Historia institucional cisterciense
Al borde de la extinción
Hacia mediados del siglo XVIII, las
órdenes religiosas se encontraban en una posición ambigua. Todavía
contaban con el apoyo de las masas básicamente devotas y ligadas a la
tradición, pero estaban expuestas a la crítica despiadada de los
intelectuales «ilustrados», que analizaban exhaustivamente cada
institución del pasado a la luz de la utilidad social. Mientras la
propaganda anti-religiosa quedó circunscripta a la élite intelectual, las
órdenes religiosas no estuvieron en peligro inmediato. La amenaza se hizo
realidad, sin embargo, cuando «déspotas ilustrados», entre ellos José II,
se hicieron eco de esas críticas y se volvieron contra los monjes.
Los dirigentes de las órdenes
contemplativas se alarmaron, y trataron de asegurar la supervivencia de sus
organizaciones comprometiendo a sus monjes en actividades de palpable
significado social. La expresión más natural de esta tendencia fue una
actividad pastoral en incesante aumento, compartida por gran número de
abadías cistercienses. Aquellas abadías que contaban con suficientes
miembros bien instruidos se interesaron en la enseñanza, considerada por
mucho tiempo un campo legítimo de la actividad monástica.
Entre todos los esfuerzos educacionales
del siglo XVIII, la escuela establecida en la abadía de Rauden, en Silesia,
bajo la inspiración del gobierno «ilustrado» de Federico II, fue
probablemente la primera, pero con toda seguridad la de más éxito. En 1743,
durante la Guerra de Sucesión en Austria, cuando la provincia quedó aislada
de otros centros educativos, la abadía abrió una escuela de latín, que
pronto evolucionó hacia un instituto completo de enseñanza secundaria o
gimnasio. El número de alumnos, en su mayoría pensionistas, creció
rápidamente, y por el año 1788, el monasterio alojaba a doscientos cuarenta
y tres estudiantes. La enseñanza era gratis; por el pensionado se cobraba
una pequeña suma. El colegio gozó de amplia reputación en todo el país y
sobrevivió a la disolución de la abadía en 1810. Durante los sesenta y siete
años de administración cisterciense, esta escuela graduó a dos mil
estudiantes, de los cuales la cuarta parte llegaron a ser sacerdotes.
La supresión de la Compañía de Jesús en
1773, dejó sin dirección numerosas instituciones educativas. La crisis
representó una buena oportunidad para cierto número de comunidades
cistercienses, que cerraron la brecha y salvaron los gimnasios abandonados.
Tal fue el caso de Gotteszell en Baviera, donde, poco después de 1773, los
monjes se hicieron cargo de la escuela de Burghausen, anteriormente dirigida
por los jesuítas. Idénticas circunstancias indujeron a los monjes húngaros
de Pásztó a aceptar el instituto jesuíta de Eger en 1776. Su ejemplo fue
seguido por otras abadías de la región, y su reputación como «orden
educativa» quedó sólidamente establecida.
El Capítulo General de Cister,
apremiado por las exigencias de la comisión de Regulares se interesó en
varios esquemas, todos esbozados para demostrar la «utilidad» de la Orden.
Sin embargo, fue durante el Capítulo General de 1786 cuando surgió un
ambicioso plan apuntado a un objetivo triple, basado en una reorganización
profunda del Colegio de San Bernardo en París. El plan de estudios, así como
el personal docente y el conjunto de estudiantes de esa institución debían
ser ampliados y desarrollados; la amenaza de supresión de casas despobladas
podía ser eliminada transfiriendo sus ingresos al colegio; y para probar la
utilidad social de la Orden, sería establecido un cierto número de escuelas
gratuitas con pensionado, dirigidas por maestros formados en la institución
parisina.
La idea, sugerida por el preboste del
Colegio, Santiago Francisco Frennelet, fue bien recibida, y el abad general
Trouvé sometió el estudio de sus detalles a una comisión, llamadas con toda
propiedad «oficina de utilidad». Empero el proyecto no constituía una
novedad. La organización de pensionados fue propuesta originalmente, algún
tiempo antes, por Antonio Chautan, abad de Morimundo, quien en la misma
sesión del Capítulo General declaró estar preparado para abrir de inmediato
tres instituciones de ese tipo dentro de sus propias filiales en Francia;
cada una podría albergar 20 niños mayores de 9 años, elegidos «entre las
filas de la nobleza y de los plebeyos pobres, pero capaces», estos últimos
serían educados en forma gratuita.
En las discusiones posteriores, Antonio
Desvignes de la Cerve, abad de La Ferté, insistió en que los cursos dictados
en el Colegio Parisino debían incluir la teología Moral, y así los monjes
podrían ser más eficaces en la cura pastoral, cuando se requirieran sus
servicios. Este mismo abad probablemente propuso que en el Colegio de San
Bernardo de París se establecieran a perpetuidad quince becas de 100
pistoles (1 pistole = 10 libras turnesas) per capita,
financiadas por los recursos de casas pequeñas unidas al colegio. Los
becarios debían ser elegidos entre los miembros de los monasterios pobres,
mientras se contaba con que las casas más ricas enviarían a París
estudiantes adicionales pagados con sus propios fondos. El Abad General no
sólo aprobó el proyecto, sino también reveló que ya había señalado
especialmente dos casas para que se unieran al colegio de París, aunque las
crónicas del Capítulo no identifican a esos monasterios por sus nombres. Al
mismo tiempo, se autorizaba a la administración del Colegio para negociar un
préstamo de 100.000 libras para la necesaria ampliación y remodelado de los
edificios, que no pudo llevarse a cabo por razón de los acontecimientos de
1788.
Los repetidos golpes dirigidos contra
comunidades contemplativas se dieron en primer lugar dentro del dominio de
los Habsburgo. En 1782, José II (1780-1790) ordenó el cierre de todas las
instituciones religiosas que consideraba «inútiles». La cura parroquial se
aceptaba como causa de excepción. La mayoría de las abadías cistercienses
cayeron víctimas del decreto imperial, y sólo pudieron escapar aquellas
casas donde la ejecución de la ley no había sido completada antes de la
muerte prematura del emperador. Tal fue el caso de Bélgica, donde la firme
resistencia local retrasó a las autoridades impacientes. De este modo, los
catorce monasterios y los treinta y un conventos de monjas de la Orden
prolongaron sus vidas por otra década, únicamente para ser consumidas en el
incendio devastador de la Revolución. Francia fue el país donde las fuerzas
de la destrucción adquirieron mayor magnitud, listas para asestar un golpe
mortal al monacato, no sólo dentro de sus fronteras, sino en todas partes de
la Europa continental, siguiendo el camino de las huestes victoriosas de
Napoleón.
La trágica cadena de acontecimientos se
inició con el cambio de las reglas para la elección de los delegados
destinados a representar al «primer Estado», el clero, en los Estados
Generales de mayo de 1789. Luis XVI, para satisfacer al clero secular,
declaró que en las asambleas electorales locales los cures debían emitir su
voto individualmente, mientras cada monasterio estaba habilitado para un
solo representante y un voto único. El resultado fue inevitable: sobre
doscientos noventa y seis diputados por el primer Estado, sólo veintitrés
representaban a las abadías, y aún este modesto número estaba formado por
abades comendatarios, cuyo conocimiento e interés por los asuntos monásticos
eran extremadamente limitados. Entre los delegados regulares, el único
cisterciense fue Claudio Francisco Verguet, prior de Relecq, monje que había
hecho su primera profesión en Cister y representaba a la diócesis de Saint
Poldë-León. Cuando en junio la mayoría del clero secular decidió fundirse
con el tercer Estado, llegó a su final dramático la largamente gestada
revuelta de los curés. En la nueva Asamblea Nacional, las órdenes religiosas
no tenían virtualmente representantes, y así desapareció el clero francés
como entidad autónoma. Les quedaban unos pocos amigos, en cambio, el número
de enemigos declarados crecía de día en día.
Las noticias aterradoras de los
sangrientos sucesos del 14 de julio, que culminaron con la destrucción de la
Bastilla, repercutieron en todo el país y provocaron el gran pánico, que fue
seguido por la violencia generalizada contra las propiedades y viviendas de
las clases privilegiadas. Muchas abadías compartieron el mismo destino de
los palacios de la nobleza. Sin embargo, parece que fueron atacadas pocas
casas cistercienses y, aun en esos casos, la furia de la plebe se dirigió
contra los archivos monásticos, que se suponía contenían los documentos
relativos a los impuestos u obligaciones feudales.
Presionada por las condiciones
alarmantes que imperaban en todo el país, la Asamblea decretó, entre el 4 de
agosto y los días subsiguientes, la abolición de todos los privilegios del
clero y la nobleza, incluyendo servicios, rentas, diezmos y toda otra fuente
de recursos de origen «feudal». Se expresó repetidas veces la esperanza de
una compensación y previsiones para el mantenimiento de las instituciones
religiosas, pero no se tomó ninguna medida. Los monasterios comenzaron a
sentir inmediatamente los resultados. Por falta de fondos, Sept-Fons se vio
obligada a despedir en agosto a quince de sus treinta y seis novicios, en
noviembre partió otro grupo y, en febrero de 1790, sólo quedaban dos
novicios en la casa.
La constante crisis financiera sirvió
de justificación a la Asamblea del 2 de noviembre, para declarar que todos
los bienes y propiedades de la Iglesia en Francia debían estar «a
disposición de la Nación». Antes de que se pudiera reglamentar la
confiscación legal, la plebe se sintió libre de servirse de todo lo que
pudiera encontrar en los dominios monásticos. Aunque se había establecido
que los bosques serían propiedad estatal, éstos se convirtieron en los
objetivos principales para el despojo, porque la madera siempre podría
convertirse en dinero efectivo. Mientras tanto, los monasterios estaban
expuestos de continuo a la persecución y vejamen de los auto-proclamados
comités locales. Los monjes, que siempre habían tenido algo que compartir
con los pobres de la vecindad, comenzaron a sufrir hambre y privaciones
extremas. Al llegar la primavera de 1790, las condiciones en algunos
monasterios se volvieron a todas luces intolerables. En marzo, un grupo de
abadías situadas en Champaña, entre ellas Cheminon, Trois-Fontaines,
Montier, Haute-Fontaine, Boulancourt y Ecurey, enviaron una carta
conmovedora al presidente de la Asamblea diciendo que si «él, en su
sabiduría no podría hallar modo de remediar la situación, debería promulgar
pronto la fecha para la evacuación de las casas, de lo contrario los
religiosos se verían forzados a abandonar los monasterios para salvar sus
vidas».
El organismo de la Asamblea Nacional
encargado de las órdenes religiosas era el Comité Ecclésiastique,
establecido en agosto de 1789. Lo integraban quince legisladores, la mayoría
laicos, y estaba dominado por el rapporteur, Juan Bautista Treilhard
(1742-1810), un abogado muy trabajador, pero librepensador, futuro regicida
y conde napoleónico. Sus convicciones religiosas se manifestaron claramente
con su decisiva actuación en la legislación contra las órdenes monásticas, y
su influencia en la redacción de la Constitución civil del clero.
Trece cluniacenses que vivían a
disgusto en Saint-Martin-des-Champs, en París, encontraron una excusa para
intervenir directamente en los asuntos monásticos, y el 25 de septiembre
presentaron una carta a la Asamblea ofreciendo su casa a la Nación, a cambio
de pensiones anuales, expresando además «sus deseos de gozar de la libertad
como cualquier otro francés». La Asamblea respondió el 28 de octubre
suspendiendo las profesiones monásticas.
Después de la decisión del 2 de
noviembre, se sobreentendía que la venta de la propiedad monástica
comenzaría con la secularización de los monasterios. En consecuencia, el
asunto fue girado al Comité Eclesiástico, donde Treilhard tomó la
iniciativa. El 17 de diciembre de 1789, presentó un proyecto que detallaba
paso a paso la abolición de las órdenes monásticas, aunque una gran
oposición evitó su discusión posterior. No obstante la decisión fue sólo
pospuesta hasta que Treilhard lograra copar su Comité con otros
anticlericales similares a él. De esta forma, entre el 11 y el 12 de febrero
de 1790, se asestó el golpe después de acalorado debate. Fueron rechazados
los alegatos en defensa de los cartujos, La Trapa y Sept-Fons. En realidad,
la severidad del texto final, excedía a las propuestas iniciales de
Treilhard. De acuerdo con sus términos, quedaban definitivamente prohibidas
las profesiones religiosas y todos los monjes serían interrogados sobre sus
intenciones. A los que eligieran abandonar los monasterios, se les prometía
una pensión, aunque su montante, que oscilaba entre 700 y 1.200 libras, fue
determinado más tarde. Para los que decidieran continuar en la vida
monástica, se reservaba ciertas «casas de unión», pero no se añadían más
detalles. En marzo, se ordenó a todas las casas religiosas presentar un
informe con los nombres y edad de sus miembros; en abril, se hicieron
inventarios por parte de las autoridades municipales y la administración de
la propiedad monástica pasó a manos del estado; en mayo, magistrados locales
tomaron declaración individual a los monjes sobre sus planes para el futuro.
Aunque la mayoría de los religiosos eligieron las pensiones, muchos otros
permanecieron indecisos. Por lo tanto, se llevaron a cabo nuevos
interrogatorios en noviembre. Por entonces, la perspectiva de continuar una
vida monástica auténtica se había reducido tan drásticamente, que muy pocos
voluntarios ingresaron en las «casas de unión». Estas tétricas instituciones
demostraron que no tenían ningún sentido. Una ley promulgada el 4 de agosto
de 1792 declaró que todas las casas religiosas todavía existentes debían
estar clausuradas al 1.0 de octubre del mismo año, con excepción de las
comunidades vinculadas a hospitales y otras instituciones similares de
caridad. Pocos días después, se prohibió el uso de hábitos o uniformes
religiosos.
A diferencia de la disolución del
monacato inglés en el siglo XVI, en la supresión ordenada por la Asamblea
Nacional Francesa, jamás se trató de exponer la corrupción monástica
generalizada como motivo de la secularización. Las fuerzas que triunfaron
finalmente contra los monjes, no fueron en modo alguno provocadas por faltas
de los individuos o comunidades. Se originaron en los principios, y no
dirigieron su furia contra los abusos, sino contra el monaquismo como un
ideal, una forma de vida. A los ojos de los reformadores «ilustrados», el
monaquismo aparecía como un símbolo del oscurantismo medieval, y sin
posibilidades de salir de su estancamiento, y por consiguiente estaba
destinado a ser quitado del paso si se quería alcanzar el progreso. Durante
el debate decisivo en la Asamblea, el 12 de febrero de 1790, Barnave declaró
con franqueza brutal: «las órdenes religiosas son incompatibles con el orden
social y el bienestar público. Debéis destruirlas todas, sin restricción
alguna». Pétion, hablando en el mismo tono, no se fundaba por cierto en la
supuesta condición decadente de los monasterios, cuando añadía la
exhortación de que «la conservación de algunos prepararía el renacimiento de
todos».
La venta de la propiedad monástica
comenzó a fines de 1790, y se completó durante el curso de 1791. Los
infortunados monjes ni siquiera podrían gozar de sus pensiones por mucho
tiempo, ya que éstas estarían bien pronto condicionadas al juramento de
fidelidad a la Constitución Civil del Clero. Los ex-religiosos que rehusaron
obedecer la ley, no sólo perdieron sus pensiones, sino que se convirtieron
en «sospechosos» expuestos a una persecución encarnizada.
La parte técnica de la disolución y
venta de la propiedad monástica estuvo a cargo de oficiales locales, que
respondían a instrucciones recibidas de París. En mayo de 1790, se hicieron
los inventarios y se interrogó a los monjes de Cister. El viejo y atribulado
abad general Francisco Trouvé anunció valientemente que él quería «vivir y
morir como religioso». Su ejemplo fue seguido por el prior y los priores
anteriores. Once monjes y conversos hicieron declaraciones similares, con la
salvedad de que su preferencia por la vida monástica se refería
exclusivamente a Cister. Veintinueve, en su mayoría monjes jóvenes, desearon
trocar la vida monástica por pensiones; otros dos tomaron sus decisiones
condicionalmente.
La mayoría de los monjes dejaron la
abadía en septiembre, y en enero de 1791, los pocos que quedaban tuvieron
que partir, porque la venta de la misma era ya inminente. El edificio
conventual, con las 800 hectáreas de tierra adyacente, fue vendido el 24 de
marzo por un total de 482.000 libras. El saqueo se había generalizado tanto,
antes y después de esa fecha, que las autoridades, preocupadas, pidieron
ayuda al ejército. Incluso enviaron una compañía de artillería desde Auxonne
al escenario de los hechos, bajo el mando de un joven teniente llamado
Napoleón Bonaparte.
El octogenario abad general Trouvé fue
uno de los últimos monjes en abandonar Cister. En su última comunicación a
los cistercienses del extranjero, autorizó a sus vicarios en Alemania y
Bélgica a conducir los asuntos de la Orden en sus respectivos países con
plenos poderes. El 1 de abril, delegó sus poderes como abad general en el
procurador romano de la Orden, Alanus Bagatti, abad de Santa Croce. Este
documento ya estaba fechado en Vosne, donde Trouvé se retiro a vivir en casa
de un sobrino. En la misma Vosne, cerca de Cister, falleció el Abad General
el 1797.
Procedimientos semejantes se llevaron a
efecto casi simultáneamente en toda abadía de la Orden en Francia. Los
documentos que se han rescatado, especialmente las declaraciones de los
monjes relativas a sus intenciones de permanecer como tales o aceptar las
pensiones, resultaron muy significativos.
En su intento de probar la moral
generalmente baja que imperaba entre los monjes de la época, los
historiadores han señalado una y otra vez que, en 1790, la inmensa mayoría
de ellos deseaba cambiar la vida del claustro por las pensiones y la
libertad de establecerse en cualquier lado. Tales conclusiones revelan, sin
embargo, la más completa tergiversación de la situación en que se
encontraban los mismos. Cuando, en mayo de 1790, fueron obligados a elegir
entre las pensiones o continuar la vida monacal, esto último era ya
imposible. La disolución de las órdenes monásticas ya había sido decretada.
La única alternativa aparente era ingresar en las «casas de unión», donde
los monjes de varias comunidades serían apiñados hasta su extinción total.
En esta coyuntura no se habían especificado ni la ubicación, regla, normas o
demás detalles relativos a los nuevos establecimientos, razón por la cual
los monjes tenían todo el derecho a suponer que se asemejarían más a
prisiones o asilos de mendigos que a monasterios.
Más aún, el sentido común obligaba a
aceptar las pensiones, que no constituían ninguna falta contra sus votos. En
un sentido legal, los votos monásticos no exigen la dedicación de toda una
vida a un ideal abstracto, ni aun adherirse a un tipo particular de
conducta, sino la estabilidad en un monasterio específico y la obediencia a
un superior legítimo. Dado que, a comienzos de 1790, la secularización de
las casas y comunidades estaba ya resuelta, los vínculos legales entre las
abadías y los monjes concretos también habían sido rotos, dejando a éstos en
libertad para elegir entre las alternativas razonables. Si su elección no
fue heroica, no por eso significa una traición a sus votos, y menos una
apostasía.
Un examen imparcial de los documentos
muestra la imagen de seres humanos profundamente turbados, confundidos y
perplejos, en un intento desesperado de conciliar las exigencias de su
conciencia con los dictados del sentido común. Los que, sin importarles
nada, aprovecharon la ocasión y aceptaron las pensiones sin más, fueron una
excepción, como también los que decidieron continuar la vida monástica sin
condiciones. Cuando la estructura de la Orden comenzó a desintegrarse,
saliendo a la luz los diversos individuos, con sus incontables problemas y
ansiedades, expresadas con toda claridad en sus declaraciones, muchos de los
inclinados a abandonar el monasterio y aceptar la pensión, se afanaron en
justificar su decisión, mientras la gran mayoría de aquellos que eligieron
seguir siendo religiosos hacían tal promesa sólo bajo ciertas
circunstancias. Un número considerable de monjes rechazó simplemente hacer
cualquier elección, indicando que no podían distinguir bien las
alternativas. La diversidad de las respuestas hacen casi imposible la
generalización y sería erróneo cualquier intento de clasificar el contenido
de las declaraciones reduciéndolas a simples fórmulas.
La persecución de los sacerdotes que se
negaron a jurar lealtad a la Constitución Civil del Clero se desató con
increíble crueldad, poco después de la expulsión de los monjes. Siguiendo la
información proporcionada por el abad de Wettingen (Suiza), sólo un tercio
de los que habían sido cistercienses obedecieron la ley. Para la mayoría no
hubo otra elección que fugarse al exterior o hacer frente a la prisión,
deportación y aun la muerte. No hay registros exactos de los juicios
posteriores; sin duda alguna grandes contingentes encontraron albergue
temporal en las casas cistercienses de los Países Bajos, Alemania, Suiza y
Estados Pontificios, pero muchos de ellos murieron en condiciones inhumanas
en las prisiones francesas o en el penal de la Guayana Francesa.
Los refugiados no pudieron gozar de una
hospitalidad duradera de sus hermanos extranjeros. Las tropas francesas
victoriosas invadieron bien pronto los países limítrofes imponiendo por las
armas sus doctrinas revolucionarias. Los Países Bajos, su primera víctima,
fue tratada con especial severidad. Los monasterios fueron visitados, se
hicieron detallados inventarios, se gravó arbitrariamente a las abadías, y
los religiosos fueron incesantemente molestados. Finalmente, las leyes de
1796 decretaron que todos los bienes monásticos deberían ser confiscados.
Una vez
más la
negativa a prestar el juramento de lealtad a la constitución revolucionaria
se convirtió en pretexto para la persecución de sacerdotes. Más aún, en
represalia por la resistencia generalizada, un decreto de 1798 sentenciaba a
todo el clero flamenco a ser deportado. El decreto se llevó a cabo sólo en
forma parcial, pero centenares cayeron víctimas de la tiranía, entre ellos
treinta y siete cistercienses.
La penetración francesa en Italia trajo
la destrucción de la mayoría de los monasterios allí establecidos. Los
procedimientos legales contra los monjes diferían de estado a estado; pero
los ejércitos franceses no respetaban derechos ni privilegios. En algunas
abadías, el saqueo se agravó con los asesinatos. En Casamari, fueron muertos
seis monjes en 1799 cuando trataban de evitar la profanación del Santísimo
Sacramento. Entre 1806 y 1808, se suprimieron por decreto la mayoría de los
monasterios supervivientes.
Después de la instalación de la
República Helvética en Suiza (1798), respaldada por Francia, los bienes
monásticos quedaron bajo control del gobierno y se prohibió la recepción de
novicios. Sin embargo, las tres abadías cistercienses escaparon de la
supresión formal. Más aún, después de la secularización de las abadías
alemanas en 1803, las abadías de Wettingen, Hauterive y Saint Urhan,
completamente aisladas, formaron la Congregación Cisterciense Suiza,
independiente, que también incluía once conventos de monjas de la misma
Orden. Las tres abadías se alternaban en la dirección de la nueva
organización, eligiendo un «abad general» por el término de tres años. Pío
VII aprobó su Constitución en 1806, pero la vida de la Congregación siempre
fue precaria. Después de las guerras napoleónicas, un gobierno suizo cada
vez más liberal reanudó la legislación anticlerical. En 1830, se renovó la
prohibición de recibir novicios y la propiedad monástica volvió a estar bajo
supervisión. La supresión de Wettingen se llevó a cabo en 1841, seguida por
la secularización de Hauterive y Saint Urban en 1848.
La próspera Congregación de la Alemania
superior fue presa de la voracidad de los príncipes germanos. La Paz de
Lunéville (1801), que les fuera impuesta por Napoleón, confiscaba sus
posesiones en el margen occidental del Rhin, pero los autorizaba a buscar
una compensación a expensas de las propiedades eclesiásticas. La
secularización general se hizo ley en 1803, sancionando la confiscación de
todos los bienes monásticos y acordando sólo una pensión modesta a los
monjes expulsados. Sin embargo el decreto no se ejecutó de inmediato en
todos los estados germánicos. En Prusia se hizo efectivo en 1810; en
Austria, donde José II no había dejado mucho por secularizar, las pocas
abadías sobrevivientes continuaron su existencia. No obstante, fueron
expropiados cuarenta y seis monasterios, y ochenta y tres cenobios
cistercienses de monjas en toda Alemania. La fabulosa riqueza de las grandes
iglesias, los objetos de arte de incalculable valor y todas las bibliotecas
fueron vendidos o malgastados, mientras que los edificios eran demolidos, o
se los adaptada a fines seculares.
Después del desmembramiento final de
Polonia (1795), tanto las autoridades rusas como prusianas suprimieron las
abadías cistercienses dentro de sus respectivos territorios, y sólo dos
casas polacas sobrevivieron, bajo control austríaco.
La suerte corrida por las tres casas
lituanas revelan un desarrollo bastante peculiar. Después de la repartición
de Polonia, las órdenes religiosas bajo régimen ruso quedaron completamente
aisladas y, en 1803, benedictinos y cistercienses formaron una Congregación
unificada a la que posteriormente se unieron los camaldulenses y cartujos.
Todo el conjunto estaba formado por ocho monasterios encabezados por un
presidente elegido por tres años. En 1832, después de aplastar la
insurrección polaca de 1830-1831, el gobierno ruso abolió las órdenes
religiosas en Lituania; sólo escapó a esa medida la casa cisterciense de
Kimbarowka, pero se le prohibió que aceptara novicios. También este
monasterio fue suprimido en 1842; pero se permitió a los monjes permanecer
hasta 1864, cuando, en represalia por una nueva revuelta polaca, la Iglesia
Ortodoxa tomó posesión de la propiedad y el último prior y sus siete monjes
fueron deportados a Siberia.
Con la entrada en España de las tropas
de Napoleón estaba echada la suerte de las órdenes religiosas. El rey
Fernando VII fue obligado en Bayona a abdicar en favor de José Bonaparte,
hermano del emperador. El «rey intruso» dispuso la secularización de las
casas religiosas, pero la resistencia del pueblo español, que luchó sin
tregua contra el invasor, no permitió que tal disposición fuera cumplida del
todo. Derrotados los franceses, en 1814 regresó el rey Fernando VII de su
destierro y con él fueron restablecidas todas las abadías. En 1820 una
revolución disolvió nuevamente los conventos, aunque en 1823 con la entrada
de los «Cien Mil Hijos de San Luis», fueron restablecidos el trono y las
órdenes religiosas. Fallecido el soberano en 1833, dos años más tarde tuvo
efecto la llamada «desamortización» (1835), después de un baño de sangre que
salpicó a varios conventos. El decreto de la supresión afectó a 814 monjes
de la Congregación de Castilla repartidos en 47 abadías, y en la
Congregación de Aragón a 396 religiosos, repartidos en 16 monasterios.
Muchos cenobios fueron saqueados, profanados y mutilados y todos
abandonados. Los monjes en su mayoría adoptaron marchar al extranjero o
servir en algún obispado como clero diocesano.
En Portugal, se produjo un desarrollo
paralelo. La guerra de la Península librada contra Francia devastó todo el
país; la gran Alcobaça fue saqueada en 1811. La restauración de una
auténtica vida monástica resultó imposible, aun después de la guerra.
Durante los siguientes veinte años, el país se convirtió en escenario de
guerras civiles intermitentes entre las fuerzas liberales y conservadoras.
Como en España, terminaron por imponerse los liberales, y un decreto de mayo
de 1834 secularizaba toda la propiedad monástica. El destino de los monjes y
los edificios fue el mismo de sus semejantes en España.
Así, el torbellino engendrado por la
Revolución Francesa demolió casi totalmente los establecimientos monásticos
en Europa, y dejó detrás suyo a unas pocas comunidades aisladas,
completamente desmoralizadas por la violencia liberal y anticlerical. En
condiciones favorables, los escombros de la destrucción física hubieran
podido ser removidos con facilidad y reemplazados por nuevas iglesias y
claustros, pero la hostilidad de un mundo apartado de las tradiciones
religiosas, frustraba el inquebrantable deseo de sobrevivir de los monjes.
Aún más perturbadora fue la
desaparición de Cister, la muerte del último abad general y la imposibilidad
de mantener capítulos generales, dejando a los restos de la Orden
desorganizados y sin dirección por medio siglo. La supervivencia aislada de
algunas abadías atestigua, con seguridad, la vitalidad de sus moradores,
pero las líneas de ese desarrollo independiente no pudieron converger. Esto
hizo extremadamente problemática la restauración de la Orden como
institución con un gobierno central y orgánicamente coherente.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai,
Los Cistercienses Ideales y realidad,
Abadia de Poblet Tarragona , 1987.
©
Abadia de Poblet
|