía
de San Bernardo alle Terme.
La tan anunciada reunión resultó a
todas luces poco propicia. Aunque invitada, la Congregación de Sénanque no
envió ningún representante; tampoco lo hizo Mogila, de Polonia. Sin contar a
Cesari, que presidía, se hicieron presentes sólo cuatro italianos, quienes
al ver que las discusiones se referían casi exclusivamente a problemas
austríacos, se retiraron después de la tercera sesión. Tomando en
consideración el hecho de que los trapenses ni siquiera fueron invitados,
surgió repentinamente la duda de si la reunión podía calificarse de Capítulo
General o era simplemente una asamblea especial de los abades austríacos y
belgas. Nunca se explicó oficialmente la negativa actitud hacia la Estricta
Observancia. Con certeza, una razón fue el propio rechazo de los trapenses,
que ya estaban considerando la posibilidad de formar su propia organización
independiente. Otro motivo – quizá el principal – fue el temor de que una
gran cantidad de representantes trapenses pudiera dominar por completo a una
Asamblea, por otra parte modesta.
A despecho de problemas tan
importantes, después de diez días de intensas negociaciones, el Capítulo
pudo decidir, por lo menos, sobre dos puntos de su agenda: el Abad General,
y la reorganización del Capítulo General. Se resolvió que el Abad General
debía residir en Roma, ser abad de la Común Observancia y elegido en forma
vitalicia por todos los otros abades de la misma observancia en una sesión
especial del Capítulo General. El abad Cesari fue aceptado como primer
General, en honor a su previo nombramiento por parte de la Congregación. Las
tareas principales del General consistían en visitar las abadías cada diez
años, la convocación del Capítulo General y la presidencia del mismo. Debía
ser ayudado por un Procurador General elegido, pero en problemas que
involucraran a abadías concretas, debía actuar sólo por la mediación del
abad afectado.
El Capítulo General debía reunirse
en Roma cada diez años, aunque, en caso de muerte del Abad General, el
Procurador General debía convocar a una sesión especial para la elección de
un nuevo General. Constituían un grave problema el
número de miembros y el derecho a votar, en vista de la gran desigualdad
numérica entre las Congregaciones. Se pidió a la Congregación de Obispos y
Regulares que arbitrase en la diferencia, porque la conferencia era incapaz
de llegar a una decisión unánime. Sobre la extensión de la jurisdicción
capitular, no se llegó a una decisión específica, pero todos estuvieron de
acuerdo en el principio que no tenía autoridad para cambiar las
constituciones congregacionales aprobadas por la
Santa Sede. Los abades decidieron pedir de nuevo la
rápida aprobación de los Estatutos de Praga por la Congregación. En otras
materias, tales como la observancia uniforme del voto de pobreza y la
posibilidad de abrir un colegio de teología común en Roma, no se tomó
decisión alguna.
Ni los abades austríacos, ni la
Congregación de Obispos y Regulares consideraron que los problemas que
quedaron pendientes después del Capítulo tuvieran importancia vital. Cuando
murió el Abad General Cesari en 1879, los Estatutos de Praga todavía estaban
esperando ser aprobados y, dado que el Capítulo general de 1880 no se
preocupó por el asunto, todo fue tranquilamente olvidado. El único hecho
notable del Capítulo fue la elección del nuevo General en la persona de
Gregorio Bartolini, abad de Santa Croce
en Roma. Sin embargo, el Capítulo se realizó en Viena,
porque el gobierno se había apoderado de ambas abadías romanas de la Orden y
las había convertido en cuarteles. El mismo Bartolini tuvo que vivir en un
pequeño departamento adyacente a su iglesia titular.
El Capítulo de 1891 se reunió
también, por la misma razón, en Viena y hubo de topar con la misma
emergencia. Bartolini murió en 1890, y por consiguiente, debía elegirse un
sucesor. Sin embargo, el factor perturbador lo constituía
el hecho de que no había ningún abad italiano vivo y ninguna
abadía italiana disponible donde el nuevo General pudiera establecer la casa
generaliza, y eso creaba un nuevo problema. En consecuencia, la Orden se
dirigió a la Santa Sede para pedir que el nuevo General, que presumiblemente
no sería italiano, pudiera vivir y actuar fuera de Roma. La petición fue
otorgada, y la elección del Capítulo recayó en el abad de Hohenfurt,
Leopoldo Wackarz, Vicario general de la congregación austríaca, un venerable
octogenario.
Hechos más memorables ocurrieron
en 1891, en relación con el octavo centenario del nacimiento de san
Bernardo. Los trapenses tomaron parte en gran número de reuniones y
celebraciones realizadas en toda Francia, y como recuerdo permanente,
reeditaron la importante colección de fuentes conocida como
el Nomasticon cisterciense. La Común
Observancia encontró apropiado honrar al Santo por medio de una serie de
publicaciones monumentales de gran erudición. Con toda seguridad la más
sobresaliente fue Origines Cistercienses,
una lista de todos los monasterios
cistercienses a lo largo de la
historia, obra de un estudioso monje de Zwettl, Leopoldo Janauschek, que
todavía resulta indispensable en la actualidad. El mismo Janauschek editó en
cuatro volúmenes la Xenia Bernardina,
que incluía la bibliografía Bernardina completa. En
1889, la iniciación de la Cistercienser – Chronik
por Gregorio Müller
señala un jalón para el estudio del pasado
cisterciense. Una empresa
similar en lengua francesa y respaldada por la
Congregación de Sénanque y editada en Hautecombe, L’Union Cistercienne,
duró desgraciadamente sólo cuatro años. El
Padre Imre Piszter de
Zirc, publicó en dos
volúmenes su obra magna Vida y Obras de san
Bernardo, que coincidió con la aparición de
la famosa biografía del Santo escrita por Vacandard. Otro miembro
distinguido, profesor de Historia de la Universidad de Budapest y futuro
abad de Zirc, Remigio
Békefi, comenzó una serie de monografías en varios
volúmenes cubriendo la historia cisterciense
en Hungría.
La única sombra proyectada en la
festiva escena era la inminente ruptura dentro de la Orden – todavía una
nominalmente entre los trapenses y la Común Observancia. No era algo
sorprendente, pero el editor de la Cistercienser –
Chronick calificaba el hecho como «grave en sus
consecuencias», que «llenaría de pena» los corazones de todos los
cistercienses. El Padre
Müller, autor de la breve
comunicación, que había trabajado más que ningún otro para despertar entre
las filas de la Común Observancia una valoración más
profunda de las tradiciones cistercienses,
admitió pronto que el Abad General y el Capítulo
General de su observancia no habían prestado a los trapenses la debida
consideración, pero creía aún que la ruptura era innecesaria, y
terminaría por perjudicar a ambas ramas de la Orden.
Esas ideas no eran raras tampoco
entre los padres trapenses. En vísperas del octavo centenario de la
fundación de Cister, el Capítulo General de la Estricta Observancia (1898)
dio pasos tendientes a la reunión de las ramas separadas de la Orden sobre
la base de la constitución trapense aprobada recientemente. Por medio de
ciertas conexiones romanas se hizo llegar la propuesta al Capítulo General
de la Común Observancia, reunido en Hohenfurt. Sus términos, según
interpretaron los abades en Hohenfurt, implicaban la práctica absorción de
la Común Observancia por los trapenses, y por lo tanto el ofrecimiento no
pudo ser considerado como un acercamiento práctico hacia tal meta. Se lo
rechazó diplomáticamente.
Una de las mayores diferencias que
separaron durante el siglo XIX a las dos ramas de la Orden fue el grado y
significado de la uniformidad y control central. Cada abadía, como
componente de la Congregación trapense, estaba estrechamente supervisada y
se suponía que seguiría los Estatutos comunes con rígida uniformidad. La
consecuencia final de esa política fue la eventual fusión de las
congregaciones, la eliminación de la variedad de observancias y la aparición
de la Orden de la Estricta Observancia unida. En 1893, se logró la
uniformidad y la dominación completa por el Capítulo General trapenses con
un grado mayor de efectividad que en cualquier otra época de la historia
cisterciense.
A lo largo de la misma centuria,
en agudo contraste, las abadías pertenecientes a la Común observancia
retuvieron en gran parte su autonomía. El «pluralismo» prevalecía con más
frecuencia entre las antiguas abadías del Imperio Austro-húngaro. Esas
comunidades se habían ejercitado en el difícil arte de sobrevivir durante
varias décadas, y se habían vuelto desconfiadas ante una posible
intervención extranjera, de cualquier origen o naturaleza. El retorno a
controles efectivos, mediante capítulos congregacionales o generales, no les
parecía de vital importancia, y la observancia de un código de disciplina
uniforme les resultaba menos deseable aún. Es verdad, que terminaron por
crear un Abad General y restauraron el Capítulo General como organismos
convenientes para su representación o publicidad, pero les cercenaron
cuidadosamente la autoridad, mientras conservaban con orgullo sus costumbres
específicas y su organización interna.
Juzgar del éxito de la Común
Observancia de acuerdo con el grado de centralización lograda, sería
completamente utópico, a la vez que falso. El progreso puede ser únicamente
valorado, si se consideran a fondo otros.phpectos de la vida monástica. La
evidencia más simple es el crecimiento numérico. Considerando a la provincia
austríaca en conjunto, las cifras son particularmente expresivas. En 1854,
el total de miembros ascendía a cuatrocientos noventa y nueve, e incluía a
cuatrocientos treinta y tres sacerdotes. En 1898, las cifras habían
aumentado a quinientos ochenta y uno para el total, del cual cuatrocientos
ochenta y tres eran sacerdotes. Mientras tanto, los italianos sufrían
grandes pérdidas debido a la secularización de sus casas, y las dos
comunidades belgas se mantenían igual, sin ningún cambio importante en
ninguna dirección. La Congregación de Sénanque, por su parte, de un puñado
de fundadores en 1853, alcanzó un total de ciento cincuenta y siete monjes
en 1899, incluyendo cuarenta y nueve sacerdotes, veintinueve clérigos, trece
novicios y sesenta y seis conversos; era pues, la única Congregación dentro
de la Común Observancia donde la reaparición de los hermanos legos era
significativa. Mehrerau, fundada por unos pocos refugiados suizos en 1854,
constituyó otro éxito. En muy poco tiempo, Mehrerau no sólo se convirtió en
una comunidad considerable, sino que, en 1888, los padres pudieron
reorganizar la antigua abadía alemana de Marienstatt, fundando con ella una
nueva «Congregación suizo-alemana». En 1898, los miembros de ambas abadías
alcanzaban a ciento veinticuatro, de los cuales cincuenta y tres eran
sacerdotes, veinticinco clérigos, siete novicios y treinta y nueve
conversos.
Sin embargo, el desarrollo más
espectacular pertenece a Zirc,
en Hungría, que triplicó sus miembros y, en 1898, había
alcanzado el impresionante total de ciento treinta y ocho, contándose entre
ellos ciento tres sacerdotes. Este éxito hizo posible que, en 1878, los
monjes pudieran hacer frente a la carga financiera que significaba San
Gotardo, dependiente de Heiligenkreuz
(Austria), y abrir al mismo tiempo su cuarto gimnasio,
añadiendo el quinto en los primeros años del siglo siguiente, en Budapest.
Es, en realidad, poco corriente
que, en 1898, el número de sacerdotes en la Común Observancia fuera de
seiscientos cuarenta y cuatro, más alto que la cifra correspondiente en las
estadísticas de la Estricta Observancia. La enorme disparidad entre las dos
ramas de la Orden en lo que se refiere al número total de miembros está dado
por el hecho de que, mientras la Común Observancia tenía sólo ciento
cuarenta y seis hermanos legos, los trapenses contaban con cerca de dos mil
conversos.
La abnegada dedicación al duro
trabajo, en especial en el campo de las actividades educativas y pastorales,
puede demostrarse mediante cifras estadísticas recogidas en 1898.
Cerca de la mitad de los sacerdotes realizaban
trabajos parroquiales, teniendo a su cargo, en
conjunto, más de un cuarto de millón de almas. Del resto de los sacerdotes,
ciento dieciocho estaban empleados como profesores en los gimnasios de la
Orden, que gozaban del crédito público y
oficial. La mayoría eran instituciones por ocho años,
que ofrecían cursos universitarios preparatorios desde el quinto al
duodécimo año. Los aranceles eran mínimos, pero las escuelas estaban
dedicadas a la educación de la élite
intelectual, y como tales, eran consideradas entre las mejores,
especialmente las húngaras. La mayoría de los novicios de
Zirc, que crecía
vertiginosamente, se reclutaban en los colegios
cistercienses.
Se hicieron grandes esfuerzos por
dotar de instrucción apropiada a cada miembro de la Orden; por lo tanto, se
requería para la admisión capacidad intelectual. A
excepción de aquellos pocos que deseaban ser conversos, cada miembro profeso
debía recibir una preparación formal en Filosofía y Teología, y aquellos
destinados a la enseñanza debían alcanzar grados avanzados en las distintas
artes y ciencias. Entre ellos, veinticuatro monjes eran doctores en
Teología, veintidós doctores en filosofía, tres doctores en Leyes. El número
de publicaciones eruditas aumentó de forma sostenida durante toda la
centuria. El hecho de que Cistercienser – Chronick
fuera una revista mensual, editada y escrita por y para
los monjes de Austria y Hungría, puede ser citado como una prueba más del
amor al estudio que imperaba.
La Italia unificada fue un país
donde, después de 1860, la Orden estuvo expuesta a vejámenes sin límites. El
gobierno anticlerical se apropió de los edificios monásticos, especialmente
para usos militares, y sólo se dejaron las iglesias para beneficio de los
feligreses. Tal fue el destino que tuvieron en 1871 las dos grandes abadías
romanas, perdieron ambas al mismo tiempo sus valiosísimas bibliotecas. Para
asegurar su supervivencia, los monjes desalojados adquirieron en 1876 una
modesta residencia en Cortona,
donde, después de 1883, comenzaron a recibir novicios.
En un intento de realizar una
reseña de los logros de la Común Observancia en el siglo XIX, se puede
señalar que, aunque las observancias monásticas estaban reducidas a lo
esencial, la Orden progresó significativamente en número, nivel de
erudición, servicios pastorales y educativos, y aseguró a los
cistercienses una alta
reputación en todos los niveles de la sociedad contemporánea.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
|