|
Los Cistercienses |
|
Historia institucional cisterciense
Monjes y sociedad
Aunque los
cistercienses del siglo XII no deseaban más que
la soledad de los «desiertos» que ellos mismos habían elegido, el éxito
rotundo de la Orden puede explicarse únicamente por la interacción
fructífera entre aquellas abadías del desierto y el medio ambiente. Los
ideales ascéticos y religiosos de los monjes hicieron resonar un eco latente
en cada elemento de la sociedad contemporánea. Nobles, clérigos seculares,
estudiosos y burgueses se sintieron atraídos por las primitivas casas
cistercienses, con
la misma intensidad que gran
número de campesinos engrosaron las filas de los conversos. Los que no
tuvieron el valor ni la oportunidad de unírseles siguieron la heroica vida
de los monjes con profundo interés, y contribuyeron materialmente al
crecimiento de la Orden.
El hecho de que las abadías de
clausura albergaran a los hijos, y en algunos casos a los padres, de
aquellos que aún permanecían fuera, constituyó un enlace vital entre los
monasterios y el medio ambiente secular. Con frecuencia, la aceptación como
novicio estaba estipulada en actas de donación, haciendo caso omiso de la
clase o valor del regalo. De esta forma, el donante y su familia deben haber
experimentado un sentimiento de identificación con los monjes, mientras que
éstos respondían con un sentido de responsabilidad hacia aquellos que los
habían ayudado. Los numerosos casos posteriores de donaciones compensadas,
que obligaron a las abadías a asegurar la subsistencia del donante mediante
anualidades, pensiones, comida o ropa, no deben ser considerados como una
simple transacción comercial. Reflejaban la atmósfera envolvente de
confianza e interdependencia mutuas.
También era frecuente que aquellos
que necesitaran algo más que una ayuda económica fueran aceptados dentro de
la comunidad monástica brindándoseles amparo, e incluso prestándoseles
servicios personales.
Hacia el año 1200, un hombre al que le habían sacado los ojos siendo rehén,
otorgó sus tierras a los monjes de Margam, en Gales, después de lo cuál, fue
aceptado como hermano lego en el monasterio, donde «vivió con mayor
seguridad todos los días de su vida». Otros fueron recibidos como
«corrodians», caso éste el de Juan Nichol, admitido en Margam en 1325. Donó
sus tierras a los monjes, y a su vez, fue empleado como «escudero libre»,
con derecho a tres hogazas de pan, un galón diario de la «cerveza fuerte» de
los monjes y otros beneficios, mientras viviera.
En la abadía catalana de Poblet,
la clase de pequeños donantes o benefactores, los
donats, constituyeron un grupo especial
dentro de la misma. Vivían en casas aparte, fuera de la clausura. Después de
la muerte de sus esposas, podían optar a ingresar como hermanos conversos.
Si el donat
fallecía antes, el monasterio mantenía a su esposa e hijos.
Estos
donati, familiares, en ocasiones
oblati, aparecen en tantos
cartularios, que su número y papel debió haber sido importante en la mayoría
de las abadías. Las referencias que se encuentran en las primeras crónicas
de los Capítulos Generales son algo ambiguas, pero se desprende con
facilidad, por la legislación posterior (1213, 1233), que su admisión se
transformó pronto en un acto de cierta solemnidad. Renunciaban ante el abad
al derecho de retener cualquier propiedad, prometían obediencia y, a cambio,
se les prometía la misma comida, bebida y ropa de los monjes y se los
acomodaba en un dormitorio separado. Debían ayudar a los hermanos en los
trabajos manuales o en el cuidado de las fincas del monasterio. Llevaban una
vestimenta distintiva, y hasta alguna forma de tonsura.
La importancia de los
familiares creció
proporcionalmente con la desaparición de los conversos, hacia fines del
siglo XIII, su número
había aumentado tanto, que llegaron a crear problemas disciplinarios en
varias comunidades. El Capítulo General de 1293 ordenó que, «debido a la
confusión que causaba frecuentemente el excesivo número de tales personas…
no se les debe permitir en modo alguno (a los
familiares) el
uso del hábito y la participación de los bienes materiales, sin el permiso
especial del susodicho Capítulo». La institución sobrevivió a la Edad Media,
aunque con frecuencia se los designó como «prebendados».
A pesar de que los
cistercienses no desearon
desempeñar ningún papel en las instituciones feudales, parece que, en
algunos casos en que era evidente el bien de los campesinos vecinos, algunos
abades asumieron la responsabilidad de protector o abogado. El caso de Acey,
fundado por Cherlieu en 1136 en el Franco Condado, es interesante. Poco
después, un tal Girard de
Rossillon dio su casa, con el resto de su propiedad, a la abadía, pero
simplemente siguió el ejemplo de otros catorce miembros de la misma
comunidad rural, quienes ofrecieron todo lo que tenían al abad
Guido de Cherlieu en un acto
aparente de «encomienda», este último devolvió de inmediato la tierra a sus
donantes, con su promesa de protección. Es evidente que esto constituía un
procedimiento de rutina feudal, por el cual propietarios libres de tierra
alodial reconocían el
señorío del abad aunque se desconocen las razones que motivaron tal acto, y
las verdaderas obligaciones derivadas del mismo. Sin embargo, parece cierto
que la comunidad campesina actuó libremente, como una expresión de
preferencia por un protector monástico, y de aprecio hacia la abadía recién
fundada.
Después de la virtual desaparición
de los conversos y de la gran reducción en el número de monjes, las abadías
dependieron cada vez más de la ayuda de los seglares, ya sea como
trabajadores o encargados. Las estadísticas que nos han llegado,
relacionadas con nueve casas cistercienses
inglesas en vísperas de la Disolución, muestran que,
mientras el número total de los monjes profesos era solamente de 108,
empleaban a casi 300 laicos. Entre las nueve abadías, Biddlesden sola tenía
cincuenta y un sirvientes, y Stoneleigh daba trabajo a cuarenta y seis. En
la mayoría de los casos, la lealtad de los empleados seglares siguió
inquebrantable hasta el final. Cuando el Conde de
Sussex investigaba el grado de intervención de
la abadía de Whalley en la «Peregrinación de la gracia», se quejaba de que
no le era posible reunir pruebas, debido al «gran número de hombres
mantenidos por el abad».
En Inglaterra, como en el resto de
Europa, al finalizar el medioevo, el personal del monasterio se reclutaba en
las ciudades vecinas, y entre la clase media local que conservaba un agudo
interés por los asuntos de los monjes, especialmente cuando se realizaban
elecciones abaciales. Las dos últimas elecciones en Furness antes de la
Disolución, por ejemplo, fueron decididas por la vigorosa intervención
laica. Décadas de intrigas sucedieron a la elección de Alejandro Banke en
1497, y sus oponentes
trataron de despojarlo de su cargo. En un momento dado, dicho abad se vio
obligado a defender su posición con un ejército privado de trescientos
partidarios. No es de extrañar, que haya dejado como estela una deuda
importante, agravada por pensiones, anualidades o sobornos manifiestos,
dados a un cierto número de oficiales reales y potentados locales.
La hospitalidad, tradicional
servicio monástico, constituyó otro eslabón entre las abadías
cistercienses y la sociedad. La
primitiva legislación de la Orden recalcaba esta virtud, especialmente en
beneficio de los monjes y clérigos de viaje, aunque a los viajeros laicos se
les ofrecía comida y albergue con la misma generosidad. Muchas abadías
tenían una hospedería para visitantes, algo apartada de los edificios
conventuales. De acuerdo con los libros de cuentas de la casa inglesa de
Beaulieu, era raro que ésta no tuviera huéspedes. Estaba cuidadosamente
especificada la calidad y cantidad de la comida que se les servía, así como
las tareas de los hermanos encargados de atenderles. A los familiares de los
monjes se les permitía realizar tres o cuatro visitas al año, de dos días
cada una. El gasto para alimentarlos debió haber sido elevado, porque se
estableció que si los huéspedes quisieran permanecer por más tiempo, debían
alimentarse por sí mismos.
Las visitas de los reyes o de
otros potentados de la sociedad civil o religiosa resultaban particularmente
gravosas. En tales ocasiones, se servía comida y bebida con liberalidad,
aunque, por lo menos hasta mediados del siglo XV, los huéspedes,
cualesquiera que fuera su posición, debían observar la regla de abstinencia
perpetua. A petición del abad de Maulbronn,
en Alemania, el Capítulo General de
1493 le permitió específicamente
servir carne «sin escrúpulos de conciencia, porque, como establecía el
Capítulo, la abadía recibía con frecuencia huéspedes distinguidos, hombres
de letras, nobles y magnates, que no sólo honraban al susodicho monasterio,
sino a toda la Orden». Es fácil comprender, por estas observaciones, que los
visitantes de rango y posición social elevada recibían mayor atención y
mejor aposento que los caminantes ordinarios.
Se hicieron regalos o se otorgaron
fondos para las hospederías, como reconocimiento de los servicios y de los
sacrificios económicos que significaban. En 1269, el obispo
Hermann de
Schwerin otorgó cuarenta días de
indulgencia a todos aquellos que hicieran donaciones para mantener la casa
de huéspedes de la abadía de Doberan, «dado que los monjes llevan una carga
muy pesada de gastos a causa de los huéspedes y viajeros». En 1233, la
abadía de Saint Mary, en
Dublín, separó algunas rentas eclesiásticas «para uso de los pobres y para
la manutención de los huéspedes». El abad de Basingwerk, en Gales, se
excusaba en 1346 ante Eduardo III,
por no haber pagado un subsidio exigido, refiriéndose a
la situación del monasterio cerca de un camino muy transitado, circunstancia
que determinaba grandes gastos en concepto de hospitalidad. En vísperas de
la Disolución, se apeló a Enrique VIII por parte de la abadía de
Quarr que, de acuerdo con la
petición, debía ser conservada como hospedería para viajeros y marineros
pobres. Al mismo tiempo, se decía de la abadía irlandesa de
Saint Mary que era como «un
albergue común» de todos los que buscaban hospitalidad, mientras que se
referían a los monjes «como administradores» de beneficios, «que ayudaban a
muchos pobres, estudiantes y huérfanos».
Además de la buena acogida
habitual, muchas abadías cistercienses
mantenían hospitales, en especial para los enfermos
pobres de la vecindad, aunque normalmente los monjes no practicaran la
medicina más allá de administrar los remedios caseros comunes. Ya por el año
1197 Zwettl, en Austria, sostenía un «hospital para pobres». En 1218, el
establecimiento se mudó a un edificio espacioso, cerca de la portería de la
abadía, que contaba con una capilla. El hospital estaba espléndidamente
dotado, con capacidad para albergar a treinta enfermos necesitados, bajo el
cuidado de diez empleados.
El conde Sigfrido de Blankenburg
instituyó un fondo para el hospital de la abadía
alemana de Michaelstein en 1208. El Capítulo General de 1218, no sólo aprobó
el hospital «para el cuidado de los pobres», sino que insistió también en
que debía permanecer bajo la administración del propio personal de la
abadía. Himmerod mantenía
en 1259 un «hospital para pobres», financiado con fondos y donaciones
especiales. Además de los aldeanos y peregrinos enfermos eran aceptadas
también algunas personas ancianas, como un viejo soldado, a quien el abad
invitó a pasar allí el resto de sus días, por el año 1300. De acuerdo con
los datos recopilados por Franz Winter,
en un cierto número de abadías
cistercienses alemanas, entre ellas Pforta,
Altzelle, Chorin,
Volkenrode, Kamp, Reifenstein
y Walderbach, funcionaron instituciones similares
durante el siglo XIII.
Un número similar de abadías
inglesas se ocuparon de cuidar a los enfermos y desamparados. El libro de
cuentas de Beaulieu hacía referencias, hacia fines del siglo XIII, a una
enfermería, donde se atendía, entre otros, a los servidores enfermos de la
abadía. Los pobres que fallecían eran enterrados por los monjes, que
disponían también de sus magras pertenencias. Meaux, durante el abadiato de
Michael Brun (1235-1249),
recibió una donación importante para «el mantenimiento de un hospital para
seglares», aunque el benefactor exigía que se le regalara un par de guantes
blancos cada Pascua, sumados a cierta compensación monetaria.
El hospital de Newminster recibió una cierta
cantidad de donaciones importantes, algunas específicamente «a fin de
conservar la lámpara que está ardiendo en la enfermería de los seglares,
para comodidad de los pobres de Cristo allí internados».
Otras abadías de Inglaterra, tales como
Fountains, Furness, Holmcultram, Pipewell, Rieval, Robertsbridge, Sawley,
Sibton y Waverley, mantuvieron hospitales similares.
En Escocia, Melrose, Cupar y
Kinlos regentaron hospitales que podían albergar entre ocho y diez
internados. En el siglo
XIII, la abadía galesa de Strata
Florida tenía una hospedería bajo el cuidado de los
monjes, en «las zonas de los leprosos». El cartulario de la casa francesa de
Gimont nombraba en 1187 a un monje, Arnaldo,
enfermero en la hospedería de la abadía. En 1206, otro
monje, Guillermo, ejercía como «enfermero de los pobres». En 1222, un tal
Antonio de la Crose hizo una donación, mientras se encontraba enfermo «en el
hospital de la abadía de Gimont». Villers, en Brabante, tenía un bien
provisto «hospital para pobres», bajo la dirección de un converso, en el
siglo XIII.
Entre los estatutos del Capítulo
General de 1490, se encuentra una referencia muy posterior a un hospital. La
abadía sajona de Buch
anunciaba que el hospital regentado por los monjes atravesaba graves
dificultades económicas, porque los fondos que habían sido destinados «para
mantener a cierto número de pobres» ya no era suficiente, a la vez que las
reducciones provocaban las ruidosas quejas de los pacientes necesitados. En
respuesta, el Capítulo nombró para una investigación a tres abades de
monasterios vecinos, quienes tenían amplios poderes para adoptar las medidas
que juzgaran convenientes.
Por último, la posibilidad de
recibir atención médica en las ciudades en desarrollo disminuyó la
importancia de los hospitales monásticos, aunque algunas abadías continuaron
regentando centros sanitarios hasta la Revolución Francesa.
La antigua enfermería de la
próspera Orval (después de 1715 bajo el régimen austríaco) fue reemplazada
en 1761 por una estructura espaciosa, con tres salas: una para los monjes
profesos, otra para los conversos y la tercera para los numerosos servidores
y empleados seglares de la casa. Tenía capilla y cocina propias, un clínico
residente y dos asistentes proporcionaban atención médica, y podía cubrir
las necesidades de unas ciento veinte personas.
Sin embargo, Orval debe su
reputación como centro de salud a su famosa farmacia, atendida por el
legendario Hno. Antonio Périn (1738-1788), médico profesional que estudió en
París; sus servicios alcanzaron a personas que vivían mucho más allá de los
límites de la propiedad abacial.
Cultivaba un jardín de hierbas medicinales, y
seleccionaba personalmente muchas de las raíces, hierbas y flores que
necesitaba; otras las adquiría, generalmente en Lieja. Todo se preparaba en
su laboratorio; sus productos más divulgados eran pociones y tinturas, entre
ellas el «agua de Orval», que se suponía efectiva en un número prodigioso de
enfermedades, tanto mentales como físicas. Su fama creció
extraordinariamente, gracias a su éxito en 1777,
cuando luchaba contra una epidemia de fiebre
tifoidea muy difundida. Los negocios de la farmacia eran muy prósperos.
Solamente en el año 1788,
se vendieron a personas de fuera
5.638 florines en concepto de
medicinas, mientras 506
florines de remedios se repartieron gratuitamente entre los pobres.
Durante toda la Edad Media, la
ayuda a los pobres fue una tarea reconocida de la Iglesia, y de acuerdo con
todas las indicaciones, la Orden cisterciense
aceptó gran parte del peso que significaba aliviar a
los que sufrían necesidades materiales. La distribución de limosnas se
realizaba en la portería de cada abadía, bajo la mirada vigilante del
portero. Siempre tenía a su disposición pan y otros comestibles con tal fin,
pero, de acuerdo con el Capítulo General de 1185,
también se distribuía entre los necesitados ropa
y calzado usados. Hasta Gerardo
de Gales, crítico acerbo de los
cistercienses, reconoció la generosidad de la
Orden con los pobres. Decía que «los monjes, aunque sean de lo más sobrio
para sí mismos, exceden a todos los demás en su caridad desbordante hacia
los pobres y los viajeros». Citaba como ejemplo a la abadía galesa de
Margam, que en 1189 envió
un buque a Bristol en procura de trigo «para una gran multitud de mendigos».
El formulario de Pontigny del
siglo XIII, que ofrece ejemplos de cartas de visita, insistía en que el
portero debía tener siempre a mano limosnas para distribuirlas entre los
pobres, incluyendo ropa usada y, por lo menos, cien hogazas de pan, que la
panadería de la abadía enviaba diariamente. El mismo documento exigía que,
en un edificio separado, hubiera siempre un cierto número de camas
disponibles para los pobres que necesitaran alojarse allí.
El libro de cuentas de Beaulieu de
fines del siglo XIII
detallaba las obligaciones del portero, relativas a la distribución de las
limosnas. Parece que la atención de los pobres estaba bien organizada, y que
los necesitados sabían de antemano no sólo el horario, sino también la clase
de ayuda que podían esperar. La distribución de alimentos tenía lugar tres
veces por semana y, todas las noches, trece pobres eran acomodados para
pernoctar en la hospedería de la abadía, mientras otros tres eran tratados
como huéspedes del abad. El Jueves Santo se agregaba un penique a las
limosnas acostumbradas. Durante la cosecha, se hacía
trabajar en los campos a todos los pobres que estuvieran en condiciones de
ganar su pan. El monje a cargo del guardarropa de la abadía tenía la misión
de reunir la ropa usada para los necesitados.
En Meaux, durante los siglos XIII y
XIV, varios talleres de la abadía contribuían regularmente al alivio de los
pobres. El maestro de la tenería debía proporcionar cada año veinte cueros
de buey o de vaca, bien curtidos, para su calzado. En el taller donde se
trabajaba la lana se separaba tela completamente terminada por valor de 18
chelines, con propósito similar, mientras que, diariamente, se distribuía
entre ellos la décima parte del queso recibido de la vaquería de Felsa.
Aunque no parece haber sido una
excepción la contribución de las abadías inglesas para mantener a los
necesitados, Whalley, en 1535, distribuyó en limosnas un total asombroso de
122 £, que significaban el 22% de los ingresos de los monjes. De esta cifra,
se gastaron 41 £ para mantener a veinticuatro menesterosos dentro del
monasterio, 63 £ se separaban para la distribución semanal de granos, y 18 £
se repartían por Navidad y jueves Santo. Por el mismo tiempo, Furness
cuidaba a trece necesitados y otorgaba limosnas semanales a ocho viudas
pobres; Stanley albergaba a siete mendigos; y Garendon mantenía a seis
personas incapacitadas. Un documento sin fecha del cartulario de Newminster
combinaba una donación con la obligación de que los monjes dieran limosnas
anualmente a los pobres para la fiesta de Santa Catalina, repartiendo a cada
uno «dos tortas de avena y dos arenques».
Villers era muy notable por su
generosidad, que se veía facilitada por las abundantes donaciones que
recibía a tal fin. Durante el siglo XIII, el panadero de la abadía proveyó
semanalmente de 2.100 hogazas de pan, que se distribuían diariamente entre
los necesitados, congregados en gran cantidad en torno a la portería. Muchas
donaciones por misas de aniversario en Villers y otras casas incluían sumas
especiales para ser distribuidas entre los menesterosos en dichas ocasiones.
En el siglo XIII, un donante en la abadía suiza de Hauterive, Humberto de
Fernay, aportó 45 libras de Lausanne, con las cuales los monjes debían
adquirir pan y queso para distribuirlo en la ciudad de Romont, entre 366
personas necesitadas, el lunes de Pentecostés. El rey Roberto I de Escocia
legó 100 £ anuales a Melrose. Una parte estaba destinada a mejorar la dieta
de los monjes, y otra para que el día de san Martín repartieran veinte
trajes a otros tantos pobres, que ese día debían compartir la mesa de los
monjes.
En hambres u otras calamidades los
monjes compartían todo lo que tenían con los vecinos muy necesitados. En
1147, Morimundo alimentó a toda la vecindad por tres meses, hasta que
pudieran recoger la cosecha. Se dice que, en 1153, Sittichenbach, en
Alemania, salvó del hambre a 1.800 habitantes de la región. En 1316,
Riddagshausen, también en Alemania, alimentó diariamente a 400 personas,
salvándolas de morir de inanición. Algunos de tales incidentes quedaron para
la memoria de la posteridad como hazañas legendarias de heroísmo. Por lo
tanto, no siempre se puede confiar en las cifras referentes a la cantidad de
personas mantenidas por los monjes. Es fácil que esto haya ocurrido en
Melrose, en 1150; cuando se supone que los monjes distribuyeron diariamente
alimentos durante meses entre 4.000 hambrientos, mientras las despensas
seguían estando milagrosamente repletas.
Una costumbre inmemorial entre las
abadías cistercienses fue el tricenarium, de los hermanos fallecidos.
Esto significaba que los alimentos del monje recién fallecido se separaba
durante treinta días consecutivos, y las porciones se daban a las personas
necesitadas. Todos los años, un gran tricenarium seguía al cierre de
la sesión anual del Capítulo General, el día de san Lamberto (17 de
septiembre), cuando en todas las abadías de la Orden se daba comida a varios
indigentes durante treinta días. Al lavatorio de los pies de los doce
pobres, realizado por el abad el Jueves Santo, seguía también una comida
para ellos.
La llegada a Cister de los abades
participantes de las sesiones anuales del Capítulo General, constituía una
ocasión especial para dar limosnas a gran escala. En esos días, los caminos
que conducían a Cister estaban prácticamente obstruidos por los mendigos,
reales o fingidos, que suplicaban monedas de los abades. Hacia 1240, la
multitud se había vuelto tan ingobernable, que el Capítulo prohibió la
distribución de limosnas a 3 km. de Cister. Por la misma causa, se desterró
por completo la costumbre en 1260. En su lugar, el Capítulo instó a los
abades a depositar sus donaciones dentro de una caja puesta cerca de la
entrada de la sala capitular.
De acuerdo con todas las pruebas que
poseemos, la repartición de limosnas fue algo natural en todas las abadías
cistercienses, aunque hay que destacar que los monjes eran muy respetados
como honestos distribuidores de las mismas, canalizando por lo tanto
numerosos regalos y fundaciones destinadas a este fin. Por la misma razón,
lo que se entregaba en las porterías monásticas reflejaba no sólo la caridad
de los monjes, sino la generosidad de los benefactores. Siempre ha estado en
discusión el porcentaje de las limosnas, considerado el total de los
ingresos monásticos. En épocas de prosperidad para los cistercienses, puede
haber llegado al 10%, aunque una cifra cercana al 5% parece ser una
estimación más segura. Durante los siglos XVI y XVII, cuando los propios
monjes experimentaron grandes penurias, tenían muy poco para destinar a la
caridad.
Los cistercienses del siglo XII
evitaron resueltamente verse involucrados en el cuidado pastoral de las
comunidades campesinas vecinas, aunque los sacerdotes de la Orden
administraron siempre los sacramentos a los conversos y jornaleros que
trabajaban en las granjas monásticas. Las primeras aceptaciones «ilegales»
de iglesias, no significaban necesariamente que fueran atendidas por
sacerdotes cistercienses. La abadía se convertía simplemente en el patrón de
la iglesia, obligada a contratar un sacerdote secular, y pagarle su salario.
En algunas fundaciones, no obstante, fue inevitable desde el comienzo la
implicación directa en el trabajo pastoral. San Galgano, en Monte Siepi
(diócesis de Volterra), había sido un santuario popular, mucho antes de
1201, cuando los monjes de Casamari hicieron la fundación cisterciense.
El abad de Poblet recibió en 1221 de
Honorio III el status cuasi-episcopal de nullius, que implicaba una
extensa actividad pastoral a causa de su situación fronteriza y su
jurisdicción sobre un número de aldeas. Circunstancias locales deben haber
impuesto también actividades pastorales a un cierto número de abadías,
porque, en 1234, el Capítulo General repitió con energía la prohibición de
que los monjes trabajaran en parroquias, y ordenó su in mediante retorno a
los monasterios. Al año siguiente, se repitió la misma reglamentación, con
el añadido de que las capillas que ya estaban en posesión de una abadía
debían ser atendidas a base de sacerdotes seculares. En 1236, el Capítulo
volvió otra vez al mismo tema, declarando que las abadías que habían
administrado capillas antes de unirse a la Orden, podían retenerlas, siempre
y cuando los abades contrataran clérigos seculares para su atención. No
obstante, en el mismo estatuto se establece una excepción para Les Dunes y
Ter Doest – «ambas con capillas en varias islas en el mar» –, donde debido
al completo aislamiento, los fieles contaban exclusivamente con el
ministerio de los monjes. De acuerdo con esto, se nombraron tres sacerdotes
cistercienses en cada capilla, para servir «a gran número de hermanos legos
y personas seglares».
Es probable que esta concesión
estuviera inspirada en permisos papales previos a abadías concretas. En
1232, Gregorio IX permitió a los monjes de Cwmhir (Gales) administrar los
sacramentos a sus servidores y arrendatarios, porque debido a la
localización montañosa de la abadía, no podía llegar allí ningún sacerdote
secular. Holy Cross (establecida en 1180 en Irlanda) fundó varias capillas
en sus propios terrenos y, del siglo XIII en adelante, la mayoría de las
parroquias vecinas fueron atendidas por los mismos monjes. La actividad
pastoral recibió nuevo impulso cuando, a consecuencia de la cruzada de
Ricardo I, se depositaron en la abadía reliquias de la Santa Cruz,
transformando la modesta casa en uno de los santuarios más visitados del
país.
En Saint Urban (Suiza), la actividad
pastoral comenzó alrededor de 1280, con la adquisición del Santuario de
Freibach. Hacia comienzos del siglo XVI, la abadía tenía derechos de
patronato sobre diez iglesias parroquiales y buen número de capillas, la
mayoría de las cuales estaban atendidas por el clero secular, pero en las
cuatro iglesias más cercanas a la abadía los propios monjes cuidaban de la
feligresía.
Meaux, bajo el abad Roger (1286-1310),
recibió una importante donación para misas de aniversario y una capilla en
Ottringham. Sus condiciones estipulaban oficios solemnes y perpetuos en
beneficio de los miembros difuntos de la familia del donante. El abad aceptó
el regalo, y envió siete monjes a la capilla mencionada, que se
establecieron en un lugar llamado posteriormente «Monkgarth». Pero esta casa
retirada se vio envuelta en incidentes motivados por escandalosas faltas de
disciplina, con tanta frecuencia, que sus habitantes tuvieron que ser
llamados de nuevo a la abadía. Durante el siglo XIV, varias abadías renanas
emprendieron con tanta intensidad trabajos pastorales, que el Capítulo
General decidió intervenir. En 1393, el abad de Morimundo, en su visita
regular, halló que muchos monjes de Camp, Altenberg y Heisterbach vivían en
parroquias, y ordenó su inmediato retorno a las abadías.
A pesar de las frecuentes protestas del
Capítulo, los monjes continuaron con el servicio pastoral directo de los
fieles, especialmente, cuando razones económicas exigían esos servicios. Tal
fue el caso de Silesia, donde todas las abadías cistercienses quedaron tan
devastadas durante la guerra de los husitas, que resultaron incapaces de
albergar y alimentar a sus propios miembros. Muchos monjes sólo pudieron
encontrar una subsistencia segura en las parroquias. En la segunda mitad del
siglo XV, las seis abadías de Silesia proveían todas con su propio personal
a las parroquias y, entre ellas, Leubus y Kamenz contaban diez iglesias cada
una.
Por último, en 1489, hasta el Capítulo
General llegó a aceptar la costumbre inevitable. Aunque un nuevo estatuto
repetía que los monjes no deberían comprometerse en la «cura de almas», se
otorgaba permiso para atender a iglesias y capillas ya incorporadas por las
abadías.
Austria fue el país donde el trabajo
pastoral terminó por absorber las energías de un número importante de monjes
sacerdotes. Ya en el siglo XIII, la mayoría de las once abadías austríacas
poseían iglesias y, en el siglo XIV, gozaban de todos los derechos de
patronato sobre las mismas. Bonifacio IX permitió en 1399 a Zwettl instalar
a cistercienses como párrocos perpetuos en las iglesias de la abadía. La
tendencia prosiguió y, hacia el siglo XVII, la mayoría de las iglesias
cistercienses estaban atendidas por monjes de la Orden. En 1758, sobre un
total de trescientos diecisiete sacerdotes en la provincia austríaca,
setenta y cinco se ocupaban activamente en tareas pastorales. Hacia 1780, el
número de parroquias cistercienses en ese país había aumentado a setenta y
tres. Entre 1780 y 1790, bajo la presión del gobierno de José II, la Orden
tuvo que asumir las responsabilidades de cuarenta y cinco iglesias
adicionales.
Además de los trabajos de rutina del
cuidado pastoral, a partir del siglo XIII, muchas abadías cistercienses
formaron y dirigieron variedad de confraternidades y sociedades piadosas. La
organización comenzó con una lista de benefactores con derechos a compartir
ciertos beneficios espirituales de la Orden, tales como misas de aniversario
y oficios especiales por los difuntos. Himmerod, en el siglo XIII, tuvo dos
listas de nombres, uno para los donantes más prominentes en una
«confraternidad plenaria» y la otra de benefactores menos importantes, que
formaban la «confraternidad común». Al comienzo, ambas listas estaban
constituidas en forma predominante por miembros de la nobleza, pero su
composición tomó finalmente su carácter cada vez más burgués. Ser miembro de
la «confraternidad plenaria» implicaba la transferencia de todos los bienes
del donante a la abadía (aunque retenía el usufructo de los mismos de por
vida), a la vez que prometía no volverse a casar después de la muerte de su
esposa, y si era soltero, continuar en el celibato hasta el resto de sus
días. Después de 1440, existió en Himmerod una cofradía de los Hermanos
Difuntos (Totenbruderschaft), a cuyos miembros se prometía un cierto
número de misas después de su muerte y una participación en los méritos de
las oraciones de los monjes. Sus miembros hacían sus devociones en una
capilla especial, bajo la guía de un monje, que servía de maestro. Se
responsabilizaban de la decoración de los altares, y proveían de determinada
cantidad de candelas. Por el mismo tiempo, existía en Kamp una organización
similar, pero más amplia.
En muchas abadías, el número de misas
de aniversario creció hasta alcanzar cifras prodigiosas, que imponían una
pesada carga a los sacerdotes del monasterio. En 1448, el Capítulo General
prohibió la ulterior aceptación de misas perpetuas de aniversario sin la
autorización del Capítulo, «no sea que los monasterios estén sobrecargados o
las almas de los muertos sean, de alguna forma, defraudadas».
En 1144, un pastor tuvo una visión de
catorce personas rodeando y adorando al niño Jesús en un predio de la abadía
bávara de Langheim. Tres años más tarde, se erigió en ese sitio un santuario
en honor de los «Catorce Santos Auxiliadores en la necesidad» (Vierzehnheiligen).
La comunidad cisterciense se vio pronto involucrada en esta devoción tan
popular, que era compartida por otras casas de la Orden, tales como
Raitenhaslach, Waldsassen, Kamenz, Neuzelle, Heinrichau y Grüssau. En dichas
abadías, cediendo a la demanda popular, se dedicaron capillas y altares a
los catorce santos, y se rezaban misas en su honor. Durante la Guerra de los
campesinos de 1525, Langheim y Vierzehnheiligen fueron destruidas, pero el
santuario ganó nueva popularidad en el siglo XVII. Centro de
peregrinaciones, la magnífica iglesia barroca diseñada por el gran Baltasar
Neumann y consagrada en 1772, atestigua todavía el vigor del movimiento
piadoso que apadrinaban los cistercienses.
En Suiza, Saint Urban fue otro centro
de devoción popular. En 1231, se organizó para los benefactores la
Confraternidad de San Bernardo y, en el siglo XVII, la Sociedad del
Escapulario. Freibach centró también una confraternidad piadosa fundada por
el gremio de los herreros de Emmental y Oberaargau. En la primera mitad del
siglo XVII, unos setenta maestros del gremio participaban en las
peregrinaciones anuales a Freibach.
En 1226, Fürstenfeld, otra gran abadía
bávara, recibió la aldea de Inchenhofen y, con ella, el santuario que
honraba a san Leopardo. Sacerdotes de la comunidad se hicieron cargo de la
iglesia, cuya popularidad aumentó cada vez más durante el siglo XIV. En
1401, Bonifacio IX autorizó a diez cistercienses de Fürstenfeld a confesar
en el santuario. La misma abadía erigió en 1414 otro santuario honrando a
san Willibaldo, al mismo tiempo que promovía la veneración de la Santa Cruz
en una parroquia de su propiedad.
En los siglos XV y XVI, el Capítulo
General apoyó gustosamente las sociedades piadosas que eran tan populares en
Francia como en Alemania. En 1491, dio su bendición a la Confraternidad de
san Sebastián, patrocinada por el abad de Theuley, cerca de Besançon,
prometiendo a sus miembros compartir los méritos de las oraciones de los
monjes y de las buenas obras realizadas en todas las abadías de la Orden. En
1494, se otorgaron beneficios similares a la Confraternidad de los Siete
Gozos de la Santísima Virgen, organizada por La Ferté. En 1520, se favoreció
de igual modo a una sociedad devota que honraba a santa Margarita, san
Antonio y san Leonardo, en la abadía alemana de Schönthal.
Bajo el abad Nicolás Wydenbosch
(Salicetus), la casa alsaciana de Baumgarten se convirtió en un floreciente
centro de devoción. A petición del abad, el Capítulo General de 1488 otorgó
a todos los miembros de la confraternidad de la Inmaculada Concepción el
derecho de participar del tesoro espiritual de la Orden. Muchos miembros de
la Confraternidad pertenecían al círculo de devotos burgueses de Berna,
ciudad natal del abad.
Las reformas monásticas del siglo XVII,
incluyendo la Estricta Observancia, miraban con recelo la actividad pastoral
de los monjes fuera de sus abadías. Su desaprobación halló eco en el
Capítulo General de 1672, que presentó una apelación a la Santa Sede,
rogando a las autoridades que no confiaran a los cistercienses ningún título
o posición que significara un ministerio activo. El Capítulo de 1683
deliberó sobre el mismo tema, y propuso retirar a todos los cistercienses
que trabajaran en parroquias. Pero, a la sazón, tales tareas estaban tan
profundamente arraigadas en las tradiciones de muchas abadías, especialmente
las ubicadas en países de habla alemana, que no se podía esperar ningún
cambio notable.
Las tendencias devocionales del barroco
pusieron nuevo énfasis en las sociedades piadosas y las peregrinaciones, lo
que dio por resultado una actividad pastoral cisterciense cada vez mayor.
Bajo el abad Roberto de Namur (1647-1652), los monjes de Villers se ocuparon
de la dirección espiritual de trece monasterios femeninos afiliados. Unos
veinticinco monjes estuvieron ocupados en éste y otros tipos de actividad
pastoral hasta el final del siglo XVIII. Bajo la influencia de Aldersbach,
en Baviera, el culto de la Santísima Virgen se difundió en cuatro
santuarios, que llegaron a ser muy populares en los siglos XVII y XVIII
(Kösslarn, Rotthalmünster, Sammerei, Frauentödling).
Dentro del territorio de los Habsburgo,
la veneración de san José logró gran popularidad, a causa de que el santo
era patrón de la familia imperial. En 1653, se fundó una confraternidad de
san José bajo los auspicios de la casa austríaca de Lilienfeld, que gozó de
la más amplia expansión y de la mejor reputación hasta su disolución en
1781. Entre sus miembros, no sólo se encontraban masas de humildes
pobladores rurales e incontables burgueses piadosos,. sino muchos miembros
de la familia de los Habsburgo y encumbrados personajes de la jerarquía.
Hacia 1755, el registro de la Confraternidad contaba con 215.000 nombres.
La Hermandad de san José, fundada en
1688 por Grüssau, en Silesia, ganó popularidad semejante. En ella se
alistaron tanto individuos como comunidades, de tal manera que, al concluir
el siglo, estaban inscritos en los registros de la asociación no menos de
43.000 nombres. Las reglas exigían oraciones diarias al Santo, comunión
mensual y dedicación de obras de caridad a pobres y enfermos.
Mientras que la educación de niñas en
casas femeninas cistercienses fue una costumbre ampliamente aceptada, los
primitivos estatutos del Capítulo General habían excluido a los niños de los
monasterios masculinos. No obstante, parece que los talleres de muchas
abadías prósperas atrajeron a un cierto número de adolescentes, que no
tenían intención de convertirse en monjes, pero estaban interesados en
aprender de los hermanos algún oficio. Estas costumbres eran toleradas,
inclusive en el siglo XII, y el Capítulo de 1195 insistía simplemente en que
los adolescentes admitidos como aprendices en los «talleres de tejedores,
sastres y curtidores» tuvieran, por lo menos, doce años de edad.
El Capítulo de 1205 prorrumpió en
invectivas contra ciertos abades de Frisia, cuyos nombres no se especifican,
«que habían admitido para su instrucción niños menores de quince años». De
acuerdo con las estrictas reglas de la Orden (esos abades), merecían ser
depuestos; sin embargo, suponiendo que todavía no pudieron recibir las
definiciones (pertinentes), están, por el momento, absueltos». La misma
admonición se hizo al abad de Ile-en-Barrois, cerca de Toul, y fue repetida
«en forma irrevocable» en 1206. Una de esas abadías «delincuentes» pudo
haber sido Adwert, en Frisia occidental, que en el siglo xlv mantenía una
«Escuela Roja» (Schola rubea) para niños. Debió haber estado muy
concurrida, porque a causa de la Peste Negra, en 1350, murieron allí
veintinueve estudiantes. En la época de la Reforma, la misma institución
gozaba de merecida fama en todo el país. De acuerdo con algunas
indicaciones, otros monasterios de los Países Bajos, como Nizelle, Boneffe y
Moulins, contaban también con establecimientos educativos antes de la
Reforma.
En el siglo XV, Saint Urban, en Suiza,
creció hasta convertirse en un centro renombrado de estudios humanistas. El
abad Nicolás von Hollstein (1441-1480), natural de Basilea, fundó la
«Escuela abacial», que alcanzó su total desarrollo bajo el abad Sebastián
Seemann (1534-1557), cuando empleó a algunos de los mejores maestros de su
país. En la visita regular de 1579, el abad general Nicolás Boucherat I
halló en la abadía a «doce adolescentes, que recibían instrucción en
gramática».
En Inglaterra, antes de la Disolución,
Furness tenía una escuela de gramática y de canto para niños (schola
cantorum), que eran pupilos dentro de la abadía; y Biddlesden alojó
nueve niños en circunstancias similares. Newminster tenía cuatro niños de
coro; mientras Waburn albergaba a tres con su maestro. En Ford, un tal
Guillermo Tyler, maestro de arte, disfrutaba de casa, comida y una anualidad
respetable por enseñar gramática a los adolescentes que vivían en la abadía,
y clases de Biblia para los monjes.
Zwettl, en Austria, formó un coro de
niños en el siglo XV. Esta institución sobrevivió la Reforma y las guerras
religiosas y, bajo el abad Bernardo Link (1646-1671), el número de niños,
que estaban allí como pupilos y recibían instrucción en forma gratuita,
alcanzó a treinta. La tradición se ha continuado hasta el presente: los
«Zwettler Sängerknaben» (Niños Cantores de Zwettl) gozan de una bien
merecida fama internacional.
Siempre había sido excepcional que los
cistercienses mantuvieran instituciones educativas antes del siglo XVIII. La
generalizada actitud prohibitiva se transformó, sin embargo, en un intenso
interés bajo el impacto de la filosofía utilitaria de la Ilustración. La
abadía silesa de Rauden fundó un seminario y escuela de Latín en 1743, bajo
la benévola mirada de Federico II. La mayoría de los estudiantes eran
pupilos en el monasterio, donde la formación para el sacerdocio era la
principal preocupación de los monjes. Antes de la supresión de la abadía en
1810, los registros de la escuela incluían 2.000 estudiantes, de los cuales
cerca de 500 llegaron a ser sacerdotes. También en otras abadías alemanas
cistercienses fueron bastante comunes instituciones similares.
La supresión de la Compañía de Jesús en
1773, constituyó un poderoso incentivo para que los cistercienses dirigieran
escuelas abandonadas por los jesuitas. Gotteszell, en Baviera, que, antes de
esa época, mantenía un modesto establecimiento educativo, tomó a su cargo el
gymnasium de Burghausen, que anteriormente perteneciera a los
jesuitas. El mismo desafío indujo a muchas abadías en el Imperio de los
Habsburgo a dedicarse a la educación, que se convirtió durante el siglo XIX
en la ocupación dominante de la mayoría de sus miembros.
Las operaciones bancarias fueron un
servicio social un tanto inesperado, prestado por muchas abadías
cistercienses medievales. La forma más común era el depósito de dinero o la
custodia de objetos valiosos confiados a los monjes por seglares. El
Capítulo General no formuló objeciones, pero pronto sintió la necesidad de
reglamentar el limite de las responsabilidades a asumir. Un estatuto de 1183
decretó que debía haber tres testigos cuando se aceptaran sumas mayores de
100 sueldos. Aunque se tomaran todas las precauciones para la seguridad del
depósito, los monjes no se harían responsables en caso de pérdidas. De
acuerdo con otro estatuto promulgado en 1195, debían ser expulsados los
monjes o conversos que no administraran los fondos honradamente.
La frecuente reinversión como préstamos
del dinero depositado fue signo de las condiciones económicas cambiantes. El
Capítulo de 1209, empero, prohibió terminantemente estas prácticas, a menos
que las permitiera el propio depositante.
La historia llena de color de las
abadías galesas pueden darnos algunos ejemplos concretos de ello. Dore y
Margam operaban en gran escala. En 1187, un tal Guho de Hereford pidió
prestada una gran suma para pagar su liberación del cautiverio. En éste,
como en otros casos similares, los monjes exigieron garantías, tales como
joyas, hasta que la suma fuera devuelta. Las dos abadías actuaron también
como recaudadoras de impuestos en el siglo XIV, recibiendo y custodiando
diezmos, ya sea en nombre del clero o de la tesorería real. Dore recaudó y
retuvo entre 1328 y 1329, 700 £, gastadas finalmente en la manutención de la
reina Isabel, madre de Eduardo III. En 1320, Margam pidió ser excusada de
dichas responsabilidades, porque la abadía no tenía medios para guardar el
dinero en forma segura.
Estos servicios tenían sus peligros e
inconvenientes. En Inglaterra, durante el reinado de Eduardo II (1307-1327),
los monjes de Stoneleigh aceptaron la custodia de grandes sumas de los
Despenser, poderosa familia que gozaba del favor real. Un grupo de sus
enemigos, dirigido por el Conde de Hereford, se enteró de las transacciones,
irrumpió en la abadía y se llevó 1.000 £ en efectivo, a más de oro y plata
por valor similar.
Poblet se encontró con frecuencia
convertida en banquero real. La abadía comenzó a prestar sumas de dinero a
los reyes de Aragón, hacia la década de 1170. Al comienzo, esos créditos
sirvieron para financiar las guerras contra los moros, pero posteriormente,
en el siglo XIII, Jaime I (1213-1276) recibió préstamos cuando estaba por
atacar a Mallorca y Valencia. En 1258, la abadía otorgó 40.000 solidi
de Barcelona a Pedro el Grande para organizar las defensas contra una
esperada invasión francesa.
A partir de 1257, y casi durante un
siglo, San Galgano proveía de conversos que actuaban como supervisores en la
administración de la ciudad de Siena. Todavía se conservan los libros de
cuentas de la ciudad, ricamente ilustrados, donde se ve con frecuencia la
figura encogullada de los hermanos como elemento decorativo. Los abades
cistercienses, como administradores de grandes extensiones de tierra en la
época feudal, debieron actuar con frecuencia como jueces en casos que
involucraran a sus servidores. Perteneció siempre al abad la jurisdicción
criminal sobre monjes y hermanos legos, y el Capítulo General siempre
defendió en forma enérgica este privilegio. Por otro lado, el mismo Capítulo
se oponía firmemente a que las abadías tuvieran jurisdicción sobre seglares,
aun cuando éstos fueran empleados de la misma. El Capítulo de 1206 declaraba
terminantemente que «ningún abad podía ejercer la jurisdicción secular por
medio de monjes o hermanos, porque tales incidentes traen aparejado gran
escándalo para toda la Orden». Presumiblemente, el «abogado» secular o
episcopal de la abadía dispensaba justicia criminal para los seglares
ocupados por la misma.
Sin embargo, en aquellos lugares donde
las granjas primitivas se habían transformado en aldeas habitadas por
arrendatarios seglares, resultó problemática la renuncia completa de la
jurisdicción abacial sobre los procesos. El Capítulo General de 1240 habló
sólo sobre los casos en que correspondiera pena capital, cuando establecía
que: «a ningún (abad) se le permite ejercer jurisdicción que involucre
derramamiento de sangre realizado por los monjes o hermanos; debemos
dirigirnos a la justicia secular para poder sortear la amenaza de ladrones y
malhechores».
Por último, e inevitablemente, los
abades se convirtieron en responsables del mantenimiento de cortes de
justicia señoriales, aunque un baile o mayoral terminó por presidir casos
concretos. La jurisdicción de algunas abadías importantes, tales como
Pontigny, se extendía a los delitos capitales y, a partir del siglo XV, se
condenaba a muerte con frecuencia. Tintern, en Gales, también ostentaba
derechos para «ahorcar y condenar a muerte o mutilación». Alrededor del
1200, Walter Map, atacando a la abadía, repetía el chisme acerca de un
hombre al que los monjes habían «ahorcado y enterrado en la arena», después
de haberlo encontrado robando sus manzanas. Basingwert mostraba una picota,
una carreta y otros instrumentos de castigo, aunque la pena que se infligía
con mayor frecuencia era una multa.
En 1348, un privilegio confirmó el
derecho de Mellifont (Irlanda) a ejercer toda la jurisdicción criminal,
incluyendo la pena capital, dentro de sus extensos dominios. En el mismo
país se consideraba al abad de Holy Cross, como el «conde» del condado de la
Cruz. El rey Juan reconoció el alto rango del abad, quien a menudo era
invitado a sentarse en el Parlamento. Dado que cada condado tenía dos
tribunales, la «corte del rey» estaba a cargo del fuero criminal, mientras
que la «corte del conde», en este caso el abad, tenía jurisdicción civil
sobre todos los individuos dentro del condado de la Cruz. La jurisdicción
civil del abad permaneció sin ser cuestionada hasta la Disolución, bajo
Enrique VIII.
Hacia fines del siglo XIV, el abad de
Salem, en Suabia, ejercía autoridad judicial sobre nueve aldeas de la
vecindad. Originariamente, su jurisdicción alcanzaba sólo a los delitos
menores, mientras que los «cuatro grandes casos» (asesinato, robo, incendio
premeditado y hurto), pertenecían al tribunal de los condes de Heiligenberg.
Al mismo tiempo, unas pocas abadías alemanas, tales como Waldsassen y
Doberan, ejercían la «alta justicia» en toda su extensión, la pena capital
inclusive. La autoridad de Salem no se limitaba a la justicia criminal. El
abad también tenía autoridad para promulgar órdenes, reglamentos y
prohibiciones para las aldeas bajo su jurisdicción, especialmente en materia
de industria, comercio y la regulación de los mercados locales. El Emperador
Federico III le permitió, en 1470, recaudar impuestos y tributos a sus
súbditos, lo mismo que exigirles prestaciones de trabajo y el servicio
militar. El papel gubernamental de Salem descansaba en gran parte en su
condición de «abadía imperial» (Reichsabtei) otorgada por el
Emperador Carlos IV en 1354. En virtud de este privilegio, la abadía quedó
bajo la autoridad inmediata del emperador, y el abad de Salem gozaba de los
mismos derechos que los príncipes del imperio. El proceso de independencia
administrativa alcanzó su plenitud en 1637, cuando se transfirió a la abadía
la jurisdicción sobre crímenes capitales.
Quizá sea innecesario aclarar que la
relación entre las abadías cistercienses y la sociedad circundante no
transcurrió sin tensión y hostilidad ocasionales. Aparte de la validez de
los cargos específicos, el mismo rápido crecimiento de la Orden provocó
fuertes críticas entre todos aquellos que se veían amenazados, o por lo
menos desfavorablemente afectados, por el éxito de los monjes. Los
cistercienses continuaron adquiriendo tierra durante el siglo XIII, pero a
un ritmo menos intenso, y esto coincidió con un notable crecimiento de la
población rural, que a su vez producía un aumento en la demanda de tierras.
Las grandes abadías tenían firmemente en sus «manos muertas» gran parte de
la escasa tierra. Como su valor iba en constante aumento, había de provocar
inevitablemente la desaprobación de los contemporáneos. La imagen de vastas
posesiones monásticas en medio de una extensión de tierra, que iba
disminuyendo en forma gradual, fue la principal responsable de los distintos
cargos formulados contra los cistercienses durante el siglo XIII.
La envidia de los Monjes Negros y de
otras organizaciones religiosas antiguas levantaron la primera ola de
protestas. A ella se unieron luego los obispos, que objetaban contra la
exención cada vez más amplia y las inmunidades fiscales de la Orden. Por
último, muchas abadías cistercienses se encontraron rodeadas de grandes
estados laicos, cuyos poderosos dueños utilizaron todos los medios para
contener la expansión de las mismas.
Sumándose al primitivo antagonismo
entre los Monjes Blancos y Cluny, alrededor de 1130, un canónigo de la
catedral de Chartres, Payen Bolotin, dirigió un ataque demoledor contra
todos los reformadores monásticos, pero en especial contra aquellos que
«vestían el hábito blanco». Su obra era un poema satírico, en el que usaba
de todas las libertades del género literario para proferir un aluvión de
denuncias contra la avaricia, hipocresía, autoglorificación jactanciosa y
vano deleite en las novedades por parte de los monjes. Según el encolerizado
canónigo, todos esos vicios habían sembrado confusión en – la Iglesia, en
tal grado, que uno se sentía forzado a mirar a los nuevos monjes como a
falsos profetas apocalípticos.
La inmunidad respecto del pago de
diezmos, unida a la efectiva adquisición de iglesias y los pedidos de
exención, destruyeron pronto la primitiva relación amistosa entre las
abadías cistercienses y los obispos vecinos. Las voces de crítica de la
jerarquía encontraron eco vigoroso en Roma, y aun grandes amigos de la
Orden, como Alejandro III, no dudaron en emplear un duro lenguaje para
recordar al Capítulo General su misión de mantener la observancia de los
primitivos ideales de Cister.
Una carta de Inocencio III al Capítulo
General de 1214 contiene el catálogo más completo de los cargos en boga
contra la Orden: debido a la falta de pago de diezmos, muchas iglesias
parroquiales se habían arruinado; abadías ávidas de tierras habían hecho tan
miserable la vida de sus vecinos, que éstos se vieron obligados a vender sus
propiedades a los monjes; la Orden, a despecho de sus propias leyes, se
ocupaba de comprar artículos de consumo para venderlos a mayor precio;
ciertos monasterios, contra los ideales que profesaban, habían aceptado
iglesias y desarrollaban actividad pastoral; y finalmente, las personas
ricas podían comprar el derecho de ser enterradas en las iglesias
cistercienses. Todas estas transgresiones, denunciaba el Papa, «estaban
contra vuestros estatutos originales, que habéis relajado en éstos y en
otros.phpectos en tal grado, que a menos que se los restaure inmediatamente
en . toda su integridad, se puede temer un desastre inminente para vuestra
Orden».
El Capítulo General reaccionó a los
cargos con una serie de reglamentaciones restrictivas, pero las críticas
clericales no podían ser acalladas con una simple manifestación de buenas
intenciones. Casi un siglo después (1284), el arzobispo John Pechan de
Canterbury, un franciscano, adversario reconocido de los monjes, protestaba
vivamente ante Eduardo I contra la transferencia de Aberconway a Maenan,
argumentando que «el párroco ‘del lugar, lo mismo que muchas otras personas,
experimentaban gran temor por la proximidad de los susodichos monjes.
Porque, aunque ellos sean buenas personas, si Dios gusta, son los peores
vecinos que puedan tener prelados y párrocos. Porque, donde apoyan el pie
destruyen aldeas, quitan diezmos, y cercenan con sus privilegios todo el
poder de los prelados».
La Orden sufrió una considerable
pérdida de prestigio cuando estaba todavía en un proceso de vigorosa
expansión, a causa de los cargos de los clérigos, inferiores en rango, pero
más poderosos para influir en la opinión pública. Pertenecían a una nueva
clase de propagandistas bien ilustrados y versátiles, que no vacilaban en
sacar las mejores ventajas de sus habilidades literarias, nutridas en
Horacio, Juvenal y Marcial, para atacar a sus enemigos, reales o
imaginarios. Entre ellos, el mejor conocido fue Gerardo de Gales († 1223),
un crítico acerbo de los monjes. Aunque fue huésped asiduo de los abades
galeses, estaba convencido de haber sido menospreciado, y en desquite,
recopiló anécdotas perjudiciales sobre ellos. Cinco de sus víctimas fueron
cistercienses. Gerardo no estaba ciego a las virtudes de la Orden, pero
repetía con vehemencia los cargos de avaricia, el habitual baldón usado por
los rivales incapaces contra los monjes industriosos y frugales. Pensaba que
los cistercienses franceses, en contraposición a sus cofrades ingleses,
habían conservado mejor el espíritu inicial de la Orden. Los hábitos de
estos últimos «se habían vuelto negros como hollín, con manchas que
resistían a la habilidad del batanero, y a la fuerza de la lejía más
poderosa».
Un contemporáneo y compatriota suyo,
Walter Map († 1210) experimentaba un intenso desagrado por los
cistercienses, en gran parte porque había sido perjudicado por los monjes de
Flazley. También acusaba a la Orden de vergonzosa avaricia, pero sus cargos
hicieron más daño porque pertenecía al círculo de allegados al séquito
personal de Enrique III. Al siempre repetido pecado de avaricia, agregaba
otros, tales como la crueldad con los habitantes de las aldeas destruidas
por los monjes y la falsificación de títulos, por medio de los cuales los
monjes violaban los límites de las propiedades legales de otras personas. No
le causaron ninguna impresión el trabajo duro y la vida simple de los
cistercienses, y sostenía que el habitante de las tierras altas de Gales
llevaba una experiencia más austera y laboriosa.
Un tercer contemporáneo, Nigel Vireker
(† hacia 1207), monje de Christ Church, reproducía una versión más moderada
de las críticas existentes en su satírico Espejo de Tontos (Speculum
Stultorum). Estaba dispuesto a reconocer la laboriosidad y
frugalidad de los Monjes Blancos, pero los fustigaba por su avaricia, por no
tolerar vecinos, y no estar nunca satisfechos de su abundancia. Lo mismo que
los otros críticos, hacía innumerables chanzas de pésimo gusto.
El equivalente francés de los satíricos
ingleses, Guiot de Provins, se lamentaba, alrededor de 1205, de la expansión
sin freno de las posesiones cistercienses, donde manadas de cerdos pastaban
en cementerios profanados, y los vecinos enloquecían por el incesante
tintinear de los cencerros. A sus ojos, los monjes aparecían como hipócritas
vagabundos y falsos ermitaños.
Las críticas mordaces produjeron por sí
mismas consecuencias tangibles, quedando la Orden profundamente preocupada.
Hacia 1230, el abad Esteban Lexington recomendaba a sus monjes no hacer
ostentación de riqueza, «porque en estos días, nuestra Orden tiene muchos
detractores astutos». El Capítulo General de 1248 hizo sonar la misma
alarma, «porque en estos días de creciente malicia, nuestra Orden está
expuesta en muchas partes del mundo a vejámenes frecuentes, a causa de
nuestros privilegios e inmunidades; es necesario, por consiguiente, que
nuestros hermanos se apoyen a otros, de tal forma que (nuestra Orden) pueda
sobrevivir, como una ciudadela fortificada».
La referencia a la Orden como una plaza
fuerte no era, por desgracia, una figura literaria. Los años que siguieron
al Concilio Lateranense IV (1215) fueron especialmente penosos para los
cistercienses franceses. Las propiedades de las abadías eran constantemente
hostilizadas por vecinos poderosos, tanto seglares como eclesiásticos. Los
pleitos de jurisdicción degeneraban con frecuencia en incursiones armadas,
especialmente en el noroeste del país. Entre otros monasterios que sufrieron
conflictos similares, la abadía de Longpont fue atacada repetidas veces por
hordas devastadoras contratadas por el obispo de Soissons, en la década de
1220. El propio Cister tuvo que soportar muchos apremios de sus celosos
vecinos, y sus apuros financieros fueron en gran parte resultados de las
vandálicas incursiones contra la propiedad monástica. El recurso habitual,
recurrir a la protección papal, produjo una serie de amonestaciones,
investigaciones y, en ocasiones, hasta excomuniones a los delincuentes,
medidas que en su mayoría resultaron ineficaces.
Poblet, favorecido por los reyes de
Aragón, había acumulado hacia el fin del siglo XII vastas posesiones,
lo que despertó la envidia de sus vecinos, que rivalizaban por el botín que
se lograba con la Reconquista. Se multiplicaron las disputas sobre límites.
Aunque los monjes eran vindicados en los tribunales papales y reales, tales
garantías quedaban sólo sobre el papel ante el número de enemigos siempre
creciente. Para evitar los pleitos costosos e inútiles se llegó a una
inteligencia mediante negociaciones privadas. Hacia mediados del siglo XIII
las compras de títulos impugnados se hicieron frecuentes y así se logró la
consolidación de las propiedades lejanas, comprando o permutando fincas.
Entretanto, no hay indicio de que las
masas rurales se volvieran contra la Orden. Los disturbios populares
afectaban a las abadías sólo en forma esporádica, principalmente con los
brotes de la Peste Negra. En Inglaterra, tales ataques ocurrieron
después de la promulgación del estatuto de los Trabajadores en 1351, que
rechazaban las peticiones de salarios más elevados en beneficio de la muy
disminuida gente del campo. La agitación entre los siervos de Waghen, aldea
de la abadía de Meaux, reconoce el mismo trasfondo. Bajo el abad Roberto
Bererley (1357-1367), los aldeanos trataron de lograr su completa libertad
respecto de la abadía, sosteniendo que sus antepasados habían pertenecido a
un feudo real. La abadía ganó el caso después de mucho litigar, pero
evidentemente a expensas de la popularidad de los monjes. También es
innegable que el papel de recaudador de impuestos, que algunos abades
desempeñaron, no mejoró en absoluto su imagen pública.
La Reforma atacó por primera vez los
ideales esenciales del monaquismo. Las cáusticas críticas de los
reformadores dirigidos contra los monjes fueron acompañadas por una
secularización total en todas las regiones donde prevaleció el nuevo credo.
El final de las prolongadas guerras de Religión encontró a la Orden
cisterciense seriamente diezmada, pero con una resistencia sorprendentemente
vigorosa. El éxito de la recuperación debe atribuirse, en gran parte, a un
nuevo resurgir de la aprobación popular, motivada por el reavivamiento de un
ascetismo estricto, o por un mayor ministerio pastoral, que prevalecía
especialmente en las tierras germanas.
La campaña antimonástica de los
filósofos ilustrados que precedió a la revolución francesa no contó con
amplio apoyo popular, pero revitalizó la siempre latente rivalidad entre
clero secular y regular. La jerarquía francesa fue testigo indiferente del
desmembramiento de antiguas instituciones monásticas, mientras que la ola de
la secularización en marcha era manipulada a lo largo del continente por
intereses económicos y políticos, que hacían caso omiso a la adhesión,
todavía manifiesta, a muchas de las grandes y prósperas abadías.
Sin este sentimiento de cariño,
profundamente arraigado y ampliamente compartido hacia los cistercienses, la
reconstrucción de la Orden en el siglo XIX jamás podría haberse logrado. El
número de miembros no alcanzó a sobrepasar las cifras anteriores a la
Revolución, pero en todos los demás.phpectos, la alta reputación de la Orden
en ambas observancias, reflejaba el apoyo público, que con su espontaneidad
sincera y desinteresada superaba en mucho el clima formalista del Antiguo
Régimen. Las vocaciones eran absolutamente libres, pero poco abundantes,
atraídas a la Orden sin otro aliciente que su devoción. Desapareció la
pesada carga de administrar posesiones inmensas, y los monjes pudieron
concentrar todas sus energías en lograr objetivos religiosos. No hay duda de
que la disciplina monástica dentro de la renacida Estricta Observancia
sobrepasó a la alcanzada por la Orden desde las primeras décadas del siglo
XII. Los tenaces miembros de la Común Observancia, dedicados al servicio
desinteresado de su medio ambiente seglar, lograron para sí un envidiable
prestigio a causa de la excelencia de sus tareas educativas, la
investigación y el ministerio pastoral, asimismo se ha experimentado un
nuevo resurgir de la vida monástica sine addita.
Mientras exista una saludable
interacción entre cistercienses y sociedad, y la Orden pueda ser ejemplo de
un ideal de perfección cristiana que despierte admiración, habrá siempre un
nuevo capítulo que añadir en la historia de los Monjes Blancos.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
|